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Cuando le interrogó su comandante, el soldado respondió que estaba harto de tanto insulto. Le habían gritado “¡rana!”. Le dijeron campesino analfabeto que “garrobea” (que vigila desde el garitón) por doscientos dólares. Y luego lo amenazaron. Fue cuando se le terminó la paciencia. Eso dijo al comandante tras descubrirse lo que le hizo a los pandilleros de la Mara Salvatrucha, presos en el sector 2 del penal de Ciudad Barrios, San Miguel. “¡Ya vamos a ir por vos!”, le gritaron en el turno anterior. Por eso en la madrugada del viernes dieciocho de marzo decidió desquitarse.

La cárcel de Ciudad Barrios es un cuadrado de cemento con cuatro sectores de celdas, un patio general, dos talleres y una escuela. Frente al penal está la carretera al pueblo, y a su alrededor hay colonias de pobres, algunas todavía con paredes y techos de lámina. Entre el penal y el exterior hay una línea militarizada difícil de cruzar. Es así desde noviembre de 2009, cuando el ejército inició las tareas de seguridad pública. Las pandillas se están desquitando con los militares y los policías. Con los militares por el cerco, con los policías por el aumento de capturas, la reducción de las extorsiones y la desarticulación de bandas. Entre diciembre de 2010 y marzo de 2011han sido asesinados once militares y ocho policías. La noticia, difundida entre la tropa, está provocando que los ánimos en las cárceles se caldeen. Sobre todo en Ciudad Barrios, desde donde se ha enviado la orden de disparar a soldados y policías, según fuentes de inteligencia policial, militar y de Centros Penales.

Para un soldado que vive veinticuatro horas en alerta, la mejor oportunidad para desquitarse de los escarnios es aquella que se toma sin pensar en las consecuencias. Sobre todo porque los soldados ya están cansados –por culpa del poder que le reconocen a su enemigo- de mirar con el rabillo del ojo como unos paranoicos.

“Queda estrictamente prohibido el uso de teléfonos con cámara digital y de video al personal de los grupos de tarea, a fin de evitar el involucramiento de personal propio en actividades ilícitas o que den sospechas de colaborar con miembros de pandillas u otros organismos afines a estas”, escribió en un memorando confidencial, distribuido a los  once grupos de tarea, el comandante general del Comando San Carlos, el cuatro de marzo de este año. Al San Carlos están subordinados doscientos cincuenta elementos en cada una de las once cárceles bajo su control.

Los campamentos apostados en las cercanías son el único lugar donde los soldados se descubren el rostro, que llevan siempre escondido tras un pasamontañas negro y gafas de sol. No quieren que se los identifique. Dicen que los pandilleros y sus familiares  intentan grabarse las miradas, sonidos vocales, posturas y cicatrices en las manos. Así es esta guerra donde la mitad de los enemigos están encerrados tras las rejas, a veces gritándoles de todo o aventándoles de todo; y la otra mitad, las enemigas, visten faldones largos e intentan visitar a sus parientes presos.

—Normalmente (los presos) les echan las grandes bandeadas y les tiran (a los soldados) pelotitas con pupú… Es posible que alguien no aguante y responda de alguna manera –me dijo el ministro de Defensa, David Munguía Payés, cuando le pregunté por el caso del soldado que insultó a la Mara Salvatrucha.

La travesura del soldado anónimo

Cuando los soldados se quitan las máscaras enseñan unas ojeras amplias y pronunciadas. Viven en constante estrés. Vigilan el penal, patrullan, requisan, discuten con las mujeres que intentan visitar a sus familiares, aguantan insultos de los reos, comen, duermen y de nuevo a la jornada. Realizan turnos de tres horas y descansan seis.  Así durante veintidós días seguidos. A esta carga se suman las noticias que vienen desde afuera: once militares  y ocho policías asesinados, el ministro de Defensa declarando una guerra… El seis de marzo de este año, cuatro días después de que se conociera la última baja en el ejército, Munguía Payés declaró al periódico Contrapunto palabras explicables de un ministro de Defensa: “(Esto) es una guerra para nosotros”.

La tropa, enclaustrada en las barracas, repite la misma consigna. Los cañones alrededor de los penales –con balas calibre 0.50- siempre apuntan a algo. Desde el techo de una casa de dos plantas ubicada a un costado del penal hay un soldado que apunta también a la visita. En este ambiente de guerra, a los sentimientos inflamados, aderezados por los insultos del enemigo, a veces es necesario buscarles una salida. Como la que encontró aquel soldado anónimo la madrugada del viernes dieciocho de marzo.

Antes de bajar por las oxidadas escaleras, el soldado le mintió a su relevo:

—Sin novedades – dijo.

