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Mamá Shuta era la guardiana más longeva de los japrería, los hijos de la caña brava que habitan en la Sierra de Perijá. De linaje puro, no hablaba español ni cubría sus pechos, y era una de las que más atesoraba la sabiduría de una comunidad indígena zuliana en peligro de extinción. Esta crónica, narrada por la documentalista Rita González, inicia con un funeral pero cuenta la historia de un pueblo ancestral que tiene miedo a ser olvidado. 

Un trabajo producto de nuestro Diplomado HQL

Fotografías de Gipsy Rangel y Fito Pardo

Cuando murió Mamá Shuta, el verde de los árboles se había tornado amarillo pálido. La Sierra de Perijá sufría de una fuerte sequía, y daba la impresión de que toda la vegetación del Valle de los Japreria sabía lo que había sucedido. Que la Sierra entera se daba cuenta de que el último anhelo de Mamá Shuta había sido sepultado.

Debían rendirles los honores de una guerrera, pero la prepararon como a cualquier persona foránea en una funeraria, sin palabras ni cantos a su espíritu, sin hojas de ablución ni purificación, y sobre todo sin su árbol. 

Su cuerpo yacía en un ataúd genérico, cubierto por una bandera tricolor atravesada por las ocho estrellas del firmamento ondulante de la patria. En una atmósfera de incredulidad, la rodeaban todos los sobrevivientes de lo que una vez fue la indómita y feroz nación Japreria, el pueblo Saapreye, como se pronuncia en su lengua ancestral. 

Pero todo ese ritual funerario al estilo criollo poco importaba para Mamá Shuta. Ella solo quería descansar eternamente en el tronco del árbol que había escogido en vida. 

Mamá Shuta se resistió al cambio que arropaba a la etnia y con su último aliento se seguía resistiendo. 

Recuerdo con exactitud el día que la conocí. Yo subía en un vehículo 4×4 por la Sierra de Perijá, en el Zulia, y ella caminaba descalza con los pechos descubiertos y un saco de maíz en el hombro. El chofer le tocó la corneta para saludarla, ella apenas levantó la mirada. Su imagen se quedó grabada en mí. 

Era delgada y muy pequeña. Tenía el cabello corto de color gris plata. Ella misma con un cuchillo se lo cortaba. Un poco encorvada. Piel morena brillosa. De mirada imponente y firme.

Ese día comenzó nuestra relación. Era el año 2011, yo me encontraba en el proceso de investigación para un documental de la etnia japreria, uno de los pueblos originarios del territorio zuliano, hoy en riesgo de extinción, en el que sobreviven tan solo 455 indígenas. 

Desde entonces había quedado prendada de la comunidad, de sus tradiciones, de ese Valle de los Japrerias al que habían sido desplazados después del despojo de sus tierras para construir una represa. Quedé indignada por el abuso y explotación por parte de la empresa Odebrecht encargada de la obra, del olvido inducido al que se sometía a esta comunidad. 

Aquella etnia me abrió las puertas y Mamá Shuta me tomó de la mano mientras yo la cruzaba.

Era la japreria más longeva de la etnia. Llegaba a los 104 años. Su sangre era de linaje puro, sin mezcla. No hablaba español y no cubría sus pechos. Ella había sido la guardiana de la historia saapreye, todas las tradiciones eran difundidas a través de su propia voz. 

Durante mis continuas visitas a la comunidad siempre me sentaba junto a ella. Me hablaba en japreria todo el tiempo, un idioma Caribe en peligro de desaparición. Yo solo la miraba, sonreía y la acompañaba. En algunas ocasiones tomábamos una chicha de maíz que ella misma preparaba como mi anfitriona. 

A veces me preguntaba: ¿Me habrá querido contar algo especial? ¿Se habrá dado cuenta de que no entendía la lengua?

