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Una trajinera grácil y provocativa en la comisura de un embarcadero. Una de las cientos de trajineras que guardan estos rincones, uno de los nueve embarcaderos que otrora sirvieron a los campesinos para bajar a sus acequias y hoy atan la naturaleza a la gris silueta de la Ciudad de México. Xochimilco, resumido en el instante de la trajinera y el embarcadero, confía al turismo su futuro incierto.

La brisa prolonga las primeras notas de un grupo de mariachis haciéndolas infinitas. Aliviados por la ausencia de la mancha urbana inmediata, incluso los cielos honran la escena con luz transparente: la fuerza de lo natural cobra su expresión más genuina y también la más ingenua. Los mexicanos vienen a los canales a festejar, a olvidar que viven en la segunda urbe más poblada del planeta o en el verde campo, a no saber si navegan o pisan tierra firme. Son las señas de identidad de este rincón emblemático en el suroeste de la capital mexicana, Patrimonio Cultural de la Humanidad desde 1987, aunque hasta en dos ocasiones haya estado a punto de perder el título por su deterioro.

“La razón por la que Ciudad de México está donde está es Xochimilco”, adelanta el investigador del Instituto de Biología de la UNAM (Universidad Nacional Autónoma de México), Luis Zambrano, quien continúa así su explicación: “Es una de las zonas más bajas de la ciudad por lo que, en época de lluvias, se cargaban los sedimentos y se fertilizaba el sitio, y en la temporada seca se podía cultivar, generando civilización”.

Historia y leyenda se confunden para narrar el origen de México DF. Nacida sobre un islote del lago Texcoco allá por 1325, la escena de un águila devorando una serpiente sobre un nopal de tunas rojas indicó a los antepasados de los mexicas el lugar exacto de su nueva tierra. Los aztecas fueron quienes mejor y mayor provecho sacaron a los canales, principalmente a través de las chinampas, una suerte de jardines flotantes dedicados al cultivo de flores y verduras, gracias a la excelente fertilización natural que reciben. Es lo que se encontraron los españoles a su llegada a principios del siglo dieciséis. Medio de sustento y de comunicación, el agua es parte indivisible de la capital mexicana desde sus orígenes.

“Las grandes obras hidráulicas del valle de México se explican como respuesta al problema de las inundaciones que han asolado a la ciudad desde su fundación”, apunta Arsenio González, secretario técnico de proyectos del Programa Universitario de Estudios sobre la Ciudad-UNAM. Vivir literalmente sobre el agua dio un conocimiento especial a los habitantes de la urbe mexicana, quienes idearon diferentes métodos de construcción. Fue la época de las grandes calzadas que, elevadas sobre el lago, circulaban de norte a sur y de poniente a oriente, conectando la isla con el Valle de México. Pero todo lo que se construía terminaba hundiéndose paulatinamente.

“La colonia comprobó que se estaba inundando y que necesitaba más espacio, por lo que decidió secar algunas zonas para drenar la ciudad. Desde entonces ha sido un desastre”, confirma Luis Zambrano. El órdago contra la pachamama (la Madre Tierra para los pueblos indígenas) resultó excesivamente caro. Los hundimientos que a principios del sigloveinte no superaban los cinco centímetros anuales ascendieron a cincuenta centímetros en 1950. Y “el fenómeno también abarca algunos municipios conurbados”, escribe Arsenio González en su libro ¿Guerra por el agua en el Valle de México?

La delegación de Xochimilco desciende hoy a razón de treinta o cuarenta centímetros por año. Empezó entonces a bajar su cantidad de agua de forma drástica, lo que generó graves problemas agrícolas. Se apostó por abrir canales gigantes, superiores al centenar de metros de anchura, que son por los que circula el turismo. La segunda medida fue introducir agua para mejorar el flujo, produciendo así la primera gran extinción de una almeja endémica. “Las autoridades dijeron que era agua tratada pero la verdad es que los peces morían. Olía mal”, denuncia el presidente de la Asociación de Pescadores de Xochimilco, Roberto Altamirano.

La pesca dejó de ser un modo de vida. Se tornó una manera de resistir la adversidad, de rebelarse, de protestar, de escapar a lo intolerable. Hoy sobreviven menos de diez pescadores, entre ellos Altamirano: “Las autoridades hacen lo que quieren desde su despacho. Y si no resulta, toman la decisión contraria. Lo que más me molesta es que ellos están de paso, cumplen su ciclo y se van. Pero nosotros nos quedamos toda la vida en Xochimilco. Xochimilco es nuestra vida”.

La Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) decidió en los años setenta que la carpa y la tilapia eran vitales para aumentar la calidad proteica de la gente sin recursos. Y México se agarró a su clavo ardiendo para sacar adelante Xochimilco. “El problema de estas especies es que su rendimiento económico es muy bajo, por lo que se dejó de pescar y de repente se convirtieron en una plaga. Además, la zona se volvió Área Natural Protegida, por lo que por ley estaba prohibido pescar. La contradicción de políticas ha sido una constante”, indica Zambrano, el investigador de la UNAM.

