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A Cristina Zambrano el devenir le juega duro. Como paciente crónico, esta joven venezolana transita un camino doloroso que parece difícil de superar. Pero su tenacidad la hace cada día más valiente e impermeable al desaliento. Su historia es una fe de vida.

Un relato sensible contado por Mabel Sarmiento como parte de nuestro #DiplomadoHQL

Fotos Cortesía familia Zambrano

I

Cristina Zambrano, una joven muy delgada, risueña y con un porte de modelo que no esconde, llega antes de las 7:00 de la mañana a la sala de Hematología del Hospital J.M. de los Ríos, en Caracas, para que le pongan la transfusión de rutina. Es un proceso que conoce desde muy niña porque tan solo con un año de vida le diagnosticaron talasemia mayor, una anemia hereditaria que destruye los glóbulos rojos de la sangre por mutaciones en el ADN de las células que producen hemoglobina. 

En el servicio todas las camas están llenas, pero Cristina se acomoda en un sofá que tenía los apoyabrazos roídos, y en el que seguramente estaban marcadas sus lágrimas, su perfume y hasta las honduras ocasionadas por los huesos de su enflaquecido cuerpo.

En ese mueble de cuero ya había dormido siestas, pasado los dolores de los pinchazos de inyecciones, jugado con su teléfono móvil y había tenido largas y tendidas conversaciones con su mamá, Rosa Colina, y con sus compañeros de sala, como el chico Miguel Berríos, quien también viaja cada 15 días desde Barlovento para que le pongan transfusiones de sangre. 

A las 10:00 de la mañana Cristina ya muestra impaciencia porque aún no le ponen el kit para la transfusión.

—Hay que esperar a que traigan las bolsas de sangre. Es todo un suplicio cada vez que venimos. Nunca hay. Los doctores nos dicen que si no la conseguimos no nos pueden transfundir. Si no hay, nos tocará venir mañana —dice Cristina.

Rosa Colina estaba segura de que esta vez correrían con suerte, pues ella hizo el peregrinaje una semana antes por el Banco Municipal de Sangre y consiguió las bolsas para su hija. 

Por la hora, tal vez le tocan 500 centímetros cúbicos. Las otras unidades quedarían para el día siguiente.

—El problema es que vivimos en La Raiza, en Los Valles del Tuy, estado Miranda. De aquí del hospital tenemos que salir hasta el Metro, luego usar el Ferrocarril y cuando lleguemos a Charallave nos toca agarrar una camioneta para la casa, así cansadas como estemos. A veces Cristina se marea, se siente sin fuerzas —detalla Rosa.

Del J. M. de los Ríos hasta la estación Bellas Artes del Metro de Caracas son cinco cuadras, atravesadas por la avenida Urdaneta del centro de la ciudad. Pudiera ser un trayecto fácil, pero no para Cristina que usa andadera para sostener su cuerpo. La talasemia le produce debilidad y deformaciones en los huesos. De Caracas a su casa en La Raiza son 59 kilómetros de distancia.  

Mientras acomoda su bolso a un costado del mueble ve que están arreglando el paral donde se guinda la bolsa de sangre, una señal de que ya iniciaría su tratamiento.

En eso llega un enfermero para manipular su blanco y delgado brazo. Pero algo le incomoda y se queja con fuerza. De inmediato, le dice a otra enfermera, ese día solo hay tres en el servicio: 

—No quiero que él me atienda, lo hace con rabia. 

Por un instante su voz es fuerte. La saca completa del estómago, con valentía y decisión, con conocimiento de causa, pues es su cuerpo al que pinchan una y otra vez y tratan como conejillo de indias.

Su mamá Rosa también se suma al reclamo, mientras el resto de los pacientes, a los que también les ponen sangre y quimioterapias miran con desaliento esa escena. Todos siguen los pasos del enfermero que se va a la recepción para preparar, sin inmutarse, otras dosis del concentrado globular.

