Los doce apóstoles que coronan el iconostasio de madera que separa el santuario del altar fueron testigos de la despedida. Era domingo 19 de noviembre de 2017 a las once de la mañana. El padre Vasile Lungeanu, de origen rumano, oficiaba en su lengua natal una misa ecuménica en la iglesia ortodoxa San Constantino y Santa Elena, ubicada en el municipio El Hatillo al sureste de Caracas. Su esposa, Mioara, lo acompañaba en la nave central entonando los cantos ortodoxos, cuya letra en griego resultaba imposible descifrar. Pero aquel sonido armónico que resonaba por todo el recinto le confería solemnidad a un acto religioso que estaba próximo a tener fin. El ambiente era de tristeza. Ella lloraba. Él se contenía. Ambos se estaban despidiendo de la iglesia que los había acogido por once años desde que llegaron a Venezuela. Ante la escasa presencia de rumanos, la misión del matrimonio Lungeanu carecía de sentido. La crisis socio-económica que agobia la nación expulsó a la comunidad. Y la joya arquitectónica que tenían a resguardo, se desvanece de a poco por problemas de mantenimiento, como una metáfora viva del país.
Venezuela llegó a acoger a más de tres mil rumanos, según datos del consulado del país europeo. La primera ola vino durante los años de la Segunda Guerra Mundial. La siguiente, ocurrió en el período de la Rumania Socialista, que se vivió entre 1965 y 1989. En este terruño anclado en el Caribe encontraron en aquel entonces la paz que no le ofrecía Europa. Pero para sentirse como en casa, ansiaban hallar un espacio para orar.
–Al principio, íbamos a una iglesia rusa en Catia y más tarde a una católica, en La Carlota donde se hacía la misa de Pascua y los bautizos– recuerda Cornelio Pompesco, presidente de la Casa Rumana en Venezuela y también impulsor de la construcción de la iglesia San Constantino y Santa Elena. –La directiva de la Casa Rumana decidió encontrar un sitio para el descanso espiritual de sus compatriotas en su propio idioma. Desde Rumania nos enviarían el cura y nosotros teníamos que encargarnos de conseguir el terreno.
Para 1998, Pompesco había sido escogido alcalde suplente del municipio Chacao, tras la dimisión de Irene Saéz, la ex Miss Universo 1981 que entró en la contienda presidencial con el entonces candidato Hugo Chávez Frías como contrincante. Ese nombramiento lo convirtió en el primer rumano en ocupar un cargo gubernamental fuera de su país. Y valiéndose de ello, conversó con la alcaldesa de El Hatillo de aquel entonces, Flora Aranguren, y con la de Baruta, Ivonne Attas, para conseguir un terreno donde instalar la iglesia que ansiaba la comunidad rumana.
–La alcaldesa de El Hatillo fue quien respondió a nuestra solicitud. Me mostró tres terrenos que estaban disponibles y yo escogí uno grande para acoger a nuestra iglesia ortodoxa, explicó durante una ceremonia que se celebró el 11 de febrero de 2018 por su cumpleaños número 93. Una semana después, Pompesco falleció llevándose consigo los pormenores de la edificación de la segunda iglesia de madera, que existe fuera de Rumania.
Gheorge Balosin, rumano de 89 años quien llegó a Venezuela en 1950, acompañó a Pompesco y al resto de la comunidad en esa búsqueda de encontrar su lugar de oración. Ya no recuerda detalles con precisión. Y se excusa por ello. Pero esboza a grandes rasgos el significado espiritual de aquella labor que implicó no sólo encontrar el terreno, sino traer a Venezuela a los artistas rumanos que estuvieron a cargo de realizar aquella joya arquitectónica.
–Fue una realización con conciencia, coraje y alma– cuenta con hablar pausado, el vicepresidente vitalicio de la Iglesia Ortodoxa San Constantino y Santa Elena. –Éramos muchos rumanos y existía una comunicación espiritual como ciudadanos de una misma nación. Para nosotros era fundamental tener un lugar donde pudiéramos rezar. Y haber logrado esta iglesia fue una realización perfecta.
El templo de los rumanos en Venezuela es una obra de arte en sí misma. Está diseñada siguiendo la tradición arquitectónica del siglo XVI de una región del norte de Rumania, llamada Maramures. Es completamente de madera de roble y abeto, armada de forma artesanal sin clavos ni pega. Sólo el techo lo conforman 60 mil tejas en forma de escamas de pescado. Su interior no resulta menos impresionante. Sus paredes y techos son una exhibición de pinturas al óleo de estilo neobizantino realizadas por las artistas rumanas Titiana Nitu Popa y Mihaela Profiriu, quienes se tomaron 11 meses para dejar plasmadas escenas de la Pasión de Cristo y la representación de la Virgen de Coromoto, patrona de Venezuela.
