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Ataviada de una bata colorida, acompaña a niños y ancianos a superar sus momentos más duros. Los hace reír y les regala globos como terapia de alegría y sanación. Sinforosa es el alter ego de María Donaire. Esta es una historia en primera persona de cómo ser payasa de hospital le cambió la vida

Llegamos al Hospital Israel Ranuárez Balza —en San Juan de los Morros, estado Guárico— un domingo en la mañana. 

—Chamo déjanos entrar, venimos a traerle canciones y tratar de alegrar un poco a los niños.

Uso mi voz más dulce y mi cara más feliz. El portero tiene su cuota de poder en un hospital, deja entrar a quien quiere y cuando quiere.

—No tienen permiso, necesitan autorización– responde el portero.

¿Sabían que cada payaso de hospital tiene su nombre? El mío es Sinforosa. Mi vestimenta es colorida, una bata de médico con detalles primorosos.

Los payasos de hospital trabajamos en todas las áreas de un centro de salud. Desde neonatos, nefrología, dermatología, cardiología, traumatología, unidad de quemados, hasta oncología o cirugía. Nuestra terapia es la risa y el amor.

El objetivo siempre es el mismo: compartir con los niños hospitalizados y sus familiares.

Nace la payasa de hospital

Luego de tantos desencuentros entre porteros y payasos, me hice amiga de ellos y obtuve un permiso por escrito de la Dirección de Salud.  Ahora entro sin problemas con sólo llevar mi nariz roja. 

Ahora todos quieren fotografiarse conmigo.

Son tantas las referencias sanadoras de los payasos que en 2015 en Buenos Aires (Argentina), se aprobó una ley que obliga a contar con personas que lleven alegría a las unidades pediátricas de los hospitales.

Recuerdo claramente el momento en el que me sentí inspirada por esta labor: cuando vi la famosa película Patch Adams, en la que Robin Williams interpreta al doctor Hunter Doherty «Patch» Adams, el médico creador de la risoterapia.

Decidí ser payasa de hospital porque desde muy pequeña veía en mi abuela materna, Lucila, su capacidad de ayudar sin pedir nada a cambio. En mi adolescencia también aparecía mi prima, Lourdes Montenegro, en sus actividades voluntarias en una fundación. Pasaba horas viendo sus fotos, cada detalle de su trabajo.

Me preguntaba ¿qué se sentirá hacer reír a otras personas de esa manera? Me preguntaba si un payaso de hospital era igual que uno de fiesta. ¿Les daría miedo o vergüenza cantar y saltar delante de tanta gente?

Hasta que un día me atreví. Le dije a mi prima que quería ser parte de la fundación y traerla a Guárico, el estado donde nací, para hacer las actividades en los hospitales locales: llevar humor a los niños pacientes y sus seres queridos que los acompañan.

Me formé en el hospital JM de los Ríos, en Caracas, hace cinco años. Hice un taller con Doctores y Doctoras de la Piñata sobre qúe hacer y qué no hacer en una habitación de hospital. Para practicar llevaron niños y niñas que tenían cáncer. Aprendí a nunca preguntar: “hola, ¿cómo estás?”, porque obviamente están mal. Sólo hay que decir: “vamos a jugar, vamos a cantar”.

Hace cuatro años llevé Doctores y Doctoras de la Piñata para El Sombrero, el pueblo de Guárico que tiene nombre de accesorio de payaso y la comunidad inicial que me abrió sus brazos. Allí fue mi primera visita oficial. Una experiencia única. Sentí nervios, pero aquél debut fue un éxito.

A partir de entonces comencé a visitar no sólo hospitales, también comunidades humildes. En San Juan de los Morros, en una ocasión, trabajamos dos payasas con 90 niños. Entregamos juegos. Cantamos y bailamos. Compartimos también con sus padres. La respuesta es solo felicidad. Llevar alegría a quien en su día a día no la tiene es mi mayor estímulo.