Cristina recobra de nuevo la calma. Se acomoda en el espaldar y sin ver el flujo de sangre que corre lentamente por la manguera hacia sus venas, continúa narrando parte de su historia, transcurrida en los pasillos del piso 1 del J.M. de los Ríos, el principal hospital de niños de Caracas. 

II

El servicio de Hematología —cuyas paredes están pintadas con un paisaje que recrea la era de los dinosaurios con una estética infantil y tiene un televisor anclado en uno de los canales nacionales que no logra captar la atención de los niños— goza de medidas cautelares, emanadas el 21 de agosto de 2019 por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, CIDH. 

Previamente, la CIDH había otorgado esas medidas de protección a todos los niños y niñas pacientes del servicio de Nefrología del hospital, debido a los riesgos y daños irreparables a su salud, y como consecuencia del desabastecimiento de medicamentos, insumos y equipos médicos que afectaba la atención médica de pacientes como Cristina en ese centro de salud.

La protección internacional buscaba garantizar la vida y la integridad de estos pequeños pacientes, una vez agotados sin éxito todos los pasos y exigencias posibles de médicos del hospital y algunas organizaciones de acción social ante las instancias gubernamentales que deben velar por el derecho a la salud. 

El Estado venezolano estaba en la obligación de adoptarlas para proporcionar tratamiento médico de calidad conforme a estándares internacionales.

Ese agosto de 2019, la CIDH decidió, mediante resolución No 43/19, ampliar las medidas a otros 13 servicios, entre ellos Hematología, tras considerar que los niños y adolescentes enfermos se encontraban en una situación de gravedad y urgencia de riesgo de daño irreparable a sus derechos y a sus vidas.

Las recomendaciones de la CIDH no fueron reconocidas por el gobierno de Nicolás Maduro. Más bien, los pacientes no fueron atendidos, en los meses transcurridos de 2021 aún siguen sin medicamentos. Tampoco pueden hacerse exámenes de rutina como los de laboratorio. En el hospital las fallas del suministro de agua son continuas y falta personal médico y de enfermería.

III

Cristina, la única niña en la sala, recobra el color en sus mejillas y labios, luego de 300 gramos de sangre que le pusieron para mantenerla estable. 

Sentada aún en un asiento del servicio de Hematología del J. M. de los Ríos, con calma sigue hablando de las aventuras en la playa y en los centros comerciales de Caracas, donde comía unas enormes barquillas de helado con su mamá Rosa, se tomaba fotos y veía las vidrieras. 

Para entonces ya sentía ese sabor a hierro en su saliva, y aunque le desagrada, sabe que eso la mantiene con vida. 

Desde hace dos años, desde que tenía 16, no toma quelantes, medicamentos comprimidos que ayudan a bajar las dosis de hierro en pacientes que tienen transfusiones crónicas. El exjade, conocido así comercialmente, ya no se consigue en el país. En consecuencia, su corazón, riñones e hígado están soportando el exceso de hierro. A la larga, sus órganos se verán seriamente comprometidos. 

Toma un poco de jugo de guayaba que le acerca su mamá y ríe al recordar que ellas —cuando salen temprano del hospital— se van a caminar a Sabana Grande o se meten en un centro comercial de la ciudad. Esa es la principal distracción de Cristina y la hace feliz. 

—Hacemos eso porque lo otro que nos queda es encerrarnos en la casa. Nosotras dos nos divertimos viendo vidrieras, los colores, nos gusta el ambiente de Caracas, y si tenemos dinero suficiente nos comemos un helado. Tratamos de llevar una vida normal, después de tanto, creo que nos merecemos eso —sostiene Rosa, una mujer morena de carácter firme y que se convirtió en vocera del grupo de madres del servicio de Hematología que reclaman mejores condiciones para sus hijos.

Rosa y Cristina siempre están juntas, mientras su papá Mario —que no es su padre biológico y la ama como si lo fuese— se encarga de llevar las muestras a los laboratorios y de ir a las ruedas de prensa que dan los pacientes del hospital, tareas que combina con el trabajo, sin sentir algún peso sobre sus hombros.