Luego se sometió a las pesquisas de sus compañeros, que le preguntaron “¿no llevás nada?”, mientras lo cacheaban de pies a cabeza con el detector de metales garret y con las manos. El soldado respondió  “negativo” y  calló. Luego se fue a dormir. Horas más tarde, cuando los rayos del sol iluminaron Ciudad Barrios, su travesura quedó al descubierto. Por esa fechoría, lo quitaron del pelotón y lo investigaron para determinar si tenía vínculos con la pandilla del Barrio 18, enemiga a muerte de la MS. Lo investigaron porque en un rótulo que colgó en la madrugada, justo debajo de la mira del garitón, escribió con su puño y letra:

“MS
Mierdas Secas
100% 18”

La casa MS

La Mara Salvatrucha es una de las pandillas más peligrosas del mundo, con unos cien mil miembros en Estados Unidos, México, El Salvador, Honduras y Guatemala, según el FBI. En el penal de Ciudad Barrios, de acuerdo con las autoridades, opera una especie de mando nacional que “tira palabra” para los pandilleros que están fuera de las rejas. Mucha de esa información, según el ejército, se difunde por un solo canal: las mujeres. “Son el correo”, dice Munguía Payés. Según el director del penal, Félix Ruiz, también  circula a través de teléfonos. De alguna manera, aún con bloqueadores instalados en el techo, “ellos logran hacer llamadas. Eso ni lo dude”.

En septiembre de 2010, este fue el primer penal que se amotinó en protesta por la aprobación de la ley antipandillas. Allí se amontonan  2.314 pandilleros, cuando la capacidad real es de ochocientas personas.

En Barrios, los últimos incidentes registrados son igual de contundentes que la sinceridad del director que intenta controlarlo, quien admite que el “control” es muy relativo.

—Hay un trato de convivencia con los reclusos –dice Félix Ruiz–. De la reja para adentro, mandamos en lo formal: el encierro, el desencierro, el ingreso de la comida y la realización de actividades.

—¿Qué es lo informal?

—El control del penal: adentro de los cuatro sectores, depende totalmente de ellos. ¿Entiende por qué le digo que es un control relativo? –explica. En Barrios, la proporción de custodios por reos es de cincuenta a uno.

Le pedí a Ruiz que me dejara hablar con algún coordinador de sectores y me dijo que estaba difícil, que tenía que pedir alguna autorización. Lo más que podía hacer era acercarme a la reja de entrada e intentar que ellos hablaran conmigo.

—Este es un penal de cuidado. Allá adentro no podemos garantizar su seguridad –insistió.

En 2010 asesinaron adentro a cinco internos: “Rencillas”. A finales de ese año descubrieron dos túneles. En el primer trimestre de 2011 descubrieron otros cuatro. El último, una semana después de mi primera visita. En esa ocasión también encontraron una pistola calibre 0.38 especial marca Smith & Wesson. Una de las dos armas que durante años han estado ocultas. Junto con la pistola también hallaron seis cartuchos y un bote de aceite 3 en 1, presumiblemente para mantener el arma en un buen estado, aunque los internos dicen que eso es un invento.

—¡No´mb´e! ¡Ja, ja, ja! Esa babosada era una pieza para museo, era un juguete de esos que avientan agua –me dijo un pandillero, detrás de esa reja, una semana después de la requisa. Luego insistió en que las autoridades la habían puesto ahí para justificar el cerco contra el penal.

—Cuando hay demasiada calma o tensa calma, como lo llamamos nosotros, no es porque ellos dejen de estar planeando algo. Siempre están planeando algo —dice Ruiz.

Una fuente de inteligencia policial que ha seguido de cerca la ebullición del conflicto entre los pandilleros y los militares en los centros penales, me dijo algo parecido.

—Si algo va a estallar, estallará en Ciudad Barrios.

Hace tres semanas, en un caserío del pueblo, unos informantes alertaron de la existencia de cuatro minas claymore. Estas minas tienen capacidad para mandar al carajo a cincuenta personas o derribar un muro grueso. “Un muro como el del penal”. Las minas fueron encontradas en letrinas aboneras de una casa deshabitada a la que —según dijo el dueño— llegaron a vivir unos inquilinos que la alquilaron sin mostrarle papeles. La policía descubrió que los explosivos formaban parte del suministro de armas que Estados Unidos entregó al ejército salvadoreño durante la guerra. Las minas todavía tenían grabado el número de serie.

