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I

Todo lo que viví me trajo hasta aquí, hasta este preciso momento. 

Son las 5:58 am del domingo 19 de marzo de 2023 y el cielo de Caracas está oscuro. El corazón me late acelerado en el pecho, preparo el reloj y miro hacia los lados. Estoy en algún punto entre el arco de salida y la entrada del Parque Los Caobos. Me agacho y amarro mis zapatos de forma nerviosa con un nudo de marinero, me aseguro de que no quede ni un cabo suelto, pienso que sin ese gesto compulsivo puedo tropezar y perder el ritmo. 

Conmigo, esperan más de 5.000 corredores en un embudo de asfalto. Somos cuerpos separados, pero de alguna forma pareciera que fuésemos parte de un mismo organismo vivo que respira.

Comienza la cuenta regresiva: cinco… cuatro… tres… dos… uno…

¡Paf! El pistoletazo de salida suena como un golpe seco, la gente aplaude, algunos gritan, la mayoría empieza a dar pasos cortos. Algunos corredores emergen desde el fondo y se esfuerzan por adelantarse. No asumo lo que va a suceder hasta que mi pie derecho cruza la verdadera frontera, la salida iluminada. 

 II

Recorrer Caracas es recorrer diez años de mi vida. Las primeras zancadas desde el arco hacia el pavimento son confusas, siento que corro en un mar indistinguible de gente en una ciudad llena de concreto. Pienso: El primer kilómetro es nacer de nuevo repetidas veces. Y ahí estoy, recordando otra vez, la tierna imagen de mis 17 años, cuando decidí mudarme sola a esta ciudad. 

Caracas parece ser la misma de antes, pero yo siento que ha cambiado, o mejor dicho, yo he cambiado con ella. He aprendido que las cosas se redimensionan a medida que uno va creciendo. Todas las cosas, la mayoría de las cosas, a excepción de la Avenida Bolívar. 

Para una chica que creció en un pueblo que tiene una sola avenida con casitas de colores en cada vereda, la Avenida Bolívar sigue siendo otro gesto de la Caracas magnánima. Antes de que mi reloj marque el primer kilómetro, volteo hacia la izquierda y subo la mirada hasta el par de gigantes de hormigón que alguna vez se erigieron como las torres más altas de América Latina. Las torres de Parque Central saludan imponentes, con esos vidrios azules que tratan de imitar el cielo limpio de diciembre. 

En este tramo, el asfalto se abre y empiezo a sentirme más libre entre el resto de los corredores, ahora hay más espacio para desplazarme, y la oscuridad va cediendo para dar paso a una luz tenue, pero no definitiva. Entramos a la urbanización El Silencio, con sus pasajes y su arquitectura detenida en los años cincuenta. 

Acelero un poco el paso y saludo a mis amigos heroicos que completarán su primer maratón. Grito con los pulmones: Vamos, vamos, confío en ustedes. Esta vez, en mi primera carrera oficial de 21 kilómetros, me puedo permitir ciertas licencias. Puedo gritar emocionada por otros, al menos mientras tenga aliento. 

Después del alarido, me pongo a pensar en la contradicción. Como todo lo bello y lo complejo, Caracas está llena de contradicciones. Siempre me pregunté por qué El Silencio se llamaba El Silencio, cuando normalmente, en una mañana de lunes, recoge todos los decibeles de la ciudad;  el tráfico voraz, el paso apurado de quienes van a sus oficinas, los colectores de las camioneticas, los vendedores ambulantes, todos, absolutamente todos, refutan el nombre y rompen El Silencio con cada día laboral. 

III

Cuando entro en la Avenida San Martín, la luz del alba se vuelve caliza. Empiezo a estabilizar mi ritmo y me concentro en ver a los primeros espectadores apostados en las aceras. Las consignas me llenan de energía, por momentos me emociono y corro mucho más rápido de lo normal. 

Para una ciudad que tiene como grito de guerra: “Caracas es Caracas y lo demás es monte y culebra”, uno daría por sentado que los caraqueños no son precisamente amables. Pero después de una década viviendo en este valle  puedo afirmar lo contrario. 

En ninguna otra capital de Sudamérica uno puede conversar con un desconocido incorporando descarnadamente el mi amor, mi vida, mi pana, hermano. Esa confianza tan tropical solo se logra acá y sale a relucir en ocasiones especiales; como un Maratón CAF. Oigo a lo lejos: ¡Vamos campeona! Y sigo corriendo con un subidón de autoestima.

