Seleccionar página

Taka Higuchi – corpulento, veintiocho años, ojos rasgados – se inclina sobre sus piernas. Coloca las manos delante de su cara. Se concentra. Renan Brito – dieciocho años, grandullón, piel negra – se coloca justo en frente. El combate del día está a punto de empezar. De un lado, Taka, auténtico nikkei (descendiente de japonés), maestro de ceremonias en la jornada de entrenamiento. Del otro, Renan, un joven brasileño que hasta hace poco no sabía nada de sumo. Taka pronuncia las palabras del tránsito al duelo. Munewo hatte (de postura erecta), mewotojite (cerremos los ojos). Los dos rikishi (atletas) se lanzan hacia adelante. El empuje de Renan casi tumba a Taka. Pero el profesor reacciona. Renan acaba postrado, su rodilla toca el suelo. Taka triunfa. Ambos lanzan una carcajada.

El dohyō (el ring), una improvisada sala en el sótano de una casa, se llena de alborozo. Varios niños corretean. Danilo y Andrea, dos adolescentes, se besuquean apoyados en una pared desconchada. Una bombilla desnuda pende del techo. La favela de Guaianazes, una de las más pobres de la Zona Este de São Paulo muestra su rostro tras un ventanuco: casas de ladrillos, postes telefónicos, ropa tendida. Después de una hora de entrenamiento, llegó el momento de descanso. María Aparecida, Dona Cida, la anfitriona, una brasileña mulata de cincuenta y tres años, aparece con vasitos de café para los doce aprendices de Taka. “Mi hija Joice hacía judo y empezó a hacer sumo. Yo en seguida me apasioné por esta lucha”, cuenta Dona Cida. Recuerda orgullosa su primer torneo de sumo, en 2006. Quedó en tercer lugar.

Taka Higuchi – el único descendiente de japoneses del entrenamiento – se quita su mawashi, el amplio cinturón con el que se lucha, y el sunga (bañador) que en Brasil usan por debajo. Se viste. Y se relaja en el salón de Doña Cida, que sirve carne, arroz y feijão para todos. Medita en voz alta: “Hace unas décadas sólo los descendientes de japoneses practicaban sumo. Ahora, muchos brasileños se han acercado. Por eso voy a enseñar a cualquier rincón, para divulgarlo”. Renan, que se gana la vida vendiendo fascículos de inglés, ríe sin parar. Bromea sobre su negrísimo rostro japonés. Y confiesa su desmedida pasión por el sumo. “Me divierte el sumo, casi lo mismo que quedar los domingos en una roda de samba y cantar durante horas”.

***

 Bar Kintaro, barrio de Liberdade, centro de São Paulo. En una pared, una foto con dos jinetes a caballo: uno con look inglés, otro con estética de luchador de sumo. Taka Higuchi, que está al otro lado de la barra de esta taberna de su familia, responde el teléfono. Habla en japonés. Hiroshi Higuchi, el hermano de Taka, charla sobre el bar, uno de los puntos de encuentro de los aficionados al sumo de la urbe. “Kintaro es una leyenda, en la que dos niños luchadores de sumo se enfrentan a osos”, matiza Hiroshi. Como su hermano, también practica sumo. Taka saca un ordenador. Y empieza a mostrar fotos de su grupo de sumo en competiciones de todo el mundo. En todas ellas, se observa a un grupo heterogéneo de brasileños sonrientes. Ni un milímetro de la seriedad/solemnidad de los luchadores japoneses. “Nos lo pasamos bien, hacemos parrilladas de carne, fiestas”, comenta Taka con tono alegre. Su novia, Luciana Montgomery – una mulata de veinticuatro años – le lleva la contraria. Habla de maratonianos entrenamientos. De cómo llegó al sumo desde el judo. Y de sus éxitos: siete veces campeona de Brasil. “Me gusta el sumo porque es una lucha tan emocionante como la vida, una lucha mental, de movimientos rápidos”, dice. Hiroshi muestra una foto descolorida de su padre, junto a otros cinco hombres. Todos visten mawashi. “Mi padre nació en Komamuto. Llegó a Brasil 1959, cuando tenía ocho años. Era un apasionado del sumo. Él es el responsable de que seamos aficionados”.