En la grabación de una llamada telefónica a la que tuve acceso —supuestamente originada desde el penal—, un supuesto pandillero de la MS cuenta el plan para atacar a los soldados. El tipo menciona que se están pidiendo entre cuatro y seis dólares por cabeza, semanalmente, a los reos del penal, para comprar armas pesadas. Luego cuenta que desde hace tres meses se está entrenando a pandilleros afuera para que sepan disparar cañones low. Según dice, la pandilla descarta un combate directo con el ejército dado el entrenamiento que “las ranas” poseen.

—Se tiene información acerca de la intención de las pandillas de cometer un atentado.  Se ha dado la voz de alarma a todos los centros penales, pero sobre todo a aquellos donde hay presencia de la MS. Supongo que es por el nivel de desesperación o la amenaza que perciben en su estructura de mando —me explicó, hace dos semanas, el subdirector de investigaciones de la Policía Nacional Civil, Howard Cotto.

En esta campaña, la gran diferencia entre la policía y el ejército, estriba en que una institución afirma estar preparada para un eventual ataque, y la otra habla de una guerra con bajas provocadas por un ataque ya iniciado. Mientras Munguía Payés insiste en que los asesinatos de militares y policías son producto de estos planes de “líderes de pandillas”, Cotto propone otro análisis.

—No es correcto irnos a los extremos y decir: no, los pandilleros no tienen nada contra policías y militares —dice Cotto—. Pero tampoco es correcto decir que todos esos casos ocurrieron porque había una orden de ataque. Todavía no hemos logrado demostrar que la muerte de un policía o militar a manos de un pandillero sea el resultado de una orden girada desde un penal, sino de eventos aislados que tienen que ver con los niveles de vulnerabilidad de ambas instituciones, o han sido provocados por rencillas entre los miembros de pandillas. Eso hay que tenerlo en cuenta si no queremos tener una apreciación un poco sesgada de la realidad.

En Ciudad Barrios muchos soldados creyeron que un túnel descubierto en enero de este año fue construido para delatar a algunos de sus compañeros. En un perfecto trabajo de topos humanos, los reos escarbaron noventa centímetros de diámetro por dos metros de profundidad y pusieron camisas rellenas con la tierra escarbada para sostener las paredes. Veinte metros les faltó para encontrar una salida. El túnel pasaba bajo el garitón 3 y hubiera salido cerca de un punto de control militar al otro lado del muro. Pero lo que para muchos sonó a emboscada, para la policía e investigadores del ejército la pregunta era otra. El túnel fue escarbado en la cancha del penal, justo debajo de ese garitón, el que más contacto tiene con los internos. ¿Cómo no se dieron cuenta los soldados de ese garitón de la existencia de ese túnel, que se arañaba desde la cancha, debajo de sus narices?

—O no se fijaron o se fijaron y no quisieron fijarse —me dijo una fuente de inteligencia militar.

La batalla por el garitón 8

El garitón 8 está ubicado al extremo sur del penal. A diferencia del 3, que está justo encima del patio central, éste está alejado del muro de concreto y controla el movimiento del Sector 2, a la izquierda, y de la segunda planta del Sector 3, a la derecha.

El sol que nace por oriente baña todas las mañanas el sector 2.  Los reos se levantan con el astro y asoman las caras tatuadas por las rejas para saludarlo. “Es de las pocas cosas que tenemos aquí para espabilarnos. Es lindo ver eso”, me dijo un joven de veintitrés años, preso por homicidio en una celda de ese sector.

A las seis de la mañana del viernes dieciocho de marzo, los reos estaban recibiendo el día cuando uno de ellos se percató del rótulo. La noticia se propagó rápido y algunos le gritaron al soldado de relevo: “¡Rana cerotaaa, bajá esa mierdaaa!”

Los coordinadores de los sectores, pasada una hora, se dieron cuenta de que ya no podrían controlar a su gente si ese rótulo seguía ahí colgado. Ya es un agravio que un pandillero rival insulte al barrio, pero que un soldado haga lo mismo, utilizando las expresiones del rival, es como si alguien lanzara una piedra contra las patas de una mesa de cristal. Había quienes ya hablaban de un motín. El director Ruiz lo sabía y por eso marcaba y marcaba al coronel al mando de la tropa para que quitara esa “carajada”. Pero el coronel no respondió hasta el undécimo intento, una hora después de las advertencias. El incidente no llegó a más porque a las dos horas los soldados bajaron el rótulo. Entonces en los sectores 2 y 3 se escuchó una rechifla, acompañada de un grito victorioso:

—¡Ranas cerotaas! —repetían los reclusos. También aplaudían y reían a carcajadas.

