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—Yo no sirvo para esto —dice.

Suena un disparo. Y luego otro. Y otro más. Su cara mantiene una expresión seria: ceño fruncido y labios rectos. «El Chino» —como es conocido— es moreno, delgado, de corta estatura y de hablar pausado, casi tímido. Generalmente le corresponde estar detrás de su instrumento de trabajo, su arma, pero ahora le toca lo contrario. Incómodo, permanece inmóvil bajo una luz amarilla en el centro de su oficina. Y se deja fotografiar.

Las ráfagas no son lo suyo. «El Chino» —quien suma 20 años como fotógrafo del periódico El Universal— prefiere trabajar toma por toma, cuadro por cuadro. Acumular cientos de fotos sobre un mismo hecho es algo que no le gusta. Oswer Díaz Mireles —su nombre de pila— prefiere evitar la indecisión por exceso de imágenes y opta por componer antes de presionar el botón de su Canon.

Le dicen «El Chino», pero realmente es de ascendencia indígena. El cuarto de ocho hermanos nació el 30 de septiembre de 1952 en la casa número 27 de la avenida Guzmán Blanco de Ciudad Bolívar, estado Bolívar. Su apariencia y su apodo los debe a los genes de su madre, Vicenta Mireles, segunda generación de la etnia Kariña del Alto Orinoco. Le dicen «El Chino», pero le gusta la cultura japonesa, tanto que sus hijos se llaman Akiko y Oswer Akira.

En internet no hay nada escrito sobre su vida o sobre su trabajo. Al introducir su nombre en un buscador, se consiguen algunas de sus instantáneas como fotorreportero, pero fotos en las que él aparezca se cuentan con los dedos de las manos. En la web, «El Chino» es un fotógrafo fantasma. Salvo en el mundo del periodismo caraqueño, la situación es igual en las aceras. Todo aquel que haya comprado ejemplares del diario desde 1998 hasta la fecha ha debido haber visto su trabajo, pero en la calle, aún en 2018, pasa inadvertido.

Cuando alguien quiere entrevistarlo recomienda a alguno de sus colegas del Departamento de Fotografía del diario —como Vicenzo Correale, 13 veces ganador del Premio Nacional de Periodismo, o Jorge Santos, el actual editor— alegando que tienen más experiencia y más anécdotas tanto periodísticas como personales para contar. Pero al conversar recuerda su época de vendedor del periódico El Bolivarense —con solo 8 años de edad—; como vendedor de lotería y limpiabotas cuando estudiaba primaria; como el que actualmente «pasa el dato» tras el boom del juego de Los Animalitos; como guitarrista, pianista, percusionista, barítono; como amante de la literatura, padre, esposo y un apasionado por el arte.

Su historia no es triste. Tampoco dramática o excesivamente divertida. Sus fotos no captan «el momento decisivo» de algún evento y no se han hecho virales. Pero sí han congelado rostros en el tiempo, sucesos en el tiempo. «Es un buen retratista, excelente», dice su compañero Jorge Santos. Oswer ha retratado caras del mundo del arte, de la política, del espectáculo, del periodismo, de la literatura, de la muerte y anónimos de calle. Y aunque acumula más de treinta años como fotoperiodista tras pasar por Economía Hoy, Revista Viernes, Reporte Económico, El Siglo y El Carabobeño, no es más conocido que algunos jóvenes fotógrafos que recién comienzan sus carreras.

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—Aquí hay fotos hasta decir basta.

Cuando un veinteañero Oswer Díaz Mireles vio todo el proceso que implicaba revelar una fotografía, comenzó a creer que la magia existía. Observar cómo una realidad se transformaba en una imagen negativa y cómo, luego de procesarla, aparecía en el papel en positivo lo deslumbró, fascinó y absorbió. Y entonces —afirma— lo supo: eso era a lo que quería dedicarse; quería convertirse en un mago que congelara momentos para que sobrevivieran en el tiempo.

Fascinado por el mundo del revelado, trabajó como asistente en el laboratorio fotográfico del Instituto Nacional de Obras Sanitarias (INOS), junto a Giorgio Lombardi, «su padre putativo» fotoperiodista de El Nacional. «Todo fotógrafo en esa época debía pasar por el laboratorio para comprender más el trabajo y lo que era la imagen», recuerda.

Equipado con su cámara y su carnet de prensa, ha tenido acceso a palacios de gobierno, a casas de famosos, a innumerables exposiciones de arte y ruedas de prensa. Su casillero en el estudio del sótano de la torre de El Universal, ubicada en la avenida Urdaneta de Caracas, está lleno de negativos, fotografías y periódicos. Fotos de un joven Hugo Chávez en el dugout  de los Leones del Caracas, de un Teodoro Petkoff, de un Rafael Caldera al lado de Alberto Fujimori, de un Cheo Feliciano en una rueda de prensa, un Franklin Virgüez joven y una Sofía Ímber en conferencia, además de transeúntes, integran su trabajo.

Franklin Virguez

Juan Liscano, Gabriel García Márquez, Margot Benacerraf, David Bisbal, Carlos Cruz Diez, Eduardo Sánchez Rugeles, Celia Cruz, Jesús Soto, Simón Díaz y Oscar D’León también han sido capturados por su lente.