Cuando el navío Kasato Maru atracó en 1908 en el puerto de Santos (litoral de São Paulo) con 165 familias japonesas pocos sospechaban que la inmigración nipona acabaría siendo una de las más importantes de Brasil. La ley de Imigración y Colonización de Brasil de 1907 tenía como objetivo suplir la falta de trabajadores en las haciendas de café. Al principio, la inmigración fue lenta. En 1915 apenas habían llegado 14.983 japoneses a Brasil. El choque cultural era inmenso. Las condiciones laborales, pésimas. Muchos de ellos soñaban con regresar a Japón. Pero los contratos migratorios se hacían por familias enteras. Y por eso la mayoría acabó quedándose. Además, el flujo de inmigración fue creciendo: en 1940 habían llegado 164.000 mil japoneses, principalmente al estado de São Paulo. El recelo mutuo de brasileños y japoneses hizo con que la cultura nipona se mantuviera bastante intacta. El primer campeonato de sumo, precisa Taka Higuchi mientras echa el cierre del bar Kintaro,  tuvo lugar en “la colonia Guatapará, en el interior de São Paulo, en 1914”. Entonces, el sumo tenía un simbolismo étnico-cultural fuerte. “Era un ítem esencial en las conmemoraciones del Tenchosetsu (cumpleaños del emperador), ya  que el sumo, la lucha de los dioses, estaba relacionada al poder imperial”, afirma Celia Oi, de la Sociedad Brasileña de Cultura Japonesa. 

La japonización del Estado de São Paulo fue imparable. Tanto que en 1938 había en él doscientas noventa y cuatro escuelas japonesas, frente a veinte alemanas u ocho italianas. Circulaban periódicos en japonés. Edificaban  importantes hospitales, como el Nippon Byoin (actual Hospital Santa Cruz). Y fundaban ciudades como Bastos o Tietê, hoy en día importantes centros urbanos del interior del Estado. La emigración hacia la urbe transformó São Paulo en los años sesenta en la ciudad con mayor número de japoneses fuera de Japón. 

***

Un grafiti de una geisha de bata roja. Un establecimiento de masajes shiatsu. Ikesari Cosméticos. Un cartel de un gimnasio anunciando clases de kung fu, judo, karate y aikido. Un ninja presidiendo el logo de un restaurante. El Templo Budista Bussinjai, regentado por un monje descendiente de japoneses. Caminar por las calles del barrio de Liberdade es un viaje directo a Oriente. Y concretamente a Japón. Aunque en los últimos años, muchos chinos y koreanos han llegado al barrio, Japón sigue mandando en Liberdade. Un Japón, eso sí, tropicalizado.

Taka Higuchi – que saluda en la calle con efusividad latina a un grupito de jóvenes – es la máxima expresión del nikkei brasileño. “La cultura nikkei es una gran mezcla de las costumbres de los inmigrantes japoneses a las condiciones físicas, geográficas y culturales”, afirma Taka. Pero si hasta los años setenta, los nipo-brasileños vivían poco integrados, en el año 2011 eso ha cambiado mucho. El estilo japonés puro casi no existe entre los más jóvenes. Manda la mezcla. La fusión Japón-Brasil sabe a sakerinha, esa popular caipirinha con sake japonés en lugar de cachaça brasileña. Taka, por ejemplo, come churrascos de carne (típica parrillada brasileña) con onigiri (tacos de arroz), ensalada de harussame (salada de macarrão de arroz) y nishimê (bambú con shitake). “Sólo un nikkei – dice Taka – cocina pescado con un bento (marmita al estilo japonés) debajo del brazo y ofrece cachaça a los muertos…”.

Pero si Taka representa el mestizaje, Waka Yoshinobu Kuroda encarna la ortodoxia. La sangre/cultura nipona. La raíz pura. Waka, responsable del restaurante Bueno de  Liberdade, conversa con solemnidad. A pesar de su juventud, treinta y tres años, habla con parsimonia otoñal. Apenas sonríe. Y no tiene la alegría brasileña de Taka. A los cuatro años ya llevaba mawashi. Su abuelo, que llegó a Brasil después de la II Guerra Mundial, le introdujo en la lucha de los dioses. A los quince años, decidió instalarse en Tokyo, persiguiendo un sueño familiar. Y lo consiguió: luchar en la primera división del sumo japonés. “Allá es más que un deporte. Es una tradición mucho más rígida. Tiene un aire divino, ya que el sumo nació vinculado al sintoismo”, explica Waka, que en Brasil se hace llamar Fernando.

