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“Dicen que cuando a una se le cae la comida es porque alguien tiene hambre, y yo digo ¿Señor, quién de mi familia tiene hambre? No me lo dejes pasar hambre.” Así es Ernestina Infante. Desde que empezó a hacer arepas y empanadas hace cuarenta y ocho años, con la llegada de su primera hija -la tercera de diez hijos- no puede dejar de estar pendiente que todos los suyos tengan un plato de comida caliente cuando lo necesiten.
Ernestina sigue una vieja tradición de hacer arepas tostadas en budare a leña. Antes de que ella las preparara, las compraba a tres por medio (25 centavos de bolívar de los viejos). “Ricas que eran”, dice. “Aquí casi todas las que hacían arepas así (artesanales) murieron. Creo que sólo quedo yo”.
Antes los clientes, cuando no las compraban directamente en la calle o la playa, o las disfrutaban como parte de los desayunos en posadas y hoteles de Choroni y Puerto Colombia, se las compraban en su propia casa. Pero ya no está trabajando porque se siente cansada. En su época más agitada, acostumbraba a levantarse en ocasiones a la medianoche para tener listas -a las seis de la mañana- trescientas arepas asadas, cien empanadas y cien arepitas dulces que su esposo llevaba al Hotel Cotoperix de Puerto Colombia. Después de dieciocho años de trabajo en los fogones, se tropezó en su casa y tuvo una fractura en la base del brazo izquierdo que requirió de tres operaciones en siete meses. Ahora sólo cocina para su familia, amigos o cualquier persona que la visite.
Al entrar en su casa, lo primero que llama la atención es un San Juan Bautista que creó uno de sus hijos con una rama que cayó de un árbol después de uno de esos torrenciales aguaceros que azotan la zona. Ernestina le debe mucho a San Juan: uno de sus hijos nació de pie y tanto ella como el niño casi mueren. La atendieron Olga Iciarte, la partera del pueblo, y Blas Camilo Sánchez, el enfermero. “Está vivo porque Dios es milagroso. Dios y San Juan. Lo sacaron por partes, una patica, después la otra, un bracito. Se quedó pegado del cuello. Al final salió moradito y lloró a los tres días. ¡Es tremendo! Cumplió treinta y nueve años antier y todavía andaba ayer por allí bebiendo caña”.
El altar está adornado con flores y San Juan, vestido con el característico blanco y rojo. Ernestina es la capitana y presidenta de una de las cofradías que bailan al santo en Choroní, como acostumbran en muchos pueblos de la costa central. No se trata de la Cofradía de la iglesia, sino una formada por ella misma. Todos los 24 de junio le arman la fiesta a San Juan a fuerza de voluntad y con dinero que recogen de rifas, de la venta de arepas y empanadas y del apoyo que les da la Gobernación del estado Aragua. Con el dinero que recaudan, traen una orquesta que instalan en la placita frente a la casa de Ernestina. Allí baila todo el pueblo de Choroní, Puerto Colombia y sus alrededores.
Al fondo de la casa está el comedor. En el centro, una mesa de seis puestos, pequeña para una familia tan grande, pues además de sus diez hijos, Ernestina tiene veintiún nietos y trece bisnietos, más uno que está en camino. La media pared del fondo da hacia el patio y más allá se escucha el río. Todo el espacio se llena de verde en la mañana por la luz que se filtra a través de una reja que no está allí por cuestiones de seguridad sino como sostén de una gran cantidad de matas.