Lo importante es que ella sabía de mí. Un día al marcharme preguntó por la muchacha blanca de Maracaibo, mi corazón se puso chiquitico cuando lo supe. Esa era yo, su muchacha blanca de Maracaibo.

Recuerdo una conversación de tres mujeres japrerias, tres generaciones sentadas en el suelo en una choza de techo de palma: Josefina Romero, Yessi Vergel y Mamá Shuta. Eran familia estas mujeres, una nieta, otra bisnieta y la bisabuela. Ellas me contaron que en otras épocas sus ancestros morían más viejos y los cuerpos de quienes fallecían eran cubiertos con grandes hojas de matas de plátano y sepultados en un árbol hueco. A veces también colocaban los cuerpos en cuevas y cubiertos con grandes rocas. 

Esa misma tarde me hablaron de Mamá Kiosho (Mamá Dios). Para los saapreye Dios es mujer. Mamá Kiosho solía caminar entre ellos por las noches, tomaba la caña brava y armaba un esqueleto, luego con un soplo creaba un nuevo saapreye. 

Dios dejó de visitarlos. Ellos, los saapreye o japreria piensan que mueren jóvenes por su ausencia.

Todo eso quedó en el pasado. Los japreria eran nómadas y recorrían las extensas montañas de Perijá. Pero fueron desplazados de su territorio ancestral. Pasaron a ser sedentarios. De manera forzada se asentaron en un lugar fijo donde fueron perdiendo muchas tradiciones que se transmitían de generación en generación, entre ellas, las prácticas medicinales y las tradiciones funerarias encabezan la lista.

Antes se encontraban en la cabecera de lo que actualmente es la represa El Diluvio, en el municipio zuliano Jesús Enrique Lossada. En esa época podían moverse de un lado al otro y establecerse donde quisieran. Pero paulatinamente fueron desterrados para construir el embalse y confinados en la parte trasera de la hacienda El Totumo, en la Sierra de Perijá, conocida como el Valle de los Japreria.  

Al no ser errantes permanecen en la misma tierra y están muriendo más jóvenes, dice Yessi Vergel, integrante de la comunidad. Desde la llegada al Valle comenzó y se intensificó el temor por la muerte. 

Mamá Shuta poco hablaba de la muerte. 

Era una mujer de carácter fuerte, decidida e independiente. Siempre parecía mirar con nostalgia a los niños mientras ellos jugaban. Con bastón en mano recorría la comunidad, sus pies descalzos sobre la tierra caliente parecían deambular por la Sierra, a su edad se valía por sí misma. 

Era una líder por toda su sabiduría y ser la anciana japreria de mayor edad.

Era como una chamana en el matriarcado saapreye. Las grandes cosas se le consultaban a ella: los rituales, las canciones, las historias de los ancestros

Era ella la que los atesoraba.

Una mujer que estaba muy clara en lo que había sido en vida y en cómo quería marcharse. Cerca de su choza había un gran árbol, de vez en cuando al verlo comentaba que en ese árbol quería ser sepultada cuando llegara el momento.

Pero esas tradiciones se dejaron de practicar. Los japrerias tienen temor de permanecer cerca de los que fallecen. Son miedos contagiados por el mestizaje y su recién acercamiento con otros, con los hombres blancos o criollos. Ahora usan ataúd, hacen velorios y sepultan a sus muertos en un cementerio en la comunidad. 

Según la costumbre funeraria japreria las personas que formen parte de la preparación de un difunto, deberían llevar a cabo un pequeño ritual de limpieza, utilizar diversas hierbas para golpear levemente el cuerpo de la persona inerte que se encuentra sin ropa alrededor de una fogata. Durante este proceso se alza la voz con un canto para pedir protección y evitar que el espíritu del difunto quede en el cuerpo de los vivos.

Mamá Shuta murió en la Villa del Rosario, municipio Rosario de Perijá. Luego fue llevada a la Sierra para el funeral en la comunidad. Su partida fue tan criolla que me da miedo pensar si logró el encuentro con sus ancestros. 

