¿Qué harías si te dicen que sólo tienes media hora de vida? A esa encrucijada tan tajante tuvo que enfrentarse Juan Morocoima hace diez años. Él hizo lo que consideraba correcto: luchar para mantenerse con vida y hacer que esta nueva década bien valga la pena.
La cronista Nadeska Noriega cuenta esta historia sorprendente e inspiradora
—Deben estar preparados, a este hombre le queda media hora de vida –sentenció el médico Juan Carlos Valero al salir del quirófano en el Hospital Dr. Miguel Pérez Carreño en Caracas.
Los familiares de Juan Morocoima lo esperaban expectantes. Sabían de la gravedad de la intervención. Sabían de los riesgos que enfrentaban. Pero no esperaban una afirmación tan negativa y determinante.
—Deben estar preparados –repetía el galeno, que se acababa de enfrentar a uno de sus casos más complejos. Era julio del año 2011.
—Usted dice que le queda media hora, pero eso solo Dios lo sabe –respondió una voz del grupo familiar. El médico no lo rebatió. Quizás porque solo un milagro podía salvar a su paciente.
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Las fuertes jaquecas hacían que Juan Ramón Morocoima Cler detuviera su trabajo. En ocasiones sentía que el dolor nublaba su visión. Un zumbido ensordecedor lo sacaba de su rutina. Sus compañeros en la oficina de Desarrollo Urbano en la Alcaldía del Municipio Vargas, en el litoral central venezolano, de donde es oriundo, le decían que fuera al médico, pero Juancho, como le llaman cariñosamente, lo tomaba todo en son de broma.
Orgulloso de sus raíces orientales y de ese apellido de ancestros indígenas de la etnia Chaimas, Juan Morocoima se sentía a plenitud.
El hombre alto y aventurero, fanático del beisbol y del equipo Tiburones de La Guaira, esposo y padre de dos hijas, militante político del partido Acción Democrática, dirigente social de su barrio en Catia La Mar, con una carrera en la administración pública como inspector en el area de control y desarrollo urbano, curioso empedernido y que se ufanaba de estar sobrado y siempre tener la razón, no deseaba detenerse, por un malestar que seguramente, pronto pasaría.
Él, que era el alma de la fiesta, el de la sonrisa fácil, el del baile, el que hacía deporte, el de la organización de cualquier celebración familiar o laboral, no se iba a detener por un simple mareo. Por una simple jaqueca.
Juancho tenía 47 años y un excelente historial médico. Pero a principios de ese 2011, el malestar fue en aumento. Pasó de un especialista a otro. No daban con un diagnóstico certero. Juancho era un hombre sano, afectado por episodios de malestar generalizado que parecían no tener explicación.
Una prima que estudiaba su postgrado en la especialidad de Otorrinolaringología, en el Hospital Clínico Universitario de Caracas, le sugirió realizarse una resonancia magnética que le permitiera indagar las causas de su malestar.
Fue ella la encargada de darle el diagnóstico.
—Tienes un tumor cerebral. Es grave. Hay que operarte de inmediato. Una operación a todo riesgo. Puedes morir en la intervención. Pero si no te operas, ya estás muerto.
Los malestares tenían un causante: la masa encontrada era un tumor denominado neurinoma del acústico, que creció en la base izquierda del cerebro, en el llamado ángulo ponto-cerebeloso. No era maligno, pero peligroso. Su tamaño y ubicación comprometía al sistema nervioso y a cada una de sus funciones vitales.
La seguridad de lo cotidiano se desmoronó ante la sensación de no poder hacer nada. Días de oscuridad y llanto siguieron al anuncio. Los zumbidos se hicieron más frecuentes. Le recordaban su condición y el hecho de no tener recursos económicos para enfrentar una intervención médica tan delicada en un centro privado. No tenía médicos de confianza o una hoja de ruta.
El hombre de carácter difícil, que animaba a otros, no conseguía palabras para sí mismo. Tras el impacto inicial, convino buscar ayuda. Empezaría de cero. Consiguió un neurocirujano que lo tratara en el hospital más importante de La Guaira, el Dr. José María Vargas, adscrito al Instituto Venezolano del Seguro Social.
Con exámenes en mano Juan llegó a donde los médicos. Recuerda sus apellidos: Contreras y Martínez. Los especialistas lo veían con asombro.
—Señor Juan, a usted Dios lo ama, porque una persona con un tumor de menor tamaño que este suyo, ya no hace nada de lo que usted está haciendo. A usted hay que operarlo ya —le dijo el especialista.
También le advirtió, que por lo delicado de su caso, era mejor buscar una cama en un centro especializado, que contara con terapia intensiva. Los médicos contactaron a sus colegas en el hospital Dr. Miguel Pérez Carreño en Caracas. Su caso era digno de estudio. Lo operarían, pero siempre haciendo la salvedad, que lo más probable, era que no lograra salir con vida del quirófano.