Días después del incidente, el comandante del GT Barrios me dijo que aunque no metía las manos en el fuego por sus subalternos, descartaba un vínculo de su soldado bromista con la otra pandilla. El coronel “Lobo” –cuyo nombre real es confidencial por razones de seguridad— sacó esa conclusión tras interrogar a un desdibujado soldado al que ya no le causaba gracia su broma.

—Es que quería desquitarme, mi coronel. ¡Ya mucho estaban chingando! —intentó excusarse el soldado.

Le dije a Lobo que parecía que los militares y los pandilleros ya estaban librando una guerra que todavía no ha empezado, porque no hay nada confirmado entre los asesinatos y un supuesto plan de la Mara Salvatrucha para ordenarlos. Le confesé mis sospechas, y le dije que el estrés es un arma de doble filo cuando no se sabe manejar. Lobo me pidió que lo acompañara al campamento y cuando se topó con dos subalternos los detuvo y les preguntó:

—¿La libertad? —cuestionó.

—¡No tiene precio, mi coronel! —respondieron los otros tres.

—¿Las palabras y las ofensas? —siguió.

—¡No dañan! —contestaron.

Voz de mando

El coronel Lobo es un veterano de la guerra civil que peleó en uno de los batallones de reacción inmediata, esos comandos entrenados por el ejército estadounidense en los ochenta. Es un tipo bajito al que le gusta ver películas de guerra junto a sus soldados. Un martes por la noche mirábamos Enemy at the gates, esa en la que Jude Law interpreta al famoso francotirador ruso Vassili Zaitsev, elevado a la categoría de héroe nacional en la batalla por Stalingrado. Entre las escenas, el coronel Lobo hablaba sobre la Segunda Guerra Mundial, las estrategias, el plan que hizo fracasar a uno u otro ejército. Sus oficiales subalternos asentían.

Estábamos en la sala de una vieja casona de pueblo donde por la noche corretea una familia de ratones, en dirección a la cocina. Detrás de nosotros una cortina verde olivo que hace las veces de puerta escondía el mando general: cuatro escritorios con computadoras y mapas de la zona colgados en las paredes. En un pasillo ubicado detrás de la sala, estaban los equipos de radio comunicación. Al otro lado, el comedor, la cocina y una nana que atiende a los soldados todos los días.

Esa tarde, Lobo me dio una gira por el perímetro. Detrás del penal, un soldado le explicó que al fin habían descubierto la madriguera de una guatusa (un pezote o coatí) y la cueva de una culebra en la quebrada, donde inicia un pequeño cafetal. Antes de que los soldados llegaran, aquí había pequeñas champas desde donde alguien lanzaba objetos ilegales hacia dentro del penal. Ahora los soldados, en el aburrimiento del vigía, se entretienen con la fauna del lugar.

Antes de hacer el recorrido, en el cuarto de mando, también le dije al coronel que parecía que el ejército, en el contacto diario con los reclusos y sus familiares, estaba jugando a sacar chispas con los puños de sus enemigos, para ver quién aguantaba más. Lobo, que ya estaba sentado y relajado –y había guardado una antena que utilizó de señalador para explicarme un mapa colgado de la pared, como lo hacen los generales en batalla— meditó algunos segundos antes de responderme:

—Puede ser. Pero, ¿qué podemos hacer? Yo le digo a la tropa que la libertad no tiene precio y que las palabras y las ofensas no dañan. Esta misión molesta porque ellos quieren que regrese la flexibilidad. Pero nuestra labor evita que allá afuera una familia se quede sin un padre o que un negocio sea renteado. ¿Usted ve a todas esas mujeres allá afuera? Son de cuidado. Lo que ellas entren o saquen puede significar la vida o la muerte para usted, para mí, para cualquiera.

Le pregunté a Lobo sobre las denuncias de maltratos, sobre los incidentes como el del rótulo.

—Nuestra misión es tratar a la gente apegados a los derechos humanos. Pero eso no quita que hagamos un trabajo riguroso.

El ministro de Defensa tiene una respuesta muy parecida para explicar el descontento de la población que visita las cárceles. Según él, aquello que la gente puede entender como prepotencia o maltrato no es más que una voz de autoridad, de mando. Una voz criada en la cultura militar que para un civil es ininteligible.

—Ahí no funciona el protocolo del Ministerio de Relaciones Exteriores, sino un principio de autoridad. Desde el momento en que tú estás ahí verás que hay una autoridad y la autoridad es quien tiene el control.