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La reja que sirve de jardinera en el comedor se extiende -junto con el verdor de la luz- hasta la cocina ubicada a la izquierda. Por doquier hay utensilios y ollas, como en cualquier otra cocina, excepto que estos muestran la huella de los años, del agotamiento que inexorablemente produce el uso. En esta misma cocina, con esos mismos utensilios, les transmitió su pasión a sus hijos. “Mis hijos saben hacer de todo: Se encargan de sus casas, cocinan, hacen conservas, hallacas, tortas”.
Al fuego de una de las hornillas se fríen en un sartén las sardinas para el desayuno. Apenas son las nueve de la mañana y ya está montando una olla de presión con pescado guisado para el almuerzo. El olor de los aliños abre el apetito. Ernestina, pendiente de las ollas, mete la mano y toma un pescado por una puntica no sumergida en el aceite y le da vuelta. Cero dolor, años de experiencia. Recién acaba de colar café en una olla sin mango, la cual toma con la mano desnuda para servirme una taza. Sus manos evidentemente curadas por la edad y las innegables quemaduras, son el utensilio que ponen lo más importante a lo que hacen: cariño.
Ernestina es una mujer menuda, de un metro sesenta de altura y tez blanca pero tostada por el sol de la costa y por la brasa del fogón. Lleva el cabello teñido de amarillo en trenzas que se hace desde el cuero cabelludo, lo cual contribuye con la higiene de la comida que prepara y a su vez le da frescura a su rostro. A pesar de tener más de sesenta años, aparenta muchos menos y las arrugas que separan los cachetes de la comisura de los labios son producto más de la mecánica de la risa que un tema de calendario. Sólo los anchos brazos y la espalda un poco encorvada son las huellas indelebles de una vida dedicada a la cocina.
No es oriunda de Choroní pero se crió allí. Llegó muy pequeña con sus padres de Maracay y tiempo después, cuando ellos regresaron a la ciudad, ella ya se había enamorado de quien ha sido el padre de sus hijos y con quien tiene un poco más de cincuenta años viviendo. La casa la heredó él de sus padres en 1963. Allí empezó a preparar arepas ese mismo año porque lo que ganaba su marido como pescador no les alcanzaba para vivir.
Para echar a andar el negocio, le consultó a su comadre Luisa, quien le ofreció a uno de sus hijos para que se encargara de las ventas. “Como lo vendía todo, le daba real a él y yo tenía para la casa”. Con los años, sus propios hijos la ayudaron con las ventas en la calle; nunca envió a sus hijas a vender.
“Vamos a montar las arepas”, dice. Y me invita a que pasemos al patio. Allí tiene un espacio cubierto por un pequeño techo de zinc donde tiene el fogón y el caldero de freír sobre un mesón de concreto. La leña encendida cruje al rojo vivo bajo la plancha negra de acero apoyada sobre cuatro bloques.
Aún cuando estamos al descubierto en el patio, todo es oscuro -casi negro- , incluso el perro que dormita a la entrada del lugar. Un pequeño espacio entre el techo y la pared de bloques grises sin frisar que colinda con el vecino, deja entrar un poco de luz y permite que escape el humo de la leña ya convertida en brasas. En un gran envase de plástico reposan el kilo y medio de harina de maíz blanco con la que preparará las arepas.
–¿Cuántas arepas harás con toda esa masa?
–Unas 30 quizás…
–¿Para todo el día?
–No. solo para el desayuno. Para mi marido, mis hijos y mis nietos que todavía viven en el pueblo y todos los que vengan. Ya no vendo para la calle, pero tengo muchos clientes. Ahora sufren y me dicen ‘tú eras la única que nos vendía barato’ –comenta mientras se ríe de ella misma- . Siempre hay gente en mi casa que viene por mis arepas. Para el mediodía hago otra cosa, tostones, tajadas…

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Primero pasa una hoja seca de mazorca empapada en aceite por la plancha caliente y luego agarra un puño de harina, hace una pequeña bola y empieza el juego del golpeteo de las palmas de las manos mientras la masa va tomando la redondeada forma característica. Repite la operación una y otra vez hasta llenar el budare con unas quince arepas. Espera a que se tuesten por ambos lados y luego las va apilando a un lado sobre el mismo budare.
Antes pilaba el maíz para hacer la harina con la ayuda de su esposo, pero después él se enfermó y no la pudo seguir ayudando. Como hombre de mar, trabajó mucho. Se iba en la noche y regresaba al amanecer hasta que se le desató la diabetes, la misma enfermedad de la que murió la madre de él, el abuelo y una tía. Además tuvo un accidente cerebro vascular que le inhabilitó una mano. “Quizás es una vida comiendo pescado lo que lo ha ayudado, pero no quiere hacer dieta porque él dice ‘si como me muero y si no como también’. Uno está aquí porqué Él (Dios) quiere”.
A medida que las arepas se van asando, las pone a un lado del budare, por debajo, para que se vayan tostando los bordes. Luego las pasa a una reja de metal amarrada a un listón de hierro, directamente a la brasa, bajo el budare, para terminar de cocinarlas. Las saca con un viejo trapo y empieza a rasparle las partes quemadas con una tapa de pote de leche en la que le ha abierto huecos con un punzón. Las golpetea al final -como se hace tradicionalmente- para reconocer que están asadas por dentro, pero parece que lo hace más por costumbre que por confirmar.
–Ya tengo años metida en este fogón, ya estoy cansada de esto. Estoy pensando en desbaratar todo, poner una habitación aquí para descansar cuando esté más viejita. Me encanta mi trabajo. Los domingos hago hervido de leña aquí en el patio. Cocino para los amigos que me visitan de todas partes. Mi cocina siempre está abierta para la gente, hasta para las personas que no conozco. Dios dijo ayuda a tu prójimo como te ayudas a ti mismo.

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