En casa de Juan el debate entre su esposa, hijas, hermanos y madre, era si valía la pena o no, correr el riesgo. Si la operación era tan peligrosa perderían la oportunidad de compartir con Juancho el tiempo que le quedaba de vida. Fuera mucho o poco. Pero Juan tenía la última palabra. Así que decidió luchar.
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Tras aquella operación, en 2011, Juan Morocoima perdió todas sus facultades. No podía hablar, caminar o tragar. Ninguno de sus músculos respondía a las órdenes que enviaba su cerebro. Su rostro parecía derretido a causa de la inexpresión. Pasó a depender de forma absoluta de otros.
Tras la sentencia de que su vida se extinguiría en treinta minutos, permaneció treinta días en terapia intensiva. El tumor era tan grande que solo pudo ser extirpado parcialmente y requeriría otra intervención. El segundo ingreso a quirófano sucedió dos meses después. De allí prosiguieron treinta sesiones de radioterapia en el Clínico Universitario de Caracas.
—El regreso a casa fue devastador. Todos volvían a su vida, menos yo. Llegué a pensar que había sido un error operarme. Que igual había muerto, al estar así postrado en una cama. Lo más doloroso fue darme cuenta que para algunos de mis familiares, yo era un estorbo.
Su matrimonio se disolvió y su cuido quedó a cargo de su madre y hermanos. No sabe a ciencia cierta si fueron las sopas de pata de pollo, que de forma empecinada le obligaba a tomar su cuñada, o si fueron las visitas sorpresivas de quien menos esperaba, o el compromiso de su sobrino que se convirtió en su soporte, o de la terquedad con la que intentaba hacer los ejercicios, que poco a poco, recuperó el don del habla.
—Yo sentía que me arropaba una fuerza sobrehumana. Yo tenía que reponerme. El médico me había dado media hora de vida y yo tenía que aprovechar todo ese tiempo extra que Dios me estaba regalando.
A la fuerza de voluntad, Juan le suma el apoyo de una red de contención integrada por incontables amigos.
Ante cada obstáculo un ángel terrenal aparecía. Desde la vecina con la que había peleado. La jefa con la que tenía absoluta divergencia política. La dirigente sindical a la que había adversado en contiendas electorales. El dirigente político al que nunca había apoyado. La humanidad los volvió sus aliados.
Poder expresarse no era suficiente y comenzó el proceso de rehabilitar sus músculos poco obedientes. Llegó a la sala de rehabilitación del Hospital Martín Vegas en Catia La Mar, prácticamente a rastras.
Los fisioterapeutas Farelys Cabrera y Carlos Martínez se convirtieron en sus tutores. Imponían ejercicios y reían de las ocurrencias del paciente. 18 meses después, Juancho comenzó a caminar. Lo había logrado.
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Juan Morocoima celebró el pasado 7 de marzo de 2021, su cumpleaños número 57. Su rostro aún evidencia el padecimiento y la rehabilitación aún no termina. Ahora quiere recuperar nuevamente su sonrisa. Esa media hora que Dios le dio, aunado a los médicos, los cuidos de amigos y familiares y sobre todo su templanza, hace que celebre cualquier pequeño detalle.
Hoy saborea cada bocado. Aprecia el saludo. Es un asiduo usuario de redes sociales, donde opina del país y la realidad que enfrenta. El deporte y el análisis político, se mantienen entre sus temas favoritos. Visita la playa y de vez en cuando, organiza un juego de dominó con sus ex compañeros de trabajo, mientras la pandemia lo permite.
Ya no hay zumbidos que retumben, sino las voces de sus seis nietas las que se almacenan en su mente.
Ha retomado una rutina, que incluye ir al gimnasio y aunque ya no tenga más citas, ir al servicio de rehabilitación, para ser un ejemplo a los que dan todo por perdido. Para los que tienen miedo de arriesgarse. Reconoce que no ha sido fácil. En ocasiones reniega de su destino, para luego agradecer que su suerte ha sido mucho mejor que la de otros.
—Yo estoy viviendo la media hora más larga del mundo –dice Juancho en tono de sorna.
No olvida esta década tumultuosa en que se ha enfrentado al complejo claroscuro. Es evidente que hay episodios que no anhela. Pero mientras tenga vida, se aferra a la luz, esa que está seguro no disfrutaría si no se hubiese arriesgado a tomar la única oportunidad que le ofrecían.
—Deben estar preparados, a este hombre le queda media hora de vida –dijo el médico y Juan Morocoima se dispone para seguir multiplicando esos 30 minutos.