Dos semanas antes del incidente con el rótulo, a otro militar —de mayor rango— se le salió la autoridad. Este oficial —apodado por los pandilleros como “Alucín sin pega”— mide casi dos metros y se la pasa revisando todos los puntos en donde hay un soldado custodiando. Entra y sale del penal y todos le responden “sin novedad”, como a Lobo. A veces intercambia palabras con el director Ruiz. Cuando eso ocurre pasa enfrente de la reja que conduce a los sectores, donde siempre hay coordinadores de los reos intentando dialogar con los custodios para pedir agua, comida, enfermería… Hace cuatro semanas, desde ahí, un pandillero de cuarenta años, líder de uno de los sectores, le pidió que por favor hiciera algo para que sus soldados dejaran de tratar tan mal a sus mujeres en los registros y cateos. Al oír aquello, «Alucín sin pega” le respondió:

—¡Dejen de estar matando a nuestros compañeros allá afuera, pues!

La batalla que nace detrás de las cortinas

—¿Nombre? —preguntó una militar.

Y la mujer, joven, sin maquillaje, en chancletas transparentes, respondió sumisa los datos de su marido. Un día después de patrullar con los soldados, Lobo me permitió estar presente a la hora del registro. Ver cómo trabaja su tropa.

—¿Última vez que vino de visita? —preguntó la oficial.

La mujer dudó unos instantes.

—¿No se acuerda de la fecha? ¡Tiene que acordarse de la fecha para que la dejemos entrar! —la apremió.

La mujer guardó silencio y se disculpó mirando hacia el suelo. La oficial ordenó a otro soldado que buscara el nombre de la mujer en la lista de febrero, con los datos del carné. Cuando la encontró, la mujer le dijo a la visitante:

—Recuerde que debe memorizar la última vez que vino.

—¿Puedo pasar? –preguntó, siempre cabizbaja.

—¡No! —contestó la oficial—. Esa falda está muy corta. Ya les dijimos que el revuelo tiene que llegar hasta las pantorrillas. Vaya a cambiársela y después regresa.

La mujer regresó con otra falda e hizo fila para entrar al cuarto del cacheo. En esta fila, a las mujeres las hacen esperar más de media hora, hasta que deciden comenzar a cachearlas. A veces esperan más tiempo. Luego las introducen en un cuarto donde hay una mesa y dos sillas escaneadoras que no utilizan porque ya no funcionan. Al fondo del cuarto, cuatro cubículos que se asemejan mucho a los vestidores de un almacén donde se vende ropa: cada uno con una cortina que se corre y deja al descubierto un espacio cuadrado en el que caben dos personas. Una es la mujer que visita, la otra es la mujer militar que “cachea” con el garret y luego con las manos enguantadas.

—Siempre encima de la ropa, nunca debajo ni en las partes íntimas. Cuando hay una sospecha de que llevan algo ilícito siempre llamamos al personal de enfermería del penal —me dijo una oficial del GT Barrios.

Lo curioso es que los cuatro días que visité la cárcel, la enfermera siempre estaba adentro de los sectores, atendiendo a los internos. Le pregunté por esa coordinación al director y me respondió que no existía tal cosa.

—Desde que yo estoy aquí, a mí nunca me han solicitado que el personal de enfermería del penal vaya a hacer ese tipo de registros. Le puedo asegurar que esos registros no los hace gente mía —respondió Félix Ruiz, que es director de Barrios desde febrero de 2010.

Sin duda el ejército ha detenido el ingreso de objetos ilícitos en los centros penales. Solo el GT Barrios cuenta más de veinte mil registros y cientos de decomisos de junio de 2010 a marzo de 2011. Sin duda, también, aquellas mujeres que alguna vez intentaron meter algo ahora ya no se la juegan. A Barrios cada día intentan ingresar de visita, en promedio, treinta mujeres. En todo el año 2010, la Policía procesó a veintidós por tráfico de ilícitos hacia el penal. Este año, hasta marzo, solo habían procesado a dos. Pero los registros generalizados continúan y se vuelven más famosos.

Una mañana de miércoles, un sargento de la policía llegó hasta el penal para compartir cierta información con el director Ruiz, pero cuando lo llevaron al área del registro para hombres se negó al cacheo, que se diferencia del de las mujeres porque no se hace en un cuarto cerrado. El sargento, un ex policía nacional, se imaginó lo peor al ver al soldado enguantado y salió gritando del lugar:

—¡Yo soy la autoridad! ¡A mí no me van a tratar como a un delincuente! ¡Ábrame la puerta que ya no voy a entrar!

Al otro lado, las mujeres en faldas blancas, asoleadas, comentaron entre susurros la escena. Algunas rieron.

Visita de domingo

La primera vez que visité Barrios —un jueves de inicios de marzo— intenté que algún representante de la pandilla me diera una postura sobre las  acusaciones que afuera les achacan. Desde detrás de la reja de acceso a los sectores, tres pandilleros me ofrecieron un trato: “Si querés que te contestemos esas preguntas, tenés que ver primero cómo están tratando a nuestras mujeres”.