Más bien, él muestra una devoción, ternura y un cuidado extremo hacia Cristina. 

—No es mi hija de sangre, pero es la luz de la familia, la tengo desde muy pequeña, dice con los ojos aguarapados.

Mario no se queja de todo lo que le ha tocado vivir desde que descubrieron la talasemia que padecía su hija. Es alguien que cuando llega al Metro y si no hay escaleras mecánicas funcionando, carga a Cristina y la sube o la baja todas las veces que sea necesario.   

IV

El 22 de agosto de 2020 Cristina alcanzó la mayoría de edad. Sin embargo, es una niña, su cuerpo, su voz, su mirada lo dicen: mide 1,65 metros y pesa 43 kilos 500 gramos. Aunque lo que le ha tocado vivir la convirtió en una mujer que aprecia la vida, que lucha cada segundo, con cada molécula de aire que respira y con cada gota de sangre que entra a su cuerpo.

Fotos: Gleybert Ascencio

La solución médica a su condición es un trasplante de médula ósea. La doctora que lleva su caso, explicó que hay varios tipos de talasemia y que hay personas que no requieren tratamiento específico y hacen su vida normal, mientras hay otras donde la destrucción de glóbulos rojos es mayor y, por tanto, tienen una condición clínica mucho más agresiva.

Las manifestaciones de los síntomas derivan del tipo de la enfermedad. En el caso de Cristina, es más severa, por eso su piel es pálida, algunas veces amarilla, debido a la bilirrubina, precisamente porque tiene menos cantidad de glóbulos rojos.

Eso hace que se sienta muy fatigada, con debilidad en los huesos, que es donde se produce la médula ósea. 

En estos momentos sus deformaciones óseas no son tan graves. Aún no han atacado con severidad su rostro porque desde pequeña le están poniendo transfusiones, mientras logra el trasplante.

Pero en Venezuela la Procura de Órganos fue suspendida por el gobierno desde mayo de 2017. Tres años antes ya el expediente de Cristina estaba en los archivos de Fundamédula, organización responsable de estos procedimientos que nunca le dio respuesta. 

En el hospital le ofrecieron entrar al programa de la Fundación Simón Bolívar, adscrita a Citgo, filial de Petróleos de Venezuela (Pdvsa), que se encargaba de pagar los costos de las operaciones quirúrgicas y los traslados de pacientes crónicos a países como España e Italia. Pero nunca la enviaron a Europa para lograr la intervención, sin conocer las razones, la planificación se cayó y las autoridades argumentaron que fue debido a las sanciones del gobierno Estados Unidos. La Fundación suspendió los convenios en enero de 2019.

En el país pueden operar en dos centros asistenciales, en el Hospital de Clínicas Caracas y en el Hospital Central de Valencia, pero los costos son inalcanzables para la familia de Cristina y además requiere de un donante casi ciento por ciento compatible. 

En 2016, luego de una operación de la vejiga, a Cristina le diagnosticaron la enfermedad de Les, lupus eritematoso sistémico y hepatitis C, enfermedad contraída en el hospital.

—Estando hospitalizada pensé que me había contaminado con sarna. Eso fue muy agobiante. Yo gritaba a los doctores, pues no entendía lo que estaba pasando. Saber que además de la talasemia tenía otras enfermedades fue muy frustrante.

Fotos: Gleybert Ascencio

Aunque sus brazos han resistido miles de pinchazos, las marcas no se han ensañado con ella, así que —por ese lado— su cara fresca, su pelo castaño oscuro brillante (la mayoría de las veces corto) y sus antecedentes en el mundo del modelaje suman puntos a sus ganas de vivir.

A los 7 años, cuando Cristina quería entrar a un grupo de danza, su mamá Rosa la convenció de que lo mejor sería el modelaje. Por la talasemia no podía estar bailando, así que pensó que eso era más reposado. 

