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José Ramón Pérez se sube en el andamio de dos metros de altura en tres ágiles movimientos. Abajo, el espigado Bartolomé González levanta, sobre su cabeza, la talla de Santa Rosalía de Palermo de El Hatillo, la posa en el travesaño de madera que sirve de apoyo y se sube él también. El peso de los dos hombres, más el de la imagen de madera y con un vestido bordado, calado, cosido y esponjado, hace curvar la tabla. Pero ellos están en lo suyo, nada puede ocurrir. José Ramón Pérez y su ayudante alzan una vez más la figura de un metro cuarenta centímetros y unos quince kilos hasta la repisa a un lado de la sacristía en la iglesia de El Hatillo. Bartolomé se queda en el andamio para cumplir las instrucciones de José Ramón, que se baja, esta vez, en dos movimientos y un salto:
—No te bajes todavía, catire. Hala esta parte del vestido hacia acá. Ajá. No, no tan cerrado. Ajá, ahí tá. Aaaasí. Estira ahí con el palito. Aquí. Gírala así un poquitico para la izquierda. Voltéale el cetro un poco. Ahora el Cristo. Aaajá.
Media hora antes, Santa Rosalía fue bajada para que Yamilet y América, hija y esposa de José Ramón, le cambiaran el vestido rojo que llevó en Navidad, por uno champagne con capa y pedrería, diseñado por el afamado venezolano Raenrra , para lucir en Semana Santa.
Terminado el arreglo, de pie frente a la imagen, José Ramón Pérez, presidente de la Cofradía de Santa Rosalía de Palermo de El Hatillo, guarda silencio. Con los brazos a los lados del cuerpo y la mirada fija en la imagen no es fácil saber si él contempla a la santa, o ella lo contempla a él. Luego de unos segundos, el hombre baja la cabeza y se hace la señal de la cruz.

Vocación de familia
José Ramón Pérez tiene 76 años de edad, 55 de los cuales fue cargador de los santos y desde 2007 presidente la cofradía. El cuidado de la patrona de El Hatillo lleva tres generaciones en su familia. Incluso desde antes: a finales del siglo XIX su tatarabuela le regaló a la comunidad la imagen de Santa Rosalía en el Sepulcro, que los devotos llaman El Tránsito y que reposa en la Capilla de El Calvario.
“Esto es una tradición desde mi abuelo, que era muy religioso y le dieron ese compromiso. Cuando él murió, lo tuvo mi papá, y cuando mi viejo murió, lo agarré yo. Después le tocaría a mi hija, que es la que sabe todo. Es una cosa que uno lleva por dentro”, dice conmovido José Ramón, con una justa combinación de orgullo y humildad.
“Yo ayudo a mi papá desde los 15 años en toda la parte administrativa, pero estar en sus zapatos es un gran compromiso que no creo que pueda asumir todavía. Él lo sabe todo, todos le consultan desde lo más pequeño hasta lo más importante”, replica Yamilet.

Una santa de carácter
En El Hatillo hay al menos dos fórmulas para medir el tiempo: por el calendario y en tiempo de curas. Por ejemplo, para contar cuándo se robaron la langostica de oro que le fue regalada a la santa en el siglo XVIII, José Ramón usa la segunda fórmula.
“Hace muchos años, cuando vino la peste de langosta, le hicieron una rogación a Santa Rosalía. Cuando ella quitó la peste le regalaron una langostica de oro que pesaba como un cuarto de kilo y decía ‘1784’. Eso lo guardaba mi tía Rosalía. Después que ella murió, se guardaba en la iglesia. De la casa parroquial se la robaron estando el padre José Luis. Hacen más o menos… déjame pensar: el padre Manuel duró 7 años, el padre Carlos tiene como 7 años también, son 14… como ventipico de años”.
La identidad religiosa de los hatillanos se expresa también en la atribución de un carácter singular a su protectora. Expresiones como “A ella no le gusta”, “Ella no quiere” o “Ella se molestó” son usadas para contar los prodigios de la patrona.
“A veces uno quiere ponerle un vestido que ella ya ha usado, pero no le entra; no se lo quiere poner. Ha pasado que la hemos querido sacar en procesión y comienza a llover; bueno, no quiere salir y no la sacamos”, cuenta Yamilet.
Su padre complementa: “Hubo un año en que le festejaron el cumpleaños un día que no era 4 de septiembre porque caía entre semana. Bueno, eso no le gustó a ella (dice mirando a Santa Rosalía) porque no se sabe cómo, al señor que tenía los fuegos artificiales, le estallaron unos y eso causó un incendio que dejó heridos. Más nunca volvieron a cambiarle el festejo”.

