El carácter y el porte de Juanita Arévalo tienen algo en común: son robustos. Esta mujer de estatura media y piel morena no recuerda su edad, pero por el ritmo de los pasos que transita de la cocina a su silla se podría inferir que hace rato pasó los setenta años. La silla permanece estratégicamente ubicada frente a la televisión y de espaldas a la hilera de rejas que dejan ver un patio lleno del verdor y olor a la selva húmeda propia del Parque Henry Pittier. Desde su silla Juanita puede ver algún programa y al mismo tiempo saber quién llega desde el jardín que da entrada a su casa, ubicada a dos cuadras de la iglesia de Puerto Colombia.
Siendo madre de dos hembras y un varón que crió mientras su esposo trabajaba recorriendo el país, también educó a dos sobrinos, por lo que se podría decir que fue madre de cinco. Le acompañan en casa la mayor y el varón, mientras que su hija menor vive en Maracay y sigue los pasos de su madre: educadora. Ahora la vida de Juanita se alterna entre Choroni junto a sus dos hijos y Maracay junto a su hija menor.
– Los crié como me crió mi papá, con el látigo en la mano y el palo en la otra. Todo el mundo recto.
Juanita es hija única de un primer matrimonio y la mayor de una seguidilla de cuatro varones y cuatro hembras que nacieron del segundo matrimonio de su padre. Quedó huérfana de madre cuando era una niña y su padre buscó la mejor manera de procurarle educación. Así inició su devoción religiosa, cuando la Madre María de San José, la primera beata de Venezuela y símbolo de devoción católica de las tierras aragüeñas, la tomó bajo sus cuidados y la llevó a estudiar a Caracas en el Colegio La Divina Pastora. Por eso Juanita, cuando hace referencia a la Madre María le llama “mamaíta”.
Sus recuerdos en el Colegio La Divina Pastora, cuando daban las seis de la tarde, llenan sus ojos de una luz que contrasta con su carácter de dama regia. Entonces se traslada a su mundo infantil de largos pasillos en una Caracas de techos rojos donde todas las niñas internas al escuchar las campanas se paralizaban en el pasillo mientras se rezaba el Angelus. Juanita simula una voz infantil y cuenta cómo al terminar la oración venía el rosario de voces agudas que decían:
-La bendición Mamaíta, la bendición Hermana San Luis, la bendición hermanas. Pues sí señorita, sí vale, las seis, la hora del Angelus. Casi todas esas hermanas con las que yo estuve, casi todas, han muerto.
De pronto Juanita vuelve al rol de maestra y catequista y recita el Angelus:
-El ángel del Señor anunció a María y lo concibió por obra y gracias del Espíritu Santo
– He aquí la esclava del Señor,
– Hágase en mí, según tu palabra
– Y el verbo Divino se hizo carne
– y habitó entre nosotros
– ….Padre nuestro….. Ave María…
– Os suplicamos Señor que derraméis vuestra gracia en nuestras almas, habiendo conocido el misterio y reencarnación de tu hijo, nuestro Señor, lleguemos por tu pasión a la gloria de la resurrección, por Jesucristo nuestro Señor Amén.
De nuevo en el presente, cuenta que regresó a Choroni a los diecinueve años y que se casó “ya vieja”, a los veinte. Esa formación católica que la acompañó en sus años de infancia, dice, la hacen no sentirse como cualquier otro nativo del pueblo:
– Si yo no escucho misa los domingos, me siento mal. Desde que estaba pequeña estuve acostumbrada a oír misa los domingos y aquí los nativos no van a misa.
Desde su regreso a Choroni, Juanita se dedicó a ser maestra de los niños del pueblo y a prepararlos para la primera comunión. Cuenta de uno que ahora es abogado y tiene una escuela militar, otro que ya está viejo y cuando la ve en Maracay visitando a su hija menor, le grita:
– ¡Adiós mi Maestra!