—En Caracas hice un casting. Quedé. Y cuando nos dijeron los costos de las clases nos quedamos locas. Luego, en Ocumare del Tuy insistimos y conseguimos una academia que sí estaba a nuestro alcance. Estuve mucho tiempo recibiendo clases de modelaje.

Entre los 8 y 13 años se paseó por varias pasarelas. Estuvo en la academia Miss Caribbean de Valles del Tuy, obtuvo la banda de primera finalista y la opción de participar en Caracas en el Miss Caribbean Venezuela. Logró alzarse como reina del Turismo en 2009, e iba a República Dominicana en representación de Venezuela. Pero su salud no se lo permitió. 

—Me dio dengue y no pude viajar. De seis concursos perdí uno solo, gané traje típico y pelo más lindo. En 2013 quedé como Reina del New Model de Venezuela. Ahora, siento que ese mundo me gusta mucho, aunque ya no estoy haciendo nada de eso. 

Cristina también participó en un programa de radio en una emisora de Los Valles del Tuy, que era conducido por niños, niñas y adolescentes y producido por dos profesores de la comunidad: Travesuras, jugando para aprender

En ese espacio aprendió el manejo del micrófono y la pronunciación. Transmitían todos los sábados a partir de las 8:00 de la mañana. La primera parte del programa era dedicada a los valores, luego hablaban de la madre tierra y cerraban con comentarios y análisis de temáticas e intereses propios de sus edades.

Tenía 9 años cuando comenzó en la radio y hasta los 15 años estuvo asistiendo a la cabina. Ella lo agradece porque la alejaron de sus problemas de salud. 

—Fue una experiencia muy bonita, nos inculcaron la lectura y muchos valores. Me llamaron luego para otro programa, pero soy de las que piensa que uno debe hacer las cosas bien o no las hace.

Y aunque Cristina le da peso a sus actividades en la pasarela, en la música comenzó mucho más temprano. A los 6 años entró al núcleo de la Orquesta Sinfónica de Ocumare, parte del Sistema Nacional de Orquestas Juveniles e Infantiles de Venezuela. Fue fundadora del núcleo de la Sinfónica de Santa Lucía, participó en el coro y tocó el violín hasta los 13 años: un incidente desfavorable en el ferrocarril de Los Valles del Tuy la llevó de nuevo al quirófano.

Sucedió que en 2013, estando dentro del tren de los Valles del Tuy, la empujaron y se cayó. Se fracturó una clavícula. El ferrocarril que conecta a Caracas con esta región se hizo famoso por las golpizas, las corridas de personas y el desbarajuste dentro de los vagones por lograr un puesto en horas pico. En medio de ese despelote a Cristina con todo y andadera le tocó sortear ese salvajismo humano. Y eso le costó perder la movilidad de uno de sus huesos y el fin de su carrera como violinista. 

Cuenta ese episodio con nostalgia. En su mirada hay anhelo, pero no hay resentimiento, porque igual tiene otros retos en mente a los que le da fuerza y mitigan —en cierto modo— el sufrimiento que le adosa ser un paciente crónico en medio de un país en crisis. 

Desde 2015 Venezuela atraviesa por una crisis humanitaria compleja, marcada por el deterioro progresivo de la infraestructura hospitalaria, por bajos sueldos, una economía en hiperinflación, la precariedad en los servicios públicos, fuga de talento humano por migración, así como una grave carencia de material médico quirúrgico e insumos y de medicinas en centros de salud calculado en más de 80%, según la más reciente Encuesta Nacional de Hospitales. 

En medio de esa crisis asistencial está Cristina. Y aunque no lo dice, su mirada muchas veces dirigida hacia el suelo, transmite sufrimiento. Sabe que sus posibilidades de desarrollarse a plenitud se ven reducidas: está en la lista de 39 casos para trasplante de médula ósea que no pueden hacerse en el país, pues no hay compatibilidad con familiares ni hay banco de médula.