La construcción se inició en 1996, de la mano de un grupo de rumanos y la asesoría del arquitecto venezolano, Fruto Vivas. Las labores se demoraron tres años, porque cada detalle se trajo en barco desde Rumania. El templo se inauguró el 7 de noviembre de 1999, con la presencia de Teoctist I, Patriarca de la Iglesia Ortodoxa. Desde entonces, el espacio se convirtió en el punto de encuentro de los rumanos en Venezuela.
–Cuando entré por primera vez, sentí que estaba en Rumania– recuerda Ioam Carp, quien acude a la iglesia desde 2002. –Es un pedazo de mi país en Venezuela. Todo es igual. La arquitectura, los cuadros. Todo. Para nosotros los rumanos es muy importante contar con este templo, porque somos muy creyentes. Nosotros no podemos vivir sin la espiritualidad y sin la tradición cristiana ortodoxa.
Los rumanos mencionan a San Andrés, como uno de los doce apóstoles que llegó a evangelizar en Rumania. Se mantuvieron apegados al cristianismo como una sola iglesia hasta 1054, cuando se separa en dos: católicos y ortodoxos. La explicación la hace Mioara, quien habla con mucho conocimiento sobre el tema como esposa de un sacerdote ortodoxo. Aclara que no existen grandes diferencias de creencias entre uno y otro. Sólo que los ortodoxos no dependen del Vaticano ni se rigen por el Papa, sino que ellos obedecen al Patriarca de Constantinopla.
Sin embargo, el ritual del domingo dentro de la Iglesia Ortodoxa San Constantino y Santa Elena se vive diferente a los ojos de cualquier católico. Los hombres se sientan a la derecha y las mujeres a la izquierda, para que no haya entre ellos distracción. Dentro de aquel refugio con olor a madera, reina un absoluto silencio. Un ambiente de recogimiento y de respeto. El sacerdote, quien puede decidir entre el matrimonio o el celibato, canta la liturgia y tiene la potestad de bendecir con el cáliz a quienes no pueden comulgar. Lleva puesto un alba o túnica bautismal de color blanca. Sobre ella coloca el epitragilio, que va alrededor del cuello como símbolo de la dignidad sacerdotal. Y alrededor de la cintura el cíngulo, que representa castidad y obediencia.
Desde que se inauguró, el templo ortodoxo rumano San Constantino y Santa Elena ha estado rodeado de un halo misterioso. Sus puertas permanecen cerradas de lunes a jueves. Y abre de viernes a domingo en horario restringido. Son contados los habitantes del municipio El Hatillo que la conocen por dentro. “La iglesia de madera”, le llama la mayoría. Como ajena y extraña. Incluso, una tupida vegetación la resguarda de la mirada de los extraños. Llega a pasar casi inadvertida, si no fuera por su torre de madera de 60 metros de alto que sobresale del follaje.
Un hábitat que se convirtió en su protector, pero también en su destructor. La humedad ha ido, poco a poco, carcomiendo la madera y ha afectado la estabilidad de la edificación, de la que sólo existen dos en su estilo fuera de Rumania: una en Chicago y otra en Caracas.
–La madera no fue bien tratada– explica Mioara, en el español que aprendió en sus años en Venezuela. –Era una madera para un país con cuatro estaciones, pero no se pensó en cómo afectaría la humedad de El Hatillo.
El mantenimiento empezó a ser muy costoso. La iglesia no recibe ayuda económica de ninguna organización y la disminución del número de rumanos en el país comenzó a hacerse sentir. El presupuesto para reparar los cimientos que están siendo carcomidos por una quebrada y el resto de los daños superaba hace dos años los 11 mil dólares. Solicitaron ayuda al gobierno nacional y al patriarcado de Rumania, pero no obtuvieron respuesta. Sustituir la madera dañada por material local tampoco era una opción porque es muy pesada. Sin contar que cualquier cambio implica prácticamente desmontar la edificación, porque fue ensamblada artesanalmente pieza por pieza como si fuera un rompecabezas.
Los llamados de auxilio empezaron a leerse en la prensa local. “La Iglesia Ortodoxa requiere recursos para su mantenimiento”, se publicó en mayo de 2011. “Plantean que iglesia rumana de madera sea declarada patrimonio para salvarla”, abril de 2013. En la entrada de la iglesia se colgó un mensaje para instar a los visitantes a colaborar: “si le gusta este monumento de arte, esperamos pueda ayudarnos con su colaboración, que necesita la comunidad para el pago del seguro y el mantenimiento de nuestra iglesia”. Y como una alternativa, el matrimonio Lungeanu comenzó a vender estampitas y de más detalles religiosos para financiar al menos los gastos corrientes.
