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El Buick se detuvo a media calle y entró en el estacionamiento del edificio Lino, que queda justo enfrente del edificio Mary−ros, donde pasé toda mi infancia y adolescencia. Ese pequeño desajuste me hizo pensar que había esperanzas. Pero luego recordé todas las oscuras anécdotas que rodeaban al Lino, esas historias de malandraje y violencia que yo contemplaba desde el palco que ofrecía la terraza de mi antiguo hogar, y pensé que lo mejor era no esperar absolutamente nada.

Carmela y Roberto estaban tranquilos. Y más que tranquilos, me atrevería a decir, emocionados. Son de Mérida, llevan cinco años en Caracas y aún conservan una carga de inocencia.

El apartamento del Lobo queda en el piso seis. El Lobo no tiene dientes afilados, ni tiene orejas puntiagudas. Le dicen así porque es un fanático de la licantropía. La palabra la usó él, alguien que incurre en incorrecciones como fuéranos y estábanos. Esa mezcla de erudición y de calle me hizo sentir extrañamente orgulloso de ser caraqueño. Apenas supo que habíamos estudiado Letras, nos llevó a su cuarto, donde tiene desplegado todo su altar iconográfico dedicado a los hombres lobo.

Carmela y Roberto salieron, volvieron con unos tragos repuestos y volvieron a salir del cuarto. Pasé mucho rato conversando con el Lobo, mientras muchachos y muchachas entraban y salían. Cuando ya las comparaciones entre Michael J. Fox y Benicio del Toro se agotaron, nos incorporamos a la rumba. En la sala, un colchón recostado cubría una de las paredes. En una de las esquinas, una virgen enclavada en un altar de piedras con luces y cataratas artificiales, santificaba el desacato.

Todas las personas que había visto al entrar en el apartamento y las que vi pasar por el cuarto del Lobo, se dedicaban ahora a una actividad específica: frotar sus genitales en el cuerpo del otro. Todo, por supuesto, a ritmo de reguetón al máximo volumen. La ropa y el imperativo de seguir el ritmo de la música me parecieron los últimos farallones de una civilización que había que dar por perdida.

Germaine y el Gordo tenían arrinconada a una gorda de pelo oxigenado y bluyines que parecían de licra. Cuando terminó la canción, les pregunté por Carmela y Roberto. Me dijeron que estaban en la cocina, preparándose unos sánduches.

Al entrar a la cocina, me encontré a Carmela y a Roberto besándose.