Eso la mantiene en zozobra y viviendo un día a la vez, aunque se aferra a sus recuerdos y nuevos proyectos. 

A Cristina la pasión por la música la ha ayudado a sobrellevar su día a día. 

—Yo quería piano, pero el que llevaron estaba muy viejo, así que me decidí por el violín. Dos veces me cambiaron el instrumento, llegué a tocarle al maestro José Antonio Abreu y conocí en 2007 a Gustavo Dudamel. Eso fue una experiencia muy bonita. 

Siempre quiso estudiar música para hacerse profesional. Dice que contó con la contención de su familia, el apoyo de sus maestros cuando se sentía indispuesta e hizo amistades que aún conserva. 

—Mi familia me apoyó para tener una infancia feliz. Pasé por muchas escuelas, y conservo muy buenos amigos, amistades verdaderas y duraderas como Vanessa Briceño de la escuela Dos Santos, Daniela Días de la Sinfónica, Gabriela Manzziniz de liceo y Jancarlys Guzmán del modelaje. Otros buenos amigos o conocidos se fueron del país.

VI

Ya casi a mitad de tarde Cristina y Rosa salen del servicio hospitalario visiblemente agotadas. Comieron poco, unas arepas que prepararon previamente en casa y que acompañaron con un jugo de frutas.

Ese día no hubo paseo. Fueron directo al Metro. En 15 días estarían de vuelta, rutina que repetirán el resto de 2020, con todo y cuarentena por la pandemia de la covid-19, restricciones viales y escasez de efectivo para pagar el transporte público.

—Nos cuidamos del virus. Usamos protección, tratamos de comer sano, de estar tranquilos —contestaba Rosa cuando se le preguntaba por el estado de Cristina. 

Siempre optimismo y agradecimiento en cada una de sus respuestas. 

—Ella está bien, estamos saliendo adelante. Aunque a veces no nos atienden en el hospital. Lo difícil es que no tenemos cómo hacerle los exámenes. El de la Hepatitis C que cuesta 200 dólares.

Entre el 11 y el 14 de enero de este año, no hubo concentrado globular para preparar las transfusiones requeridas por Cristina, y muchos de los pacientes que llegaron del interior tuvieron que regresar con el mismo desaliento. 

Durante esa misma semana se hizo público el cierre del servicio de Neurocirugía, otro de los amparados por las medidas cautelares que emitió la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. 

Cristina, sin embargo, insiste. Viaja contra viento y marea, pues sabe que su sangre no produce glóbulos rojos buenos, y mientras se sigan destruyendo, su hemoglobina baja, su piel se pone más pálida y hasta puede sufrir un paro respiratorio. 

Ya ha llegado a 5 gramos por decilitro (g/dL) sus valores de hemoglobina. Por eso sus papás se mueven como peso pluma para que la transfundan y, a pesar de su edad, hacen todo lo posible para que su tratamiento continúe en el J.M. de los Ríos. 

Ahí están todos los especialistas que la pueden ver si hay complicaciones. Claro, ya puede ser paciente del Pérez Carreño, del Domingo Luciani o del Clínico Universitario, todos de la red asistencial pública, pero la angustia de Rosa es que no haya un cardiólogo o un nefrólogo disponible para su hija.

Cuando ya por fin están en la carretera hacia La Raiza, donde las deja el último transporte público que usan en un día, caminan una empinada calle de más de cuatro cuadras. 

A veces no hay luz. Otras llueve. En ocasiones les dan la cola. Pero la mayoría del tiempo son ellas dos o ellos tres, Cristina, Rosa y Mario, acompañándose con su tragedia que sobrellevan con risas y buena voluntad.

Fotos: Gleybert Ascencio

En casa, una vivienda pequeña de dos habitaciones consiguen refugio, aunque el calor los agobie. El internet es un aliado para Cristina en medio de la soledad de una urbanización popular que nunca terminó de construir el gobierno y en donde las deficiencias de los servicios públicos aumentan con el paso de las horas del día. 