Las paredes del restautante Bueno están forradas de fotos. Waka en los rings de Japón. Luchando. Entrenando. Corte de cabello de la época de los samurais. Cuerpo más robusto. Fernando cae en la nostalgia de los doce años que pasó en Tokyo, anhelando el Waka puro que ya fue. “Mi mejor año fue el 2001, cuando subí a primera división. Allá te tratan como un Dios. Tienes tres asistentes. La gente te para en la calle”. Habla de Japón – principalmente del sumo – con pasión desmesurada. En Japón, Fernando/Waka era uno de los 300.000 inmigrantes brasileños, la mayoría descendientes de nipones, que se instalaron en el país. Waka, como actualmente lo hacen luchadores brasileños como Ricardo Sugano, convivió de tú a tú con varios yokozuna (grandes campeones). Con casi dioses como el luchador Konishiki, la única persona de Japón que no necesita marcar cita  para visitar el palacio del Emperador.

¿Y cómo siente el sumo el país de la sakerinha? Waka calla. Medita. Habla con  melancolía: “Es muy diferente. No puedes aplicar aquella disciplina”. Aclara que en Brasil no se practica sumo profesional, sino “aficionado”. Hay una diferencia grande: la vida del luchador de sumo. En Japón, se rigen por reglas diferentes al resto de ciudadanos: puniciones en el caso de incumplir reglas, meritocracia exagerada (sólo cobran los mejores), obligación a vivir dentro de una academia de sumo… En Japón, además, sólo existe la categoría absoluta (sin límite de peso). En Brasil hay siete. Y en Brasil están prohibidos algunos golpes, como el harite (bofetada en el  rostro).

A pesar de sus críticas, Waka es consciente de que es uno de los grandes embajadores del sumo en Brasil. Da clases. Ayuda cuando es necesario. “Para mí es mucho más que un deporte. Es una forma de conservar nuestra cultura. Quiero compartir lo que aprendí en Japón”. Antes de la despedida, Waka el Serio repasa las fotos de la pared. En una esquina, una foto de la actriz japonesa Yuca Chan, en pleno carnaval brasileño. Está casi desnuda. Fernando el Brasileño sonríe levemente.

***

Dos de la tarde. Estación de metro de Liberdade. Taka Higuchi espera la llegada de Everton Murakami, un joven de veinte años. El destino: Parque Celso Daniel, Santo André, periferia industrial de São Paulo. “Es el mejor dohyō que tenemos para entrenar. En esa región la colonia japonesa es histórica”, asegura Taka. Everton – rasgos mezclados, ritmo vivaracho –aparece.  Las palabras alocadas de Everton son un bálsamo para el vértigo de urbe-tras-los-cristales. Habla de fútbol. De su equipo, el Corinthians. De ligoteo: “Yo creo que me va mejor con las mujeres desde que practico sumo”. Taka ríe, desmintiendo. Everton encarna el prototipo de nikkei mestizo, pobre y con poco vínculo con el origen asiático de su abuelo. Vive en Paraisópolis, una de las favelas más grandes de São Paulo. Hace dos años trabajaba vendiendo açai, una fruta amazónica energética. Cambió de empleo. Pasó a repartir sushi. Y de rebote, se apasionó por el sumo. “Fue un amor a primera vista, un flechazo”, sentencia Everton. Santo André, epicentro del ABC paulista, una de las mayores áreas industriales de América Latina, se resiste. La comunicación no es fácil. Del metro, hay que saltar al tren, en la Estação da Luz, rumbo a Prefeito Celso Daniel Santo André. “No tenemos ni apoyo ni financiación. Hacemos malabarismos para participar en los campeonatos internacionales”, dice Taka. En el centro de la ciudad no hay lugar para entrenar. Ni siquiera en Liberdade. 