“Muchas veces no encuentro explicación ante la condición de algunos. Le pregunto al mismísimo Dios por qué alguien tan inocente como un niño, siente que el mundo se le va en sangre, en forma de vómitos y debilidad. A esa edad solo deberías jugar”

yo

Una foto con Manuel

Un día decidí ir en mi cumpleaños para el hospital. Hacer una visita que para mí era la mejor manera de celebrar un año más. Durante mis cantos y juegos en la emergencia pediátrica, una doctora, Wendy Tovar, la jefa de Pediatría, me dijo:

—Puedes venir un momento conmigo que estoy con un niño— ese era Manuel.

Su mamá estaba junto a él. Le hacían una sesión de quimioterapia, él lloraba y yo logré distraerlo, hacerlo reír, darle su globo. Nos tomaron una foto. Ese fue mi regalo.

Luego de ese encuentro único, nació una amistad con la doctora Wendy. Ella me llamaba cuando Manuel estaba por un buen tiempo en el hospital, por sus recaídas, o para hacerse sus sesiones de terapia.

Manuel amaba los globos. Aprendió a remedar como yo los inflaba. Le gustaba mi nariz. Durante mis visitas, su mamá, una señora un poco mayor, me contaba sobre su vida. Siempre estaba sola con Manuel, con nueve años, síndrome de Down y leucemia. Eran de Calabozo, otro municipio de Guárico.

Me preguntaba muchas veces porqué a Manuel, tan pequeño, le tocaba pasar por eso. Por una prueba tan dura, e igualmente su madre. El vínculo se hizo cada vez más estrecho. Trataba de ir más seguido al hospital mientras Manuel estaba recluido. Cuando no, lo llamaba por teléfono. Me enviaba besos.

Recuerdo aquél día. Recibí una llamada de la doctora Wendy, María aquí está Manuel. Está de cumpleaños. Decidí ir de inmediato. Compré un globo y llevé un ponquecito. Le cantamos cumpleaños feliz. Su mamá en un momento dijo:

 —Nunca antes le habían cantado cumpleaños.

Sentí un nudo en la garganta, pero al mismo tiempo una sensación de tranquilidad. Luego de cada consulta médica, al salir del hospital los acompañaba hasta que agarraban el transporte. El autobús que los llevaba de vuelta a Calabozo.

Un día, al final de año, comencé a trabajar en Caracas. Dejé de visitar al hospital por varias semanas, Tan sólo pasó diciembre. En enero llamé a la doctora Wendy. La saludé con la cortesía obvia. Le pregunté cómo estaba Manuel, si sabía algo de él. Me dijo:

—Manuel falleció en diciembre.

Mi tristeza fue profunda. Llamé a su madre. Le di el pésame. Le dije cuánto los quería. Le agradecí, lloramos, nos despedimos.

Mi nariz es mi fortaleza

Mis visitas son cotidianas al Hospital Israel Ranuárez Balza, en la capital de Guárico. Epicentro de mi andanzas de payasa, mi escenario principal. La labor de sacar sonrisas a los pequeños con problemas de salud es vital. Esto creó un clima de amistad. Sembré el cariño de enfermeras y doctoras del hospital, quienes entienden el valor de mi terapia alternativa y hacen posible que pueda llegar cada vez a más niños.

Muchos sábados y domingos me ha tocado levantarme temprano y preparar mi maleta, no para ir a la playa o para salir de paseo con familiares y amigos. El destino es el hospital y mi equipaje resguarda mi nariz roja, mi bata colorida, mi cintillo y más.

Siempre llevo globos. El mejor regalo. Los globos son ese toque especial en cada visita-función. Son mágicos. Sin ellos no es lo mismo.

Soplo y soplo.  

Me emociona el hecho de inflar los globos, cada uno de colores distintos y armar una nube de mezcla multicolor.

Mi tarea favorita es colocarles una cinta a los globos y caminar con ellos por el hospital vestida de payasa. Saludar haciendo morisquetas y sonreír a quien me pase por el lado, hasta subir al piso 3, una de las áreas de pediatría, andar por las habitaciones y ver la alegría en los rostros de los niños mientras me miran emocionados.