IV

¿Cuántas vidas se pueden vivir mientras uno corre? Casi siempre siento que vivo muchas. Puedo pasar de la euforia a la calma, o de la ansiedad  al estado más puro de meditación mientras impulso mi cuerpo con cada zancada. Correr es un acto físico pero también espiritual. Al pasar por el Puente Los Leones veo salir el sol a la izquierda y agradezco con el corazón el estar aquí: en el lugar correcto, en el tiempo correcto. 

Unos kilómetros más adelante, en la Avenida Páez, me sorprendo ante mi propia comodidad. Disfruto el clima de  eterna primavera, la luz filtrada por los árboles de cada vereda. Este domingo, la temperatura es benevolente como casi todos los días en esta ciudad. 

No, definitivamente no. Ya no me veo volviendo a la humedad del oriente del país, ni a la tiranía del aire acondicionado, ni al sol que acaba con cualquier intento de salir al mediodía. 

Soy una malcriada de este clima bendito. 

V

Roca Tarpeya me pone a recitar mantras para no fatigarme en el intento: 

Un paso a la vez”,

 “Acorta la zancada”,

“Bracea, bracea, bracea”.  

Enfrentar una pendiente pronunciada requiere que uno repita cosas. Las pendientes se parecen mucho a esos momentos intrincados en los cuales uno debe apegarse a una consigna para sobrevivir. 

“Vas a sanar el corazón roto”,

“Te va a ir bien”,

“Todo se transforma”.

Recitando esos mantras conseguí salir de períodos dolorosos, subir las cuestas que de vez en cuando aparecen en la vida o en las carreras de largas distancias. 

VI

En los tramos de la Avenida Victoria y el Paseo Los Ilustres empiezo a sentir punzadas en la cadera, cada paso me golpea las uñas de los pies. El corazón  amenaza con desbocarse en una horda de palpitaciones aceleradas que estoy segura que poco a poco me quitaran el aliento y me forzaran a detenerme. 

Toda la secuencia empieza a pasarme por la cabeza y aparece el miedo. 

En este punto me pregunto: ¿Por qué sigues corriendo? 

Alzo mi muñeca derecha y leo la inscripción grabada en la pulsera que llevo puesta: “Nunca dudes”. 

Y dos palabras bastan para que me sobreponga. 

 VI

No entendía el furor con el Ávila hasta que lo tuve demasiado cerca. 

Cuestionar es mi mala o buena costumbre dependiendo del contexto. Cuando me mudé por primera vez a Caracas me di cuenta que casi un tercio de todas las calles y todos los negocios llevaban su nombre. Me parecía extraño que un cerro dictara la identidad de una ciudad, hasta que, insisto, lo tuve demasiado cerca. 

Primero fue la vista desde mi ventana, desde la autopista, desde la universidad. Después fueron las primeras subidas, la realización de que la montaña tiene su propio temperamento, que todo el caos queda atrás cuando uno se interna en sus propias profundidades. 

Poco a poco fui memorizando sus pliegues y sus picos. Tuve conversaciones trascendentales cada vez que lo subía y finalmente cuando hice cumbre en la cima del Pico Naiguatá vi el amanecer más hermoso de mi vida.

En el kilómetro 18, a la altura de Los Próceres, lo veo de cerca de nuevo. Estoy cansada pero el cerro mágico me infunde fuerzas para seguir. Después de todo, antes del asfalto, me enamoré de esta ciudad, andando por su montaña verde. 

VI

Pareciera que soy la misma de hace diez años, pero no, me he vuelto mujer recorriendo estas calles. Esta ciudad no me parió pero terminó de criarme. Solo me falta un kilómetro para terminar, siento como mi piel comienza a erizarse y una suerte de agujitas invisibles me rodean los brazos. Quiero parar para retomar el aliento, pienso en el último elevado que me toca enfrentar y el dolor se intensifica. 

Los afectos otra vez, los caraqueños otra vez, me gritan desde el punto de animación: ¡Vamos te falta poquito, no te rindas! 

En ese momento, pienso en los amigos que me han tomado del brazo en los tramos en los que he pensado parar, pienso en mi familia y su voluntad indetenible, pienso en la joven de 17 años que a pesar de las dudas y el miedo tuvo muy claro siempre que regresar al pueblo jamás sería una opción. 

Hoy, detenerme tampoco es una opción. 

Al acercarme a la meta en El Parque Los Caobos, siento que me mezclo en una gran fiesta. Ya nada duele, nada más queda.  Acelero con todas mis fuerzas y paso el arco de llegada, completo en esta ciudad, oficialmente, 21 kilómetros. 

Todo lo que viví me trajo hasta aquí, hasta este preciso momento. 

Gracias, Caracas. Gracias, Maratón CAF.