Seleccionar página

Son raras las ocasiones en las que los periodistas y creadores comparten en estas vitrinas los entretelones de sus proyectos. Es aún más excepcional cuando cuentan en primera persona lo que sintieron en ese viaje creativo, sobre todo cuando la historia que trabajan remueve su historia personal. Eso le pasó a Daniela Dávila, cofundadora del estudio creativo LUDA, quien cuenta aquí, corazón en mano, cómo un video lírico se convirtió en una suerte de autoretrato de un capítulo de su vida. Un relato íntimo que narra la conexión detrás del especial interactivo Hijos Migrantes, el proyecto periodístico que realizamos en alianza Historias que laten, El Pitazo y La Liga Contra El Silencio, con apoyo del IPYS Latinoamérica. Gracias por tanto, Daniela. 

Era una tarde soleada. Luis y yo íbamos a reunirnos con Liza López y Jonathan Gutierrez, directora y editor en jefe de Historias que laten, para hablar sobre un proyecto periodístico que tenían semanas coordinando. Ya contaban con reporteros en distintos puntos entre Venezuela y Colombia.

Aún no entrábamos a la sala de reuniones. Liza y Jonathan compartían un café frente al portal de nuestra oficina mientras hablaban por el altavoz del teléfono.

“La clave de este proyecto es visibilizar a los niños como una población particularmente vulnerable en el contexto de la migración forzada que vive Venezuela”, se escuchaba. Era la voz de Ginna Morelo, editora de La liga contra el silencio.

Algo en mí se estremeció. Esa sensación de ser invisible resonaba conmigo, con mi infancia. No fui una niña pobre ni crecí en la calle, tampoco en un orfanato. Mis abuelos me criaron y me dieron todas las oportunidades con las que muchos niños soñarían: educación, comida, amor, juguetes.

Pero, quizá por mi naturaleza humana, nada de eso era suficiente. Crecí con la añoranza de algo más. Recuerdo, en algún momento de mi infancia, haber llorado mientras veía un comercial de algún producto de consumo de Procter & Gamble. Mostraban la típica familia feliz: papá, mamá, hija. Todos saltaban a la cama, se abrazaban y sonreían, sin razón aparente. Una escena típica de cualquier comercial. Yo solo podía abrazar mi almohada y llorar.

Mi abuela, acostada en la cama de al lado, se preocupó. Entre lágrimas, me acurruqué a su lado e intenté explicarle por qué lloraba. Ella descalificó mi justificación. “Ay, Dani… ¡Por Dios!”

No la juzgo. Debe ser difícil hacer todo lo que puedes por darle lo mejor de ti a un niño y encontrar que no es suficiente. Que, finalmente, la naturaleza llama. Que el cuerpo o la mente se dan cuenta de la realidad, por fuerte que suene: ¿Dónde está mi papá? ¿Por qué no me quiere? ¿Por qué no puedo vivir con mi mamá?

¿Reportar, estructurar, repetir?

Cuando Liza y Jonathan terminaron de conversar con Ginna, ingresamos en la sala. Luis encendió el televisor para iniciar una transmisión vía Google Meet con algunos reporteros. El plan era que ellos nos fueran sumergiendo en el contexto del contenido que podíamos esperar para este especial.

El acceso a internet y energía eléctrica en Venezuela es todo un reto. Si lográbamos que al menos uno de esos reporteros se conectara, sería un éxito. Y así fue, logramos establecer conexión con Rafael David Sulbarán, que cubría las historias de los migrantes establecidos o en tránsito por el río Arauca.

Una de las grandes diatribas del diseño periodístico es el dilema del huevo y la gallina: ¿Qué viene primero, el diseño o la redacción? Más aún, cuando el contenido se presenta en un especial interactivo o multimedia a través de plataformas digitales, es válido hacerse esta pregunta.

Cuando se diseña un especial periodístico para una edición en papel, tienes limitaciones de funcionalidad. Esas limitaciones son buenas porque permiten al diseñador concentrarse solamente en la diagramación del contenido y la estética que lo unificará.

En cambio, en digital debemos pensar también en la arquitectura de ese contenido, las funcionalidades que le darán vida, el nivel de interacción que permitirá a su audiencia y la usabilidad derivada de todo lo anterior. Comparándolo con el papel, esto es prácticamente equivalente a inventar la revista en lugar de diseñar el contenido dentro de ella.

Para este especial, titulado El rastro de los hijos migrantes, la forma en que decidimos atender esta diatriba fue la iteración. Íbamos estructurando los contenidos en la medida en que los reporteros iban dando forma a cada crónica y, una vez que ese contenido cambiaba o se complejizaba, ajustábamos la estructura.