Para los soldados, la mitad del enemigo viste con faldones blancos casi transparentes que caen hasta las pantorrillas y  blusas igual de claras. También calzan chancletas de plástico transparente. Visten así porque así se lo exige el ejército. Una exigencia nacida de la desconfianza: “En las comisuras de los pantalones han aprendido a esconder droga, chips y dinero. La suela de las sandalias de color las cortan a la mitad y en medio o en los tacones intentan introducir chips para celulares”, me explicó una de las militares que cachea a las mujeres de la pandilla.

Los militares tienen más contacto con estas esposas, madres y abuelas que con los presos. Un año y medio después de convivir juntos, ellas lo están pasando mal.

Fuentes de inteligencia señalan que hay setenta casos sobre la mesa del Gabinete de Seguridad del gobierno que hablan de mujeres sometidas a vejaciones y reclusos maltratados. Contra las mujeres hay desde registros indecorosos —mujeres militares que les registran el ano y la vagina para detectar objetos ilícitos— hasta castigos caprichosos: las dejan durante horas bajo el sol antes y después de la visita. A algunas las han obligado a tomar aceite de ricino como purgante; a otras, a hacer ciento cincuenta flexiones de piernas para que expulsen lo que haya que expulsar.

—Se les está yendo la mano… bueno, más bien los dedos —me dijo, ironizando, una fuente de inteligencia, hace tres semanas.

Pero el detalle de las denuncias —que ya están saturando la Procuraduría de Derechos Humanos— no ha salido a la luz pública. Al preguntarle sobre ellas, el ministro de Defensa dice que son un complot, un plan de desestabilización de las pandillas. Está convencido de que quieren sacar de los penales la bota militar.

—Pudiera ser que a alguien se le vaya la mano. Pero esa no es la generalidad. Son situaciones excepcionales. El noventa y ocho por ciento de las denuncias son infundadas. Cualquiera puede ir a denunciar y son tantas las denuncias que la PDDH no puede investigar. No puede, sencillamente. No se da abasto —dice el ministro de Defensa.

En la Comisión de Derechos Humanos de la Asamblea Legislativa hay un informe enviado por el procurador Óscar Luna en donde se habla de treinta y cuatro denuncias hasta enero de 2011. Los denunciados son los soldados que cuidan los penales de Barrios, San Francisco Gotera y Chalatenango, penales dominados por la Mara Salvatrucha; Cojutepeque, Izalco y Quezaltepeque, donde predomina Barrio 18;  y Zacatecoluca, con presos de ambas pandillas y reos comunes.

“Esta Procuraduría se encuentra en la actualidad documentando una gran cantidad de denuncias presentadas por mujeres que visitan los centros penales que están bajo responsabilidad de la Fuerza Armada, sobre las cuales se emitirá un informe especial en el que se detallarán las denuncias y se establecerá si la actuación de los soldados ha sido violatoria de los derechos humanos”, dice el informe.

El domingo trece de marzo visité el chalé ubicado frente al penal. Me dijeron que ahí me reuniría con la “Señora S”. Una mujer jugaba con tres celulares dispuestos sobre una mesa de madera. Llevaba jeans y camisa negra. Desentonaba con las otras treinta mujeres que al otro lado de la calle —vestidas con los faldones largos de tela blanca— hacían cola para ingresar al penal. Otra mujer que acababa de salir del penal llegó al chalé y pidió a la dueña que le prestara el cuchillo de cocina.

—¿A quién vas a descuartizar, vos? —le preguntó, en broma, la mujer de la camisa negra.

—Ya me voy a llevar a uno de estos cabrones (militares) —contestó la otra. Ambas rieron. La mujer tomó el cuchillo y cortó dos botones de tela que colgaban de su camisa blanca a la altura de los senos. Primero el izquierdo, luego el derecho—. ¡Pura mierda! —exclamó.

La camisa, según los militares, debe ser blanca. Blanca y lisa. La mujer de la camisa negra compartió un “ya la cagan” antes de prestarme atención de nuevo:

—Con ese nombre (señora S) puede haber un montón —me dijo.

En eso se abrió la puerta de entrada del penal. De la puerta salieron tres soldados fuertemente armados con los rostros cubiertos. Rodeaban a una mujer soldado, igual de cubierta pero sin armas. Ella llevaba dos guantes de látex cubriéndole las manos. De esos guantes blancos y esterilizados que utilizan los médicos. Fueron a catear un microbús que había estacionado en ese lugar. El pequeño grupo regresó a la puerta minutos después del registro. Mientras les abrían, la mujer soldado elevó la mano derecha frente a su rostro y estiró la punta de los guantes frente a las visitantes de la fila. Lo hizo mientras le decía algo a su compañero. Luego, ambos se carcajearon. Lo que comentaron disgustó a las primeras de la fila, a juzgar por la reacción en sus caras, que se buscaban las unas a las otras con el ceño fruncido. La puerta se cerró de nuevo. Eran las diez de la mañana.