“Como Sinforosa los hago felices haciéndolos sonreír y ellos a mí. Ese instante en el que uno da y recibe es lo que me llena”

yo

Al ponerme la nariz roja soy payasa. Mis ojos brillan cada vez que Sinforosa grita por esos pasillos: “hooooolaaaaa, vamos a jugar”. Los niños inquietos se asoman por las puertas de las habitaciones. Los residentes sonríen. En mi recorrido me aplauden. Atrás quedó la timidez. Se me infla el pecho, tanto que parezco otro globo.

Niños que momentos antes estaban unidos por miradas de tristeza, cansados de su salud precaria, olvidan su condición y sus gestos se transforman. Sus caras revelan alegría. Sus padres o familiares se alivian. Yo los abrazo a todos.

Reparto besos y sonrisas.

Como Sinforosa los hago felices haciéndolos sonreír y ellos a mí. Ese instante en el que uno da y recibe es lo que me llena.

Una visita puede durar dos y hasta tres horas… Me tomo todo el tiempo necesario, no tengo apuros. El calor no importa. Tampoco cantar sin parar. O poder respirar “bien” con la nariz o aguantar el dolor por la liga que tiene y así.

En cada visita dejo parte de mi amor a 40 o 50 niños. Dejo mis energías. Llego a casa cansada como si subiera y bajara el Ávila dos veces. Me doy un baño y me duermo de agotamiento.

Han sido tantos los niños y abuelos que he conocido en estos recorridos con nariz roja. No sólo en hospitales, también en geriátricos, donde he bailado, sonreído y aprendido de cada persona mayor con corazones que palpitan. He escuchado sus canciones, sus historias de amor y de vida, como la señora Lida, quien ya no está físicamente, pero seguiré queriendo.

Muchas veces no encuentro explicación ante la condición de algunos. Le pregunto al mismísimo Dios por qué alguien tan inocente como un niño, siente que el mundo se le va en sangre, en forma de vómitos y debilidad. A esa edad solo deberías jugar. Nunca sentir que te duele hasta el último cabello de tu cuerpo.

Daniel, Luis y Manuel me hicieron aprender del valor de la vida, de apreciar los buenos momentos.

Daniel, fue un niño tremendo, muy cariñoso. A Luis, lo vi sufrir, lo vi reír. Estuve allí con él y su madre, tenía sólo ocho años. El tiempo que estuve acompañándolo, aquellos días donde su estómago se hinchaba, observaba los sangrados y esa esperanza que nunca se agotaba. Esos días donde todos pedíamos que tuviese, en algún momento, su trasplante de médula.

Como payasa de hospital soy testigo de niños que sanan milagrosamente, pero también de niños que parten. Manuel, como todos los que se van, para mí son angelitos. 

«Niños que momentos antes estaban unidos por miradas de tristeza, cansados de su salud precaria, olvidan su condición y sus gestos se transforman. Sus caras revelan alegría. Sus padres o familiares se alivian. Yo los abrazo a todos”

yo

Hoy no veo con tristeza las partidas de los niños que conocí, porque me deja la alegría que yo, María Donaire (Sinforosa), estuve con ellos. Los hice felices mientras estaban. Los acompañé.

Gracias a Sinforosa ya no me quejo. Aprecio más los espacios donde estoy, sin importar lo poco, que a su vez puede ser mucho.

En una reciente visita con un grupo de estudiantes de medicina, estuve acompañada por Cariñito (otra de mis amigas payasas de hospital). Compartimos con niños con una variedad de diagnósticos y una en especial una pequeña a quien llamé “Peppa Pig”, como la comiquita de la cerdita. Le canté, hablé con ella y me contagié de su dulzura. Todo antes de saber que tenía dos meses en el hospital y le habían informado que tenía leucemia. Nos tomamos una foto divertida, se bajó hasta la mejilla su tapaboca y las dos quedamos retratadas con la lengua afuera.

Para Sinforosa la función debe continuar.                 

Este trabajo fue producto de la segunda cohorte del Diplomado Nuevas Narrativas Multimedia Historias que Laten, en alianza con el CIAP-UCAB y la Fundación Konrad Adenauer, en Caracas de mayo a julio de 2019.

Sobre el diplomado