Cristina se mete en su cuarto con paredes color rosa, para aprovechar los soplidos del ventilador. Sobre su peinadora reposa una corona de reina. A un costado un santo y una Virgen María la acompañan. Estar en otro ambiente la desgasta, la cansa. Sus mejillas se ponen rojas, como si estuviera de mal humor.

Para la entrevista ella sale un rato, con paso lento pues trata de no usar tanto la andadera. 

—El doctor me recomienda que camine sin apoyo para fortalecer mis huesos —dice mientras se acaricia las uñas cortas, pero con esmalte semipermanente, una técnica novedosa que resalta las manos y cuyo principal fin es darle durabilidad a la pintura.

Se muestra coqueta también cuando dice que se va a poner pintura de labios para salir bien en las fotos. Posa con toda naturalidad y no cambia su expresión de modelo. Nariz perfilada, piel blanca y fresca, ojos negros que resaltan.

Fotos: Gleybert Ascencio

Ella se ha paseado por cursos de maquillaje, oratoria, cocina, crecimiento personal y actualmente estudia Administración de empresas, en la Universidad Simón Rodríguez, núcleo Palo Verde.

—Quiero graduarme, ejercer mi carrera, viajar, conseguir mi trasplante, volver al modelaje. Una amiga quiere que me inscriba en el Miss Venezuela, vamos a ver. 

Esta joven cree que en estos tiempos son muchas cosas las que se les vulneran a las niñas, a las adolescentes, a las mujeres, pero que ella quiere estar a la altura y lograr un buen empleo, un buen sueldo, una mejor vida que le dé más estabilidad a ella y a su familia. Y también luchar por sus derechos a una salud digna. 

No es la primera vez que sale en una reseña de prensa. Ella ha estado en protestas al frente del J.M. de los Ríos para visibilizar la crisis de la salud en el país, y ha acudido a los velorios y entierros de sus compañeros de hospital a los que nunca llegó el trasplante de médula. 

El 28 de mayo de 2019, estuvo en el entierro de Yeiderberth Requena, de 9 años, uno de sus mejores amigos en el hospital, y quien le enseñó a comer guanábana. Él tenía una condición similar y murió esperando un trasplante de médula ósea. 

Ese día Cristina fue al hospital para que le pusieran la quimio y no había. Pese a su debilidad se fue con su mamá hasta La Guaira para acompañar a Yeiderberth. 

Se le vio triste, agotada, pálida, sin fuerzas. Se sentía igual amenazada por la muerte. Aun así, aguantó toda la mañana el asedio de las cámaras de los medios de comunicación, el sol, la caminata por el cementerio y durante todo ese tiempo cargó en sus hombros unas alas blancas en honor a su amigo.

Hoy Cristina es referencia como paciente crónico. Como una chica joven que quiere vivir y tener un espacio en la sociedad como mujer que logra sus metas. Ese es su motivo para seguir. 

Probablemente, en otro país Cristina no hubiese llegado a ese incontable proceso de transfusiones. Mucho antes de que su cuerpo estuviera sobrecargado de hierro, tal vez al poco tiempo de diagnosticada ya le hubiesen hecho el trasplante de médula ósea. Su doctora dice que así proceden en otras naciones, antes de que se comprometan los órganos vitales se hace la intervención requerida. 

La talasemia no es una patología con alta incidencia en Venezuela, aunque no hay registros oficiales, la estadística que se tiene del J.M. de los Ríos es que reciben un caso una vez al año. Cristina se sabe excepcional y lo evidencia cada día. 

—Dios me mandó esto. Él sabrá por qué. Pero tengo mis planes. Sigo viva.

Este trabajo fue producto de la primera cohorte del Diplomado Nuevas Narrativas Multimedia Historias que Laten, en su versión online, en alianza con el CIAP-UCAB y la Fundación Konrad Adenauer, en Caracas de octubre de 2020 a febrero de 2021.
Sobre el diplomado