Simon Diaz

«No me interesa la fotografía sino la vida», dijo en alguna oportunidad Henri Cartier-Bresson, fotorreportero fundador de la agencia Magnum y el principal referente de Díaz Mireles. Pero en los últimos tres años le ha tocado hacer otro tipo de retrato, uno que en lugar de la vida involucra la muerte: el de Sucesos. Ir a la Morgue de Bello Monte, en Caracas, es parte de su trabajo, al igual que fotografiar cadáveres hallados en la vía pública.

Cámara en mano, «El Chino» se atrinchera en la acera del otro lado de la calle frente al Servicio Nacional de Medicina y Ciencias Forenses (Senamecf) de Bello Monte. Sigiloso, casi invisible, dispara su cámara sin que los retratados se den cuenta. ¿El resultado? Personas abrazadas, ojos tristes y lágrimas quedan grabados en la memoria del equipo, rumbo a ocupar un espacio en el periódico. Inmortalizar el dolor de un familiar al retirar el cuerpo de su ser querido es algo que considera un tema delicado.

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—Todo es fotografiable. Absolutamente todo.

Fotos artísticas de desnudos adornan las paredes de la sala de su apartamento en el piso 10 de un edificio caraqueño. Senos, espaldas y torsos —cual pinturas— guindan verticales detrás de los muebles. Colecciones de fotos impresas están guardadas en su biblioteca, en cajas, en sobres y en catálogos.

—Aquí hay de todo —señala con una sonrisa.

«Eso sí te tiene mi esposito, que toma fotos bellas», expresa Alejandra Molina, su esposa desde hace treinta años y quien lo ayudó, mediante un préstamo, a comprarse su primer equipo fotográfico.

Oswer y su esposa Alejandra_foto mariana souquett

«El Chino» revisa, se agacha, elige. Saca algunas cajas y de ellas, cientos de fotos. No tiene una foto favorita, pero lo que sí tiene es buena memoria. «Esa es una boxeadora», «ese es un artista plástico», «esa es una periodista famosísima», «ese fue un peñasco que vino del Ávila, aplastó una casa y siguió su camino», «ese es Úslar Pietri», «esa es Tania Sarabia, divertidísima», «esa foto fue en su casa, una casa grande». Cada foto tiene una historia, y él la recuerda.

Cheo Feliciano

—Aquí están las del deslave de Vargas —dice mientras saca un fajo de un sobre.

Decenas de imágenes de destrucción aparecen una tras otra. «El deslave de Vargas fue lo que más me marcó», expresa. Ver las fotos de uno de los desastres naturales más impactantes en la Venezuela moderna —afirma— le hace rememorar toda la carga emocional que conllevó esa cobertura. «Nos llevaron a Los Corales, uno de los espacios más golpeados, más destruidos. Cuando en el helicóptero comenzamos a dar vueltas sobre ese espacio, yo no aguanté y me puse a llorar», recuerda. «Casi no podía tomar fotos».

deslave de vargas 1

deslave de vargas 2

El 4 de febrero de 1992, cuando trabajaba en Economía Hoy, salió a cubrir el golpe de Estado contra Carlos Andrés Pérez en un carro con Jesús Castillo, fotoperiodista de El Diario de Caracas, y con Francisco Solórzano «Frasso», fotoperiodista de El Nacional. En la avenida Sucre tuvieron que protegerse en un kiosco —con adrenalina y miedo— de los disparos entre los sublevados y los cuerpos de seguridad del Estado. Desde entonces, sostiene que todo reportero debe conocer sus límites y observar siempre su espacio de trabajo.

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«Oswer Díaz Mireles hace del fotorreporterismo la oportunidad para un enfoque diferente», dice Juan Carlos Palenzuela en su libro Fotografía en Venezuela (1960-2000). De su paso por el Taller Regional de Artes Plásticas y la Escuela de Artes Visuales María Machado de Guevara, en Ciudad Bolívar entre 1968 y 1972, adoptó los conceptos de composición, ritmo, textura, volumen y profundidad  y los extrapoló a su trabajo como fotógrafo de prensa.

«El Chino» vivió el cambio de blanco y negro a color, el paso de las cámaras analógicas a las digitales y el inicio de la edición digital. Hoy, recomienda a todos los fotógrafos que eviten editar la imagen en la computadora, pues sostiene que para ello están los lentes intercambiables. Pero enseguida indica que cada quien está en la libertad de hacerlo.

Sus compañeros del Departamento de Fotografía lo describen como un gran retratista y un colega servicial. «Oswer siempre te ayuda. Te hace que estudies la fotografía», explica Wilmer Castañeda. «Cuando yo llegué nuevo aquí, aparte de tratarme bien, me sentó en una computadora y me dijo: ‘Estos son mis retratos’, y me los mostró uno por uno. Me explicó cómo era la rutina, cómo se trabajaba», dice su joven colega Luis Morillo en la redacción del periódico.

«El Chino» prefiere saber con antelación cuál será la pauta del día siguiente para ir vestido de manera adecuada. A sus 65 años, sostiene que continúa aprendiendo y buscando en la fotografía esa magia en la que no ha dejado de creer. Todavía no sabe con certeza si decidirá seguir tomando fotos mientras pueda y hasta el día de su muerte. Lo que sí afirma, con total seguridad, es que inmortalizar momentos con su mirada y un click —como por arte de magia— le ha dado y le continúa dando sentido a su vida.

—El fotógrafo es una persona muy libre, independiente. Es como un libre pensador, un soñador, un mago por todo lo que hace con la cámara.