Los estudios recientes confirman que bajo los ciento ochenta kilómetros de canales hay más de novecientas toneladas de pescado, con cerca de doscientos de peces exóticos. Si un pescador con suerte saca una tonelada al día y hay menos de diez pescadores, es obvio que las cuentas no salen. Porque la carpa y la tilapia desovan dos veces al año cientos de miles de pequeños huevos, que al mes están ya maduros para alimentarse. ¡Sobran peces y faltan pescadores! “La solución pasa por subsidiar la pesca intensiva, pagando a los pescadores no por el producto sino para que pesquen. El gran problema es qué hacemos con todo ese pescado. Y hay que hacerlo rápido porque se pudre”, explica Zambrano.

Flora y fauna de recuerdos imborrables, los canales de Xochimilco se han convertido hoy en el rincón predilecto para las celebraciones y los festejos. Sirve que hayan ganado el América, el Pumas o el Atlante, los tres equipos de fútbol más laureados de la capital; sirve que comience o finalice el curso escolar; sirve la fiesta de los quince años, tan popular en México; sirve tener nueva chamba (trabajo); sirve un fin de semana diferente con la familia; y sirve pasar una tarde de sábado echando unas chelas con los cuates (bebiendo cervezas con los amigos). Para todo tipo de festejos sirven hoy los canales, que gracias al turismo y la agricultura dan de comer a unas diez mil familias y que siguen siendo termómetro, granero y cimiento de la Ciudad.

El termómetro que regula que unas temperaturas ya de por sí bochornosas durante los meses de verano no se disparen a cotas desalmadas. El granero que produce comida no para la urbe completa pero sí para un porcentaje bastante alto. Y el cimiento de regulación para evitar más inundaciones todavía. Es además zona de aves acuáticas migratorias y el último reducto donde resiste el ajolote, un tipo de anfibio característico de la cultura mexicana.

Cerca de un millón de turistas visitaron el año pasado los canales de Xochimilco, menos de cien mil visitas al mes, “muy poco”, consideran las autoridades, para la oferta de mil doscientas trajineras existentes. De hecho, sólo dos de cada cien visitantes extranjeros se acercaron a la delegación, de acuerdo con el estudio ‘Perfil del turista 2010’. Xochimilco no figura ya entre los diez lugares más visitados del DF. La Secretaría de Turismo echa la culpa a que el concepto de paseo familiar se ha distorsionado, al caos vial que se genera para ingresar al centro de la delegación, donde se encuentran la mayoría de los embarcaderos, y a la pérdida del paisaje original de la zona chinampera.

Acompasados por rancheras, corridos y serenatas, los turistas disfrutan de un atractivo único y olvidan el resto. Las trajineras, que aparecieron en el ‘porfiriato’ (1876-1911) para agradar a las clases enriquecidas o catrines presentan un arco de madera decorado con motivos florales. Sus nombres, la mayoría femeninos (Penélope, Lupita, Margarita…), responden a la petición de los catrines para engalanar en nombre de alguna de sus prometidas o novias. Un techo de lámina sirve como refugio contra la lluvia y el sol. La tarifa única por trajinera es de doscientos pesos (unos catorce dólares), extras como la comida (ochenta pesos el menú típico –seis dólares-) y los mariachis (cien pesos –poco más de siete dólares-) aparte.

La Isla de las Muñecas no es una parada más en el camino. Ahoga las risas y calla las charlas. Exige silencio. Se trata de una chinampa decorada entre lo grosero y lo macabro por don Julián, ya fallecido. Una historia de apariciones, ahogamientos y la misteriosa protección de cientos de muñecas rescatadas del abandono. Por suerte o por desgracia, los detalles no caben en estas líneas. La ruta se reanuda.

La sensación de estar en plena selva sin salir de la ciudad es sobrecogedora. Hasta que cruzas la línea donde se detiene el turismo y empieza lo que sólo los lugareños, acompañados de forma esporádica por científicos, ven a diario. Roberto Altamirano conduce su lancha allí donde Xochimilco (topónimo náhuatl derivado de las palabras xōchi –flor- y mīl –campo cultivado-) pierde su casto nombre. Allí donde el agua no es azul sino de un tono verdoso-amarillento y ni siquiera fluye realmente. Allí donde la basura es una especie autóctona más.

La denuncia de Altamirano es clara: “La parte turística se ve bonita pero, un poco más allá, metes una red y da vergüenza. Como decimos aquí, ‘cara bonita, culo cagado’. El impacto económico de las visitas es muy bueno pero en términos de contaminación faltan muchas cosas por hacer. El problema muchas veces es del remero, que no tiene autoridad ni preparación suficiente para alertar de que no se tiren botes ni plásticos. Porque el impacto de una bolsa es mínimo pero cuando lo multiplicas por canoa es muy fuerte”.

El crecimiento de la mancha urbana amenaza con dejar a México huérfano de su Venecia, que se ahoga entre la contaminación y el asfalto. “Es el mayor peligro de Xochimilco, que para 2040 estará completamente urbanizado a la velocidad a la que estamos yendo. Cada metro que urbanizamos es un balazo en la sien. Lo positivo es que ya empieza a haber una conciencia y, tarde o temprano, la sociedad va a relacionar las inundaciones, el hundimiento y las altas temperaturas con el crecimiento horizontal. Hay motivos para la esperanza”, concluye Zambrano. Xochimilco se acaba y quizá en unos años su resumen nunca más sea el de la trajinera grácil y provocativa en la comisura de aquel embarcadero.