Pero la crisis económica –que se tradujo en una hiperinflación que en 2017 cerró en 2.700%, según la firma Ecoanalítica– arropó las buenas intenciones de mantener a flote una obra arquitectónica única en Suramérica y de preservar la tradición ortodoxa rumana en el país. El éxodo masivo que afronta Venezuela redujo también la comunidad de rumanos. A tal punto, que a la fecha no llegan a 150 personas y más de la mitad es de la tercera edad, de acuerdo con el registro del consulado de Rumania.
–Los rumanos que quedan en Venezuela tienen entre 80 y 90 años. No tienen hijos ni nietos en Venezuela para venir a la iglesia, cuenta con pesar Mioara. –Ante la falta de ortodoxos, el significado de la espiritualidad no estaba llegando.
Los pocos que aún acuden al acto religioso del domingo se les reconoce por su avanzada edad, por su piel blanca surcada como signos de la edad, por sus ojos claros, por su aspecto reservado y porque aún conservan la tradición de saludarse en su idioma natal. Las mujeres van al templo vestidas de falda y algunas se cubren la cabeza con mantas en señal de respeto. Los católicos se entremezclan, pero se les reconoce porque asisten más por curiosidad que por un acto de fe.
–Viene más gente con fines turísticos que religiosos. Ni siquiera se persignan al entrar– lamenta Mioara. –Gente que llega sólo a tomar foto como si esto fuera una galería de arte. Sentimos que no tenemos almas que escuchen la palabra de Dios. No tenemos feligreses. ¿A quién le dejamos la iglesia si no hay generación de relevo?
Esa inquietud los llevó a plantear al patriarcado de Rumania la opción de trasladar la Iglesia San Constantino y Santa Elena a Argentina o a Brasil, donde la comunidad de rumanos es más significativa. Una petición que el sacerdote Vasile y su esposa Mioara dejaron sobre el tapete, como último recurso para rescatar el templo.
–Por primera vez no puedo asegurar el mantenimiento de la iglesia– comentó el padre Vasile, en su español aprendido en Venezuela, a unos días antes de su salida del país el 23 de noviembre de 2017. –Se fueron muchos rumanos. Son dificultades sociales que determinaron su salida. Ahora, la comunidad es muy pequeña. No es posible. No hay ayuda del gobierno local ni de nuestro país para seguir con la iglesia.
Se corrió la voz que la iglesia San Constantino y Santa Elena cerraría, que la desmontarían y se la llevarían de Venezuela. Pero el anuncio no pasó de ser una alarma. La iglesia continúa, pero el padre Vasile y su esposa Mioara pidieron al patriarcado su retorno a Rumania. No sólo su misión espiritual había caducado ante la escasez de feligreses, sino que la crisis del país comenzaba a hacer mella en la salud de ambos, quienes no conseguían medicamentos para el corazón de Vasile ni para el baypass gástrico de Mioara.
Así que ese domingo 19 de noviembre de 2017 se celebró en Caracas la última misa en rumano. Una tradición que se vivía desde casi dos décadas en El Hatillo, pero que data de hace 50 años cuando el monseñor Costica Popa creó la parroquia en 1968. Pero ningún diario lo reseñó. Y a pocos les importó. Esa última homilía estuvo cargada de mensajes de despedida. De sentimiento.
–No vamos a olvidar a Venezuela en nuestras oraciones– fueron las últimas palabras de Vasile.
–Es nuestra segunda casa. Le dejamos un pedazo de nuestra alma– cerró Mioara, quien de a tantos se secaba las lágrimas con un pañuelo.
Tras despedirse, el padre Vasile le pasó el testigo a Antonio García, un sacerdote venezolano de formación ortodoxa, quien aseguró que su meta es mantener abierta la iglesia.
–He estado en sitios peores y se han transformado porque es obra de Dios. Cuando estás con Dios y el trabajo es para él, no puede fallar nada– expresó con exacerbado optimismo.
La dinámica ahora es otra. Las misas dentro de la iglesia ortodoxa dejaron de ser en rumano. Ya no se escuchan los cantos de Mioara en su lengua natal. Tampoco está el padre Vasile para referirle el santo patrono que le corresponde según su nombre o para ungirle la frente con aceite. Pero aún persiste ese pequeño grupo de feligreses rumanos, que todos los domingos a las once de la mañana, realizan un ejercicio de resistencia para evitar que su tradición ortodoxa muera en Venezuela.