Este es un proceso repetitivo y agotador: es como diseñar y desarrollar veinte especiales en lugar de uno solo. Para una próxima oportunidad, recomendaría iniciar el proceso de diseño y desarrollo cuando el contenido esté un poco más avanzado. Al menos, las crónicas o textos largos deben estar terminados. Luego podrían llevarse a cabo procesos colaborativos para diseñar de manera ágil otras piezas que sean más interactivas o con más funcionalidades.

El tono también es diseño

Rafael nos dio un recorrido entrecortado por el río Arauca. Todavía estaba terminando de procesar lo que había visto. Iba soltando piezas del rompecabezas: las familias que había conocido en su recorrido, un niño que captó su atención por su avidez, una joven embarazada.

Liza y Jonathan hicieron algunas preguntas sobre si estas personas tenían documentos o no, a qué se dedicaban y otras especificaciones.

Yo no podía parar de pensar en los niños. En lo pequeños que se sentirían y en cómo la vida los estaba convirtiendo, tan rápidamente, en adultos. Y nosotros ahí, sentados en ese salón hablando temas de adultos, adultizando aún más la situación. Estas historias eran una muestra de que los adultos somos quienes generamos los problemas de este mundo.

“¿Y si redactamos las historias desde las voces de los niños?”, solté. Lo deseé tanto que casi podía leer el texto en primera persona, sin siquiera saber de qué iba.

Rafael tragó grueso. No se negó, pero sí nos advirtió que sería todo un reto. Los niños hablan poco, los adultos mucho más.

Finalmente, esa idea quedó en el tintero. Pero mis ganas de que la voz de los niños se escuchara, se convirtió en una misión. Aún no sabía cómo sería posible, pero debíamos lograrlo.

Hace falta un “no sé qué”

Pasaron unos meses. Los reporteros fueron escribiendo los textos, Jonathan terminó de recopilar los datos para algunas visualizaciones. Los frutos de la coordinación de Liza iban saliendo a la luz y tomando forma.

Y, con el primer caso anunciado de COVID-19 en Venezuela, comenzó la cuarentena. Nuestro equipo creativo, repartido en distintos puntos de la ciudad ahora que no podíamos ir a la oficina, tenía serios problemas de acceso a internet, computadoras actualizadas e incluso electricidad.

Los pocos momentos en que conseguían reunir las herramientas, se conectaban y hacían algún aporte al proyecto. Pero esta metodología de trabajo se complicó aún más cuando llegó la pieza estrella del especial.

Ginna había insistido por mucho tiempo: “Deberíamos hacer algo diferente para apoyar este especial, para transmitir sus emociones. Algo innovador, como un performance o una canción”. Al principio, y debo ser muy honesta, me parecía una idea ridícula. Quizá porque no me estaba imaginando lo mismo que Ginna. Ese siempre es el problema con las ideas: si no tienes un prototipo, las otras personas se pueden imaginar cualquier cosa.

Pero el prototipo llegó. Y no se trataba de una rapsodia mal recitada con una guitarrita de fondo. Era verdaderamente una canción, compuesta y producida por Anakena, un grupo al que ya había visto en concierto y cuyas canciones me acompañaban en el carro. Y, no conforme con eso, ¡la letra estaba escrita en primera persona! Los niños, finalmente, sí iban a hablar.

Me emocioné tanto que en seguida supe qué debíamos hacer con esa canción.

¿Qué hacemos con esta canción?

Todo era emoción y estrés. La fecha de entrega se acercaba, Ginna y Liza me preguntaban qué hacer con la canción, el equipo creativo de LUDA tenía cada vez menos internet, la comunicación se hacía cada vez más entrecortada y yo, que cuando me emociono puedo ser muy impaciente, ya tenía la primera animación. Me tomó apenas un par de horas.

Era una niña agachada con un barquito de papel en su mano. Lo impulsaba sobre un charco y se quedaba mirándolo hasta que llegaba al otro extremo.

Ese estado de ensoñación yo lo viví. Podía pasar horas mirando por el balcón de mi casa, soñando con que mi mamá venía para quedarse. Mi mamá vive en Caracas desde que tengo recuerdos. Aquí tuvo las oportunidades que no tenía en Barquisimeto, la ciudad donde crecí. Pudo especializarse, trabajar, crecer profesionalmente. Y, aunque recuerdo que me visitaba cada dos semanas o un mes, también recuerdo el vacío que sentía al despertarme el lunes y saber que ya se había ido en “el madrugador”, el primer vuelo de la mañana.