El parque Celso Daniel exhuma sabor japonés. Varios ancianos practican Gateball, un deporte parecido al golf, inventado en Japón para que todas las edades lo pudiesen practicar. El dohyō de arena luce una cara espléndida. Tiene un techo metálico para protegerlo. Una docena de atletas, la mayoría niños, esperan ansiosos la llegada de Taka. Munewo hatte, mewotojite, mokuso. Las palabras del gurú Taka marcan el inicio. Estiramientos, movimientos de piernas, choques, bromas. Empiezan los combates. Everton se muestra especialmente activo. Luciana Montgomery, la novia de Taka, enseña sus garras: unas extremadamente piernas fuertes. Al fondo del dohyō, el horizonte gris-industrial de Santo André: fábricas, autopistas, edificios carcomidos. Muy cerca del ring, varios jóvenes sudan en un animado campo de fútbol. 

***

Mario Junzi, un septuagenario delgado, observa el entrenamiento sentado en una silla. Su padre, que llegó a Brasil en 1928, le transmitió una cultura japonesa intacta. Y una gran pasión por el sumo. “Hace treinta años la tradición era grande. Había sesenta personas viendo cada entrenamiento. El sumo ha perdido  fuerza”, afirma Mario. Mauricio Kenhiti, un ingeniero de 42 años residente en Santo André, se une a la conversación. “El problema – añade Mauricio – es que sigue habiendo discriminación. Ninguna institución apoya el sumo. Casi no aparece en la televisión. Cuando lo hace, es con desprecio. ¿No recuerdas, Mario, aquel anuncio en el que aparecía un gordo que luchaba sumo en un anuncio y se reían de él?”. Mario, encorvado en su silla, saca a relucir la xenofobia histórica con la que se encontró el pueblo japonés en Brasil.

El médico carioca Miguel Couto, que introdujo en 1933 una tesis pseudocientífica que demostraba la superioridad de la raza blanca, llegó a pedir al congreso el fin de la inmigración de los “degenerados aborígenes nipones”. Getúlio Vargas, padre del populismo-nacionalismo made in Brasil, prohibió en 1938 a los extranjeros, entre otras cosas, hablar lenguas diferentes al portugués en público, formar cualquier tipo de asociación o la publicación de periódicos en idiomas foráneos. La II Guerra Mundial, en la que Brasil luchaba con los aliados frente a Japón, endureció la persecución del pueblo nipón. Sus bienes fueron confiscados. Se cerraron doscientas escuelas japonesas. Los japoneses sólo podían circular por Brasil con salvoconducto. “Nuestra cultura pasó a ser casi clandestina”, lamenta Mario Junzi. Tras la persecución de la II Guerra Mundial, la situación se normalizó. En los años setenta, el sumo gozaba de un excelente vigor. “Mario fue campeón brasileño en 1974, ¡que te cuente!”, anima Mauricio Kenhiti. Mario se limita a sonreír. A contemplar el entrenamiento de Taka y sus secuaces como si fuese un cuadro.

***

Taka y dos de sus alumnos (Igor y Diogo) posan bajo la portería del campo de fútbol del parque Celso Daniel. Ha costado convencerles (“se van a reír de nosotros”). El grupito de futbolistas contempla la escena con curiosidad. Puede que Célisa Oi tuviese razón. El sumo está de nuevo de moda en Brasil: “Hace décadas, el japonés era medio raro en Brasil porque comía pescado crudo, y ahora el sashimi se convirtió en un plato sensacional. El sumo era visto como un deporte extraño de hombres casi desnudos que se agarraban”. Ahora no tanto, dice Taka. Desde que en el aniversario 200 el Campeonato Mundial fue realizado en São Paulo, por primera vez fuera de Japón, la lucha de los dioses se puso en boga. Muchos nikkeis – y algunos brasileños – se levantan de madrugada para ver el campeonato japonés en la televisión NHK. Y la  Confederação Brasileira de Sumô (CBS), que nació en 1998, ya cuenta con quinientos atletas profesionales. Y organiza el campeonato nacional todos los meses de julio.

Taka, caminando de nuevo hacia la parada de tren, habla orgulloso del gimnasio de sumo del complejo nipo-brasileiro en el barrio de Bom Retiro. Sumo cien por ciento. Nada de judo o karate. A Taka se le ilumina la cara. Su padre – fallecido hace años – estaría orgulloso. El gimnasio está casi listo para ser inaugurado. “Es el único gimnasio de sumo de las Américas, y sospechamos que es el único del mundo”.

Bernardo Gutiérrez es periodista, fotógrafo, consultor de medios y bloguero: www.bernardogutierrez.es, www.alfacentauro.info, Twitter: @bernardomadrid