Joyas como milagros
La langostica de oro no es la única pertenencia de Santa Rosalía, con valor monetario, que ha estado al cuidado de la familia Pérez. En la actualidad son guardianes de su corona original, sus vestidos y sus joyas, que es lo mismo que decir, de sus milagros.
“Cada vestido que le donan es por un milagro; tiene 27. Además, tiene un cofrecito que solo se abre en septiembre donde se guardan sus prendas. Cada prenda es un milagro: 50 manitos, 30 corazoncitos, un medallón, una crucecita de esmeralda y oro, un collar de perlas y así ¡Hace 4 años tenía más de 500 milagros!”, exclama Yamilet. No es todo: la lista de espera para regalarle vestidos a Santa Rosalía es hasta el año 2024.

Protector de los santos
La cara práctica de presidir la cofradía implica también ocuparse de proteger las tallas de madera de los santos, preservar la capilla, llevar un registro minucioso de presupuestos, pagos, contrato de músicos, compra de las flores, búsqueda de la palma en Barlovento, y rendir cuenta detallada a todos los donantes de fondos de la cofradía.
“José Ramón se encarga de que los santos estén protegidos con plástico, de que a una mesa no le caiga polilla, del cableado de la procesión, de las velas. ¡Él no se puede enfermar!”, dice María de Novac, integrante de la cofradía.
En la Capilla de El Calvario, mientras despega los cobertores de plástico que protegen a El Tránsito, al Santo Sepulcro y al Santo Sudario, José Ramón explica: “Hay que tenerlos tapaítos a todos, así, porque entra mucha tierra. Para Semana Santa pintamos la capilla y la gente puede ver las imágenes”.

Marcando el compás
Es Jueves Santo. Puntuales, a las 4:00 de la tarde, los 16 cargadores están acomodados debajo de las andas –como se le denomina a la estructura sobre la cual salen las imágenes en procesión–, listos para iniciar la caminata del paso de Jesús Crucificado. Los cargadores más antiguos van en las esquinas para marcar ritmo y dirección, y los nuevos en el centro para aligerar peso.
Una vez fuera de la iglesia comienza a sonar la música fúnebre que acompañará la marcha de una hora y 45 minutos. José Ramón, de frente a los cargadores y de espaldas al recorrido, da instrucciones: “Tres cuartos, Gandola”, “Un cuarto, Catire”, “Van muy bien muchachos, derechiiito”. A veces no verbaliza, sino que se para en un punto y señala al suelo con el índice para indicar el sitio de giro.
Calle Bolívar con Escalona. Escalona con calle La Paz. La Paz con calle Rosalía. Rosalía con calle Bolívar y otra vez a las puertas de la iglesia. “Mírelo bien, él va a empezar a bailar como si estuviera cargando”, me alerta Bartolomé. Dicho y hecho. En el tramo final dentro de la iglesia, José Ramón comienza a balancearse de un lado al otro al son de la triste música, mientras pide a los cargadores que le sigan el movimiento.
“Yo les marco el compás porque me conozco todas esas piezas de procesión. Sé cuánto duran, cuándo terminan. Así, cuando se acaba la pieza es justo cuando ellos llegan al final del trayecto, ni antes ni después, sino exacto”, aclara más tarde José Ramón.
Édgar Barreto, conocido como “Gandola”, uno de los cargadores más antiguos, resume lo visto: “José Ramón es el patrón. El jefe. Sin él no hay procesión”.