La Escuela de Boxeo Ruza queda en Petare una de las barriadas más grandes de América Latina y la más poblada de Venezuela. En ella Jairo, el profe, no entrena jóvenes para que sean boxeadores profesionales, él enseña a luchar contra la pobreza, las drogas y la delincuencia. Entrena luchadores para la vida
Bailan de derecha a izquierda, saltan y se balancean. Son dos. Colgados en el retrovisor están los guantes de boxeo —en los que no entrarían ni las manos de un bebé recién nacido—, no dejan de moverse. Un policía acostado, un hueco, un frenazo, otro hueco y el carro salta.
Así Jairo Ruza se mueve por Petare, el conglomerado de barrios más grande de Venezuela -y uno de los más extensos en Latinoamérica- que puebla el este de Caracas (el último censo oficial, hace seis años, reveló que allí viven casi 400 mil personas). Jairo atraviesa desde Palo Verde, pasa la redoma y llega a la zona 7 de José Félix Ribas, uno de los 125 barrios de esta parroquia. Recorre veinte minutos, estaciona y al bajarse del carro alguien grita.
— ¡Profe!
Así lo conocen por la zona desde 2014, cuando construyó en la parte superior de su casa un gimnasio de boxeo para los jóvenes del barrio. Allí funciona ahora la Fundación Escuela de Boxeo Ruza. Jairo voltea y saluda a un joven moreno recostado de una pared frente a un puesto de cigarrillos, café y llamadas.
— ¿Y tú cuándo vas a subir a entrenar? —pregunta el profe en tono severo.
El adolescente sonríe incómodo para no responder, sigue con la mirada a Ruza, quien no espera ningún tipo de respuesta. Entonces el profe continúa caminando hacia lo que desde la calle parece un pequeño callejón.
Cruza el umbral y frente a él se elevan 79 escalones para llegar a su casa,unos cortos, otros largos, algunos altos o rotos. Y lo que parecía un callejón estrecho se amplía con cada paso que Jairo da.
Desde lo alto se escucha bajar una avalancha de energía, un grupo de jóvenes de diferentes edades va a trotar hasta Palo Verde. Jairo se dirige al mayor que es líder del grupo, un muchacho que aparenta unos 20 años, viste un suéter rojo, short negro y vendas amarillas en las manos.
—¿A esta hora es que van a correr ustedes? —cuestiona Jairo, otra vez severo.
—Comenzamos tarde, Pepe se tardó…
Cinco palabras que suelta al aire sin detenerse. Es el segundo grupo que baja este día y aún falta el del turno de la tarde. Están calentando, cuando regresen comenzarán con el verdadero entrenamiento.
La subida se vuelve más estrecha cuando faltan 36 escalones para llegar a casa de Jairo y 10 más para llegar al gimnasio. Pero ya se pueden ver ambas puertas abiertas. En esos escalones el profe vio una tarde a dos jóvenes jugar policías y ladrones. Los invitó a aprender a pelear, de la misma forma que había enseñado a sus tres hijos luego de asumir que como boxeador no tendría futuro. Sabía que los valores del deporte les forjaría carácter.
El frente de la casa de dos pisos es un gran ventanal por donde se cuela mucha luz. De su interior sale un aroma a tajada (plátano frito) que parece le quita el cansancio a quien entra en ella. Paredes rosadas, una docena de tablas de madera apoyada bajo una ventana, dos mesas azules para seis personas —una patas arriba sobre otra— y al lado 24 banquitos.
Pasa el comedor de paredes rosadas y entra la sala donde, entre muebles, están un refrigerador y un estante con trofeos. Las paredes son blancas y en ellas cuelgan medallas y fotografías de competencias.
Allí está Ana, piel morena y andar calmado…
—¿Y Anthony? —pregunta Jairo.
—No ha terminado, hoy comenzaron tarde.
—Yo me conseguí con el Bebe en la escaleras y me dijo. Pero ya los chamos tienen que comer.
Camina hacia la cocina. Saluda a dos mujeres, una sentada en una silla de madera junto a la nevera y la otra frente a una piscina de aceite hirviendo en el que nada una docena de tajadas de plátano.
Entra a un depósito y unos segundos después sale con un pote de medio kilo de mantequilla, que en sus manos parece un frasco de compota. También lleva unos cuantos granos de merey que ofrece mientras se pasea por la sala.
—¿Cuántos vinieron hoy? —pregunta mientras lanza un grano de merey entre su bigote y su labio inferior.
—No sé —responde Ana, quien después de más de veinte años de casada con Jairo, reconoce esa pregunta como la más importante de cada día y sabe que le preocupa su respuesta—. El turno de la mañana no vino completo por eso no habían arrancado.
Otro merei.
En las escaleras se comienzan a escuchar diferentes voces, risas, gritos. Jairo se acerca a la puerta y ve una parte de los más de 200 alumnos que se han subido al cuadrilátero de la escuela, desde que abrieron sus puertas el 15 de noviembre de 2014.
—¿Cuántos son? —pregunta Jairo al grupo de niños apostado en la puerta de su casa. Lo dice con el mismo tono de voz con el que se dirigió al joven antes de iniciar a subir las escaleras.
—¡Vamos a contar! ¡Vamos a contarnos! —grita uno de los más pequeños.
“Doce”. “Catorce”. “Dieciséis”. “Quince”. “Diecisiete”. Entre risas y empujones no logran ponerse de acuerdo. Y desde el interior de la casa resuena la voz de Jairo preguntando: “¿Y entonces?”.
Uno a uno van pasando. Diecisiete banquitos, diecisiete comensales, una oración colectiva y un almuerzo más. Un ritual que inició meses después de que Jairo abriera las puertas de su casa y luego de algunos desmayos en pleno ring por el knockout del hambre.
Jairo se para en la puerta de la sala y observa los doce platos amarillos y cuatro blancos distribuidos en dos mesas. Voltea hacia afuera de la casa y se encuentra a una niña espiando como los otros comen.
—¿Por qué no viniste a entrenar hoy?
La niña encoge los hombros y esconde la cara en el borde de la puerta. Jairo voltea hacia la cocina y dice…
—Son dieciocho. —Ve hacia la puerta y sigue— Siéntate y mañana vienes a entrenar temprano.
Este trabajo fue producto de la primera cohorte del Diplomado Nuevas Narrativas Multimedia Historias que Laten, en alianza con el CIAP-UCAB y la Fundación Konrad Adenauer, en Caracas de octubre a diciembre de 2018.