Los niños tienen una noción del tiempo diferente a la de los adultos: menos racional. Para un niño las palabras “pronto”, “la semana que viene” o “en un mes”, no significan nada o, peor, significan “nunca”.

Cuando uno es pequeño, vive el presente con fervor. Si uno quiere a su mamá en un momento determinado y ella no está, uno se siente abandonado. Y cuando mamá vuelve, el niño no piensa en que ella se irá dentro de dos días. Vive esos dos días con su mamá como si fueran la vida entera.

Esos fines de semana eran mi vida. La vida que yo quería. Recuerdo sentarme en el regazo de mi mamá y sentir sus manos entrelazadas con las mías. Recuerdo cómo movía sus piernas enérgicamente hacia arriba y hacia abajo como si yo estuviera montada en un caballito. Recuerdo la canción que me cantaba: “A tuna que tuna tuna, a tuna que tuna tuna”.

Por eso, la historia de cada uno de esos niños me destrozaba. La crónica titulada El limbo de una familia rota me hace llorar cada vez que la leo. Si yo me sentía así, aún cuando podía ver a mi mamá cada cierto tiempo, ¿cómo se sentirán Leo, Coquito, Leidi y Yulismar luego de meses sin ver a su mamá ni a su papá? Sin abrazarlos, sin olerlos, sin escuchar su voz.

Esta canción era la mejor excusa que podía haber encontrado para hacerles justicia, para retratarlos. Y para retratar a Dani, para sanarme a mí misma, para dejar de ignorar mi niña interior. Esa era la solución: un lyric video en el que cualquier niño que hubiera vivido algo similar pudiera verse retratado.

Esta fue la versión final del video

No edites a mi niño interior

El storyboard lo boceteé en menos de una hora. No podía dejar de escuchar la canción y cada vez se me salían una lágrima o dos. El video presentaba tantas escenas de ensoñación: un niño jugando pelota con su papá, una niña bailando bajo la lluvia con su mamá, un niño imaginando que va dentro del autobús de juguete con el que está jugando, con el deseo de reunirse con sus papás…

Un solo día me bastó para buscar vectores que pudiera utilizar para reducir el tiempo de ilustración, ilustrar aquellas escenas más específicas y animar todo al ritmo de la canción.

Salvador Dalí siempre ha sido un referente importante para mi trabajo creativo. Para este proyecto en particular, el cortometraje que cocreó con Walt Disney, Destino, fue una gran inspiración

Luis fue revisando el video frame por frame, con su ojo clínico altamente experimentado en el terreno audiovisual. Siempre es importante que alguien edite tu trabajo, principalmente cuando estás tan involucrado emocionalmente. Tu cerebro ha estado tan enfocado en visualizar el resultado que quieres, que a veces cuesta enterarse de lo que realmente se ve.

Su respuesta fue muy buena, viéndolo en retrospectiva. Me hizo un par de comentarios, eso sí. Y yo estaba tan involucrada que me molesté con él y discutimos un rato. Pero valió la pena: finalmente entendí sus razones, pude sacarle más provecho a elementos como el balón que aparecía en medio del bosque (fue su idea que al principio fuera la luna) y eliminar algunas escenas que eran personalmente muy importantes para mí, pero que le restarían protagonismo a las fotografías, que requerían especial atención por tratarse de un especial periodístico.

La ventaja injusta

El video ya estaba en YouTube, en modo privado, esperando la hora acordada por la alianza para lanzarlo al público. Le dimos play desde la plataforma, para corroborar que se hubiera subido bien. Lo observamos en silencio, casi inmóviles, como si fuera la primera vez que veíamos el video.

Comencé a leer los comentarios que nos reenviaba Liza de parte de todo el equipo: reporteros, coordinadores, músicos. Eran comentarios de pocas palabras. Nadie sabía qué esperar. No había habido tiempo para previsualizaciones, muestras, primeras entregas… Diseñamos, animamos y editamos el video en tres días.

A Luis le salían lágrimas de los ojos. En esos tres días habíamos dormido apenas unas pocas horas. Era un milagro ver el video listo, luego verlo dentro del especial en contexto con el resto de los contenidos, luego leer los comentarios. Todas las piezas encajaban y era casi un momento divino, generado por una ventaja injusta.

Cada día consumo historias a través de dispositivos electrónicos, soy usuario. Durante parte de mi vida he trabajado en varias redacciones periodísticas como redactora y como diseñadora, he sido el cliente. Me identifico con el sentimiento de los protagonistas de estas historias, he sido el entrevistado. Y también soy la proveedora. La ventaja injusta es que me importa.

El texto original fue publicado por Daniela Dávila en medium.com  https://medium.com/@IdeasdeDaniela/