En las lagunas de la Salina de Pampatar, en el estado Nueva Esparta, se reflejan las siluetas de quienes a diario hunden sus pies en el agua y se inclinan para extraer y apilar sal. Son esas pequeñas islas blancas las que se apilan en un espacio teñido con tonos rosas, verdes y azules, en el que se mezclan cactus y piedras lisas. Allí, hombres como Freddy y Michael madrugan con sus palas y cestas para extraer los granos esculpidos por el mar que son como diamantes para ellos
Foto Gabriela Corrie
—Se ve rosada pero cuando se seque se pondrá blanca –dice apuntando a los pequeños minerales color rosa apilados a la orilla.
Freddy saca su sal en la piscina que se ubica del lado izquierdo, la que casi toca la montaña en Punta Gorda. Ahí, el color rosa es más intenso. La Salina de Pampatar, en Nueva Esparta, cambia de tono claro a oscuro según la hora del día y la cantidad de agua que tenga cada laguna, o piscina, como le dicen aquí.
El agua no se mueve. Luce como un espejo rosado donde se refleja el verde de la montaña, las formas de las nubes, el pasar de los pájaros.
Foto Yohennys Briceño
Él, un hombre de 52 años, encontró en este espacio natural su sustento. Es un albañil de larga trayectoria y desde que salió del estado Sucre, cuando aún era un adolescente, vive en el barrio La Salina, ese que se alza frente a las piscinas saladas. Hace dos años tomó una pala, un azadón y una cesta. Ante la poca oferta de su oficio se fue a extraer sal. De eso vive y mantiene a su familia.
La faena inicia con la salida del sol. Camisa, pantalón, sombrero o gorra, azadón, pala, cesta. Y botas o a pies descalzos.
Reconocer a estos hombres que a diario buscan ingresos en las piscinas de la salina es sencillo. Además de su vestimenta, las cicatrices en sus pies y manos dan el indicio.
Foto Gabriela Corrie
En el lugar, la disparidad de colores atrae la atención del más escéptico. Rosa, azul, verde, marrón y blanco. Diferentes pero en armonía. Parece que se matizan para tener un tono tenue o brillante al mismo tiempo.
El salitre se ve en el aire. Es la capa que quita cierto brillo a los colores. Pero siguen ahí vivos e iluminados por un sol que quema, que pica y obliga a cerrar los ojos, que seca la sal y hace que pase de ese tono rosa claro a blanco.
Los granos parecen diamantes. El lugar es como un enorme zaguán, con cactus de todos los tamaños que dan la bienvenida, piedras que decoran el camino y pilas de sal.
Freddy llega hoy a su lugar de trabajo a las seis y media de la mañana. Aparece un poco más tarde que los demás porque ya tiene varios kilos de sal apilados. Entra a la piscina despacio y camina sobre el fango oscuro hasta que siente la primera y gruesa capa de sal debajo de él. Entonces sigue avanzando, unos ocho o diez metros hacia el centro y se inclina para tocar el fondo. Ahí está muy compacta. Da unos pasos más. Esas son difíciles de extraer.
Camina. Se inclina de nuevo. Saca un puño de sal. Con el azadón la amontona dentro del agua, con la pala la extrae y la deposita en una cesta que flota sobre un anime. Así, una y otra vez hasta llenarla. De a poco la saca del agua y la extiende sobre un montoncito que le sirve de piso para evitar que se ensucie.
Foto Yohennys Briceño
Foto Yohennys Briceño
Esta dinámica es común. Comerciantes y trabajadores de empresas procesadoras de sal vienen directamente a este lugar a comprar. Conversan con quienes la recogen y fijan un precio, que es más elevado si los sacos y el caleteo (como llaman a cargar la sal en el camión) también van de parte del vendedor.
Como Freddy no tiene molino vende la sal gruesa a estas personas que se acercan o a Manuel, otro habitante de este barrio que compra la sal, la muele y la vende.
Lo que él recibe le alcanza y agradece a Dios por eso.
—Gracias a eso puedo llevar la comida para la casa.
Foto Gabriela Corrie
Foto Yohennys Briceño
Son unas cinco capas de sal las que identifican en esta salina. La primera es la más fina. El agua del mar entra a las piscinas a través de unas pequeñas colinas que las separa de la playa. Ahí se queda, se evapora y se convierte en cuatro kilómetros cuadrados de sal rosada.
Las casas que están cerca vibran con la brisa, el agua y la sal. También con el sol. El salitre es su enemigo, pero la sal es su fuente de ingreso.