Minutos después, la puerta del penal volvió a abrirse y de ella salió una mujer joven, guapa, llorando. Nunca supe qué le sucedió. En eso, otras tres mujeres llegaron a saludar a la de la camisa negra. Una de ellas, de pelo corto, me miró de pies a cabeza, me sonrió y luego se fue. Cuando lo hizo, diez mujeres de las que hacían cola se acercaron al chalé y comenzaron a quejarse de los militares. Hablaron de un aborto provocado por una “cueveada”, de un papel que les hacen firmar en donde dice que ellas ingresaron ilícitos al penal…

—¡Anote, anote lo que nos hacen! —me pidió la mujer de la camisa negra.

En esas estaba, anotando sus quejas, cuando noté que un militar de dos metros cruzaba la calle en dirección mía. Me abordó fuerte, golpeado, con voz de mando y me pidió mis papeles.

—¿Cuánto tiempo lleva de periodista? —preguntó, mientras observaba mi credencial.

—Ocho años.

—¿Ah, sí? ¿Ocho años? ¿Y no sabe que tiene que pedirme permiso para estar aquí?

—No veo por qué si no vine a hablar con usted. Vine a hablar con ellas.

El soldado se enfureció. Habló más fuerte, más golpeado y a la altura de la boca el pasamontañas se le humedeció por completo.

—¡Estas mujeres no son mujeres de unos santos! Pregúnteles cómo las registramos a ver qué le dicen. Pero que le digan la verdad. Que le digan también todo lo que intentan meter ahí adentro. Me cuenta luego. Ya regreso.

La mujer de la camisa negra me miró, se compadeció de mis nervios y me dijo:

—Estos hijos de la gran puta a saber qué se creen, ¿verdad?

Me levanté, bajé la calle que conduce al pueblo intentando encontrar la señal del teléfono. Hasta ahí me alcanzó el militar de dos metros. Me dijo que lo disculpara, que entendiera que esa es una zona conflictiva y que no había problema de que me quedara.

—Pero tenga cuidado. Estas viejas son parte del enemigo. Son traicioneras. Si le piden que se mueva, quédese ahí. Así está a la vista de mi gente.

Regresé con las mujeres del chalé y me preguntaron qué me había dicho “Alucín sin pega”. Les contesté que me dejarían estar. En hora y media, por el chalé desfilaron una veintena de mujeres quejándose del maltrato. Y de la puerta del penal, a cada rato, salía una que otra mujer ora puteando, ora buscando otra falda u otra camisa. Una mujer embarazada me enseñó luego un papel de una unidad de salud de Candelaria de la Frontera, Santa Ana, que hacía constar que su embarazo no era de alto riesgo.

—¿Ya le contaron del aborto que provocaron? Desde hace un mes están pidiendo esto porque como a una, embarazada, también la cuevean, quieren curarse en salud para que no vuelva a pasar —me dijo.

Una semana después, en el penal, a otra mujer embarazada no la dejaron entrar porque un permiso similar tenía siete días de caducidad. “¡Tiene que tener cuarenta y ocho horas de vigencia!”, le dijo la mujer soldado.

Al mediodía del domingo, al chalé volvió a acercarse una cara conocida. Era la mujer de pelo corto que me había visto de pies a cabeza dos horas antes. Ella se había ido, entendí, porque logró entrar a la visita. Acababa de salir por la puerta del penal.

—Ya platicó con las muchachas, ¿verdad? ¿Ya vio cómo nos tratan? Dice mi esposo que muchas gracias.

La mujer se levantó y se marchó. Yo hice lo mismo.

Si te tratan como animalito…

Tres días después de la visita a las mujeres regresé al penal. El director permitió que salieran tres pandilleros a quienes la Mara Salvatrucha dio autorización para hablar en nombre de su gente. Dos de ellos rondaban los cuarenta años. Otro era más joven.

—¿Por qué se generó la guerra en el pasado? —contestó uno de ellos, luego de preguntarle si la MS había ordenado matar militares y policías—. Por tantas injusticas, por tantas violaciones a los derechos humanos —se respondió a sí mismo—. No es una decisión de la MS hacer eso. Allá afuera están nuestros compañeros… y nosotros estamos aquí adentro, limitados de muchas cosas. Pero afuera no están limitados.