“Sabes que todo pasa. Después que esos muchachos se van, ya no vuelven. Todo en la vida se pasa”, dice con voz calma. Pero cuando se trata de narrar su labor en la iglesia, su verbo toma pulso y también sus manos, porque sus manos le dan vitalidad a sus cortas frases y parecen ser el termómetro que indica que sus años de cuidados a la iglesia la siguen llenando de energía. Entonces inhala emoción y dice:
– Un día la Señora que se encargaba de la iglesia se fue. El padre llegó y encontró todo abierto, así que me dijo: usted es la persona ideal para hacerse cargo.
Así pasó a ser por mucho tiempo quien cuidara con celo la iglesia de Santa Clara de Asís de Puerto Colombia: se ocupaba de abrir las puertas, las ventanas, tocar las campanas, preparar el altar antes de la misa y cuidar que San Juan estuviera bien amarrado para evitar caídas mientras recorre el pueblo en procesión cada 24 de Junio, cuando se celebra el día del Santo Patrono.
Comienza entonces la gran explicación: “lo primero que hay que saber hacer es limpiar a San Juan”. Sentada, abre la mano derecha, pone la palma hacía arriba, aparece un paño imaginario y el Santo Patrono, que por la altura que da su brazo debe ser más alto que ella:
– Tomas el trapo con un po-qui-ti-co de agua y se lo pasas así.
Lo primero que limpia son los pies que están frente a ella, la mano va hacia delante y hacia atrás insistiendo sacar toda la grasa y mugre dejada por las manos de todos los que han pasado el día de San Juan implorado un milagro al santo.
Esta vez sí recuerda muy bien fechas: San Juan; 24 de Junio, Santa Clara; 12 de Agosto, 16 de Octubre; Santa Eduviges. El paso de los años y su corta visión le han quitado la habilidad y posibilidad de seguir subiendo las inclinadas escaleras de la iglesia que dan con el campanario para dar los tres toques que invitan a la misa de domingo.
– Todo en la vida se pasa.
A la dedicación y entrega al servicio de cuidar la iglesia Juanita le llama devoción. Recuerda a un señor devoto que siempre le pedía que cuando él muriera no dejara de tocar las campanas de la seis. Juanita respondía:
– Tú verás. Yo lo haré mientras pueda. Todo en la vida pasa.
Esa dedicación a su creencia la ha llevado a ser una especial hija de Choroni: cada muchacho que sale del pueblo, como ella misma cuenta, lleva consigo algo de esa devoción y respeto con el que también ella creció. Para muchos en Choroni y alrededores ella es la muestra viviente de alguien que recibió atenciones, bendiciones y cuidos de la primera y casi santa venezolana, símbolo del pueblo aragüeño, la Madre María de San José.
Es momento de partir y despedirse de Juanita. Ella se despide de alguien que también pasará. Seguramente su alma de catequista devota queda a la espera de quien la acompañará de su casa a la iglesia para la misa del domingo, porque sabe que aún faltan muchas oraciones por aprender y rezar.
- Marly Briceño Trujillo. Caraqueña con la magnitud del Ávila y Aragüeña sentimental gracias a siete hermosos años de adolescencia. Soñó con ser reportera de noticias y terminó estudiando Sociología para dar el salto. Pero al tercer año no había marcha atrás: ya estaba enamorada de Touraine y Giddens. Aprende a diagnosticar la pobreza; la del bolsillo, la de la cabeza, y cree que también la de alma. Ésta última la lleva al extremo de querer huir de ese “zoom óptico”, como define a su profesión y dedicarse a la investigación de mercados. Un taller de Dramaturgia con el Maestro Roberto Azuaje y el Taller de Historias que Laten la llevan a reconciliarse con ese “zoom óptico”. Esta vez no quiere huir sino fotografiar en palabras esa visión, como agradecimiento a todo aquel que en algún momento sin reservas le ha regalado un abrazo sólo por haberle escuchado.
Está excelente, me sentí con Juanita por un momento.
Muy buena crónica, excelente la descripción, al leerla perecía que estuviese Juanita sentada al frente, y los aromas del Henri Pittier inundaran la habitación,
Te felicito,
Rubén