A los habitantes de los barrios Las Casitas y La Salina la naturaleza les provee una importante solución ante la escasez de trabajo y la creciente hiperinflación. Para evitar que el salitre dañe sus hogares, usan las piedras planas y lisas que sacan de las montañas como revestimiento para las fachadas. Así las mantienen. Los postes no tienen la misma suerte. El acero está corroído en la mayoría de ellos.
Foto Yohennys Briceño
El salitre daña. La sal los alimenta. Conviven en esa armonía. Daño y alimento. Sal y colores.
En las piscinas se refleja todo. El faro de Pampatar, las montañas, los conjuntos residenciales y las casas de ladrillos naranjas con enormes tanques azules en los patios. En el espejo salado se nota el desequilibrio social.
Michael lleva casi una década usando la salina como una de sus fuentes de ingreso. Tiene 48 años, siete hijos y una actitud jovial.
—Aquí en Pampatar el que no tiene plata es porque quiere –-dice con voz firme–. Aquí se pueden hacer muchas cosas.
Él se levanta a las seis de la mañana. Toma su pala, su azadón y una carreta que armó con una cesta, madera y una rueda.
Foto Gabriela Corrie
Se pone un pantalón, una gorra y sale. Temprano, antes de que el sol caliente el agua y se vuelva una tortura sumergir los pies en ella.
No lleva botas. Usa unas cholas de plástico en la orilla y se adentra a la piscina descalzo. Dice que así es más cómodo.
—Así no me entierro, pero uno se corta ahí. La primera vez se me hinchó el pie y tuve que tomar antibióticos. La sal me lo sancochó y el frío lo puso peor. Para eso me eché gasoil. Después que se curó me seguí metiendo así y ahora no me sale nada.
Termina de recoger y extender la sal, siguiendo la misma rutina que el señor Freddy, y la deja secar. A las ocho ya tiene suficiente y a las tres de la tarde comienza a molerla con un enorme molino que uno de sus vecinos les presta a cambio de un porcentaje de las ganancias por la venta.
Foto Yohennys Briceño
El molino funciona con electricidad. Ellos lo conectan a un cajetín de corriente unido a un poste. La encienden y comienzan a moler. El ambiente se inunda de blanco y la sal se adhiere a la piel de quienes están más cerca.
Como Michael ya tiene casi una década trabajando acá tiene compradores fijos. Les vende los sacos a empresas distribuidoras y a comerciantes que la llevan fuera de la isla.
Con esta venta dice que tendrá suficiente para comer bien por varios días. En una semana con buena salida de sal puede ganar hasta 100 dólares.
—Y cuando no estoy aquí me voy a las montañas, ahí mismo, y saco lajas para vender.
Por eso dice que es sencillo conseguir dinero en esta zona, al sureste del estado Nueva Esparta.
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Pampatar significa “casa de sal” o “pueblo de sal” en la lengua indígena Guaiquerí. La Salina ha formado parte de esta localidad desde la época de la colonia. La historia y los margariteños, como se le conoce a los habitantes de esta isla venezolana, aseguran que esta salina era tan amplia que colindaba con la bahía de Pampatar. Y, donde hoy hay farmacias, tiendas y comercios antes había solo sal.
—Si uno se pone a cavar ahí, donde están los chinos, saca sal. En todo esto se puede sacar sal –asegura Michael.
Foto Gabriela Corrie
Pasadas las cuatro de la tarde, cuando el sol quema menos, hombres y mujeres de la zona salen a extraer y apilar los gruesos minerales rosados y blancos. Todos con las mismas herramientas: azadón, pala y una carreta hecha con cestas. Algunos van en pareja. Otros están solos.
Recogen y apilan. Una y otra vez. Son más de ocho personas las que están a esta hora en las piscinas. La sal es el sustento de la mayoría de las familias de esta comunidad neoespartana.
Hace un par de décadas, era la Empresa Nacional de la Sal (Ensal) la que explotaba y mantenía estas piscinas. Ahora lo hacen los ciudadanos, con un poco de apoyo de instituciones públicas del municipio Maneiro, del que Pampatar es capital.
Quienes trabajan aquí también usan totumas o soperas para echar la sal seca en los tobos y llevarla a casa. Esta es una de las salinas más famosas del país, pero no la única. La Salina de Araya, ubicada en el estado Sucre, también es una inagotable fuente de ingresos para sus pobladores.
Pasan los días y parece que la sal no se acaba.
—Acá siempre hay sal –dice animadamente Michael.
Las piscinas mantienen un ciclo constante que con las lluvias se retrasa pero cuando sale de nuevo el sol y se evapora el agua, hay suficiente sal para vender y sobrevivir.
Muy bueno
interesante la producción artesanal de la sal