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El recuerdo es lejano. Un camarógrafo de Venevisión nos tropezó a mi abuela y a mí, apurado para poder llegar más cerca. Fue como una pequeña estampida de gente que de repente corrió hacía él para saludarlo, para oírlo, para felicitarlo, para halagarlo. La plaza El Cristo de Baruta es pequeña, y mucho más el preescolar “Nuestra Señora del Rosario” que está junto a la iglesia. Allí votó Hugo Chávez en 1998, cuando participó en su primera elección presidencial. Mientras la gente corría para verlo entrar, mi abuela me apretaba la mano fuerte y entre brincos y estar pendiente de no soltarme gritaba “¡Chávez, Chávez!”. Su corazón estaba agitado. Ella se había levantado muy temprano para votar por él en un liceo a unas diez cuadras de allí. Luego fue a la casa a comer algo y bajamos a verlo. En esa época, la plaza era anaranjada y tenía un pequeño Cristo en el medio que ya se estaba mimetizando con ese color. Recuerdo cómo Chávez trataba de ver y devolverle el saludo a todas las personas; ondeaba su mano y giraba la cabeza de un lado hacía el otro. Con la fuerza imbatible de mi abuela, esa fuerza de las mujeres del campo, logramos entrar al preescolar tras muchos pisotones y varios empujones. Una señora mayor con una niña de doce años, ¿por qué no la iban a dejar pasar?
Yo quería verlo. Mis amigos de la escuela pública siempre hablaban de él. “Mi papá va a votar por Chávez porque entiende a los pobres”, “él no es un presidente como los demás”, “mi mamá me dijo que antes le gustaba Irene, pero ahora es Chávez”. Ellos lo defendían. A mí no me dejaban ver mucha televisión así que no sabía tanto de él, pero sí presenciaba las acaloradas discusiones entre mis abuelos. Ella, maestra; él, mi abuelo, abogado y contador. Ambos de clase media alta –para ese entonces– pero siempre interesados por los demás, trabajando en escuelas de los barrios cercanos y ayudando a las familias de por allí. Mi abuela siempre decía que sabía donde vivía Chávez, pero nunca se atrevió a ir. Siempre fue un misterio y siempre lo será porque, luego de tantos empujones, cámaras de televisión, periodistas y guardaespaldas, al estar por fin frente a su comandante, mi abuela no le pudo decir ni una sola palabra.