El director nos prestó un cuarto que alguna vez funcionó como sala de entrevistas. En la pared hay un vidrio, y detrás del vidrio otro cuarto desde donde puede verse todo. El que habla está sentado en medio. Sus compañeros, a los lados, asienten a todo lo que él dice. Afuera, un custodio nos vigila.

—Un animalito, si le pegan una patada, lo van a agredir. Y así somos los seres humanos: si nos golpean, golpeamos. Si nos tratan, tratamos. Allá afuera, cuando agarran a nuestros compañeros no los detienen por un delito, sino por ser pandilleros.  Muchos han desaparecido y luego han reaparecido muertos. Y han sido autoridades: policías y militares. Si allá afuera agarran compañeros y los desaparecen, la misma respuesta van a tener.

—¿Un pandillero de afuera puede actuar sin recibir órdenes de Ciudad Barrios?

—En ningún momento hemos girado palabra para que atenten en contra de ellos. Si lo hacen lo hacen individualmente por los casos que se dan contra nosotros. La vez pasada choqué con un soldado con rango y me dio a entender que ellos tratan así a nuestras familias por lo que está pasando allá afuera.

—Y eso a ustedes los enoja.

—Están probando su fuerza con nosotros. Están haciendo esto y no saben que están despertando un monstruo que tal vez no lo van a poder parar. ¿Por qué? Porque como pandilla estamos a nivel nacional e internacional. Si venimos y nos ponemos de acuerdo, podemos causar mucho daño. Pero no es nuestra intención. No queremos llegar a ese extremo. Lo que queremos es que se nos trate como personas. Si estamos nosotros pagando por un delito, ¡somos nosotros! Nuestra familia no tiene derecho a pasar esos bochornos, esos maltratos.

—¿Sus mujeres siguen intentando meter ilícitos?

—Si yo cometo un ilícito la ley es individual contra mí. Si por A o B motivo, el visitante cae en un ilícito, la ley es individual para ella. Pero aquí generalizan la ley, y porque encontraron a una persona con un ilícito hacen este procedimiento a todo  tipo de personas, minimizando el ingreso, más restricciones, etcétera. ¿Eso es justicia? —respondió el más joven, sentado a la izquierda.

—¿Hasta dónde aguanta la pita?

—Si la registradora hace bien su trabajo … si le va a meter el dedo por la parte frontal que lo haga… ¡Pero le quiere meter el dedo por el ano! Si en la vulva le mete el dedo y le puede tocar atrás…

Mientras el del centro respondía, el del extremo derecho se retorcía en su silla. Cuando ya no aguantó más, calló a su compañero:

—¡Hey! ¡No! Permíteme… —le dijo.

—¡Ni adelante ni atrás! Es una falta de respeto para nosotros. ¡Hey! El gobierno tiene que tener lo necesario, para eso tiene dinero, para no meterse con la dignidad de una abuela, de una ancianita, de una mujer embarazada. ¡De ninguna manera vamos a estar de acuerdo con que les estén metiendo el dedo por enfrente o por detrás a nuestras familiares!

Los tres pandilleros me aseguraron que ni locos sus homeboys se atreverían a enfrentarse con el ejército en un combate armado, como aseguran las autoridades. Insistieron en que la fama que le han dado a la MS en Ciudad Barrios es para justificar la represión, que ese plan del que hablan es falso. La entrevista con los pandilleros de la MS terminó con otra petición de su parte. Me pidieron que fuera a constatar en San Francisco Gotera, en Morazán. Allá, denunciaron, los militares están golpeando a los reos.

El miércoles veintitrés de marzo, el director de ese penal, Jerónimo Reyes, permitió que habláramos con dos pandilleros activos recién trasladados desde Ciudad Barrios. Ellos contaron que a la hora de ingresar los metieron al cubículo, que se parece a un cambiador de ropa de un almacén, para realizarles el cacheo. Primero uno y a los treinta minutos el otro. Cuando estuvieron adentro, después del registro, otros dos soldados se metieron al cubículo. “¿Llevás palabra? ¿Quiénes son los líderes? ¡Dame nombres! Con que pandillero, ¿no?”, les preguntaron. Luego los golpearon, explicaron, a cada uno, entre los tres militares.

—Nunca en la cara —me explicó uno de ellos, mientras levantaba su camisa. El morete que todavía llevaba en la costilla izquierda, según me contó, tiene un mes y no se le borra.

El director de San Francisco Gotera me confirmó que ya había trasladado la denuncia de los reos al comandante del Grupo de Tarea y a la Dirección de Centros Penales. En la mañana de aquel miércoles, también Derechos Humanos llegó a verificar si la denuncia era real o no.

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