Fotografías: Miguel A. Hurtado
Una miliciana, calculo que de unos 57 años, está parada en la hilera de torniquetes de acceso en la estación La Hoyada del Metro de Caracas, mientras observa cómo los usuarios se aglomeran frente a las máquinas para pasar hacia los andenes y abordar un tren. Cuando el reloj digital marca la 1:34 de la tarde, ella luce agotada y acalorada. Su nueva labor, que expresamente no está dentro de sus funciones, le exige de más: la funcionaria vigila y controla que por los torniquetes pasen solo las personas que hayan comprado un boleto para viajar.
La miliciana trata de alzar su voz como puede para decir a los usuarios que por uno de los dos torniquetes habilitados solo ingresan los adultos mayores. Lo repite con insistencia. Ella está sola, sin un compañero de guardia que la ayude a mantener el control de las personas que intentan formar una fila que termina disolviéndose porque la multitud trata de colearse para pasar por el torniquete. En medio del desorden, la funcionaria se mueve de un lado a otro, voltea su mirada de izquierda a derecha y le llama la atención a un joven que entra por el torniquete que tiene acceso libre para quienes tienen más de 65 años.
—¡Por ahí entran las personas de la tercera edad, por favor!— repite.
Los dos torniquetes habilitados están libres. Cada vez que la miliciana descuida uno, por el otro pasa una persona sin inconvenientes, sin presentar el boleto. El boleto que ese viajero tenía tiempo sin comprar porque el Metro de Caracas mantuvo suspendida la venta de ticket por al menos ocho meses. Desde ese momento, montarse en el tren no representaba algún gasto para el usuario, por más mínimo que fuera. Hace un mes, se reestableció la venta, pero para adquirir un boleto hay que invertir hasta una hora de tiempo en hacer cola.
La miliciana se molesta más. Los usuarios no le prestan atención y trata de gritar a un trabajador de la caseta del operador para que la ayude. Nadie la oye. Su desesperación por mantener el orden no le permite siquiera romper los boletos amarillos y azules, cuyos pedazos deposita en una caja y, a veces, en medio del estrés, los lanza al suelo. Cinco usuarios más pasaron por el torniquete preferencial y salieron corriendo porque el tren que iba en dirección hacia Palo Verde había llegado. Los reclamos de la miliciana, que pretendían evocar el símbolo de civismo que caracterizó al Metro de Caracas, resultaron inútiles.
—¡Coño, vale! Eso es lo único que les gusta a ustedes, la manguangua, viajar de a gratis.