Era el mes de marzo de 2014, me desperté un jueves como de costumbre para ir a trabajar. Tomé el teléfono celular y al verlo casi descargado lo conecté de inmediato a un enchufe, justo al instante entró una llamada. Era un número desconocido según marcaba la pantalla. Al contestar, una voz femenina del otro lado me daba el pésame. Medio dormida no entendía de qué me hablaba mi interlocutora: 

Soy Gloria Jusayu, me enteré que murió tu abuela japreria, lo siento mucho Rita. 

Una pequeña pausa se apoderó de la conversación. Luego de ese silencio había escuchado y entendido todo. No recuerdo que le respondí a Gloria, ella es una documentalista wayuu. Al igual que Gloria, muchas otras personas me relacionaban directamente con los japreria. Al colgar la llamada, se corrió la voz: “Murió Mamá Shuta, murió la abuela japreria”. 

Ese mismo día iniciamos el viaje rumbo a la Sierra de Perijá, desde Maracaibo nos llevó tres horas llegar al Valle de los Japreria, pero para mí ese recorrido se hizo eterno. Sentía que los brazos de los árboles nos trasladaban a otra dimensión de la que no encontraba salida. La Sierra que cubría el único asentamiento de los indígenas japreria se desvanecía conmigo. Los japreria, los saapreye, los hijos de la caña brava, habían perdido a su última guerrera.

Durante el viaje había un raro silencio, después comencé a recordar a Mamá Shuta, a contar anécdotas a mis acompañantes. Recuerdo haber pensado en lo que podíamos encontrar al llegar al funeral. Me ilusionaba pensar en esa despedida para mi abuela japreria.

Ese día que murió Mamá Shuta el cielo de la Sierra de Perijá estaba muy extraño y, a causa de un incendio producto de la sequía, el firmamento se tiñó de rojo por un par de horas

Nada fue como lo esperaba Mamá Shuta, nada fue como lo imaginaba la muchacha blanca de Maracaibo. 

Desde su partida física han pasado siete años. Durante ese tiempo he querido llevarla al árbol y cumplir su último deseo, llevarla a descansar tomada de la mano de su tradición de un pueblo de más 400 años, de la mano de lo que creía y defendía. Envolverla en grandes hojas para el encuentro con los ancestros.

El deseo de Mamá Shuta

Un grupo liderado por Yomaira Romero, nieta de Mamá Shuta, Marcos Morales, antiguo maestro de la comunidad Japreria y la documentalista Rita González hacen gestiones para exhumar el cuerpo de Mamá Shuta y trasladarla al árbol que escogió en vida.

Despojados de su tierra

El pueblo japreria fue desplazado de su territorio natural en la Sierra de Perijá como consecuencias de las obras de la represa El Diluvio, en el municipio Jesús Enrique Lossada del estado Zulia.

La construcción de la represa finalizó en el 2006 a cargo de la empresa brasileña Odebrecht. Los japreria trabajaron en la obra, pero denunciaron explotación. Les pagaban con comida. Algunos murieron envenenados.

El gobierno regional junto a Corpozulia les hizo el asentamiento actual, el denominado Valle de los Japreria, en el municipio Rosario de Perijá.

La construcción de las casas no fue adecuada a su tradición, algunos japrerias prefirieron construir chozas y bohíos al lado de las casas de concreto que les hicieron.

La comunidad japreria no cuenta con agua potable, una paradoja porque fueron despojados de sus tierras ancestrales para hacer una represa.

El documental

“Saapreye, hijos de la caña brava” es un documental dirigido por Rita González que narra la historia de la etnia japreria a través de la voz de Mamá Shuta.

Este trabajo fue producto del Diplomado Nuevas Narrativas Multimedia Historias que Laten, en su edición en línea realizada en alianza con el CIAP-UCAB y la Fundación Konrad Adenauer, de octubre de 2020 a febrero de 2021.

Sobre el diplomado