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Yo escuchaba aquella terrible respiración estentórea mientras veía sus ojos acuosos en aquel rostro surcado de arrugas. Ya el cáncer del pulmón le había ganado, me habían dejado ahí sola, por solo un instante, para no dejarlo solo y para que así descansaran las que lo velaban. Él y yo jamás nos habíamos hablado, ni nos volveríamos hablar después de ese día. Sólo lo había visto un par de veces, pero ya sabía de sus andanzas de joven: contrabandista, mujeriego, jugador y sinvergüenza.
De pronto, en medio de aquella tétrica y oscura atmósfera, abrió la boca y con un esfuerzo sobrehumano y guiñándome un ojo me dijo: “¡Consígueme un cigarro mija!”. Me quedé fría, sin saber qué hacer, pero créanme, había tanta súplica, tanto dolor, con aquella pizca de picardía, que al igual que tantas otras no me le resistí y mi corazón no pudo dejar de compadecerse, para darle un último placer a un moribundo. Nadie sabía que fumaba y no sé si es que los fumadores se reconocen así como los tramposos, o sólo fue casualidad: yo cargaba dos cigarrillos robados en un papelito dentro de mi bolsillo. Saqué uno, lo prendí con la llama de una vela puesta a la virgen y se lo puse en su boca. Inhaló como si hubiese estado en el fondo del mar y tomara aire por fin. Claro, pronto emergió aquella tos incontrolable, pero su boca sonreía mientras sus ojos miraban como hacia el pasado.
Crecí en medio de fumadores, me dormía con el cálido y amado olor a cigarrillo que emanaba de mi padre. Me maravillaba mirando a mi hermosa madre, que en los raros momentos alegres se sentaba elegantemente con un cigarro en la mano y un aire de glamoroso desenfado. En mi mente guardo la imagen de mi amada bisabuela, con su cigarro en la boca “con la candela pa’ dentro” (con la llama dentro de la boca y el filtro afuera) o a mi querida eternamente soltera y mansa tía, que al finalizar el día se sentaba en su chinchorro, en completa soledad, en medio de la oscuridad, con íntima entrega a un cigarro. Uno solo, el único de cada día, su único vicio, su único momento de paz y libertad.
No espero que un no-fumador entienda lo que se siente, ni pretendo responder al por qué lo hacen los que lo hacemos, pero lo que deben entender de una vez y por todas es que fumar no es solo prender un cigarro o una pipa e inhalar bocanadas de humo. Es mucho más. En cada escape de esa danza mística del humo, se liberan extraños misterios, se aplacan ciertas emociones y se entretienen otras mejores, se acompaña la soledad con uno mismo, y esa voz interna que todos niegan, se escucha mejor, se vuelve un ritual inevitable y automático, como el que se santigua ante las iglesias, como el beso a la esposa. Y dejarlo es arrancar un pedazo del más íntimo, escondido y entrañable egoísmo, y si peor aún, te lo prohíben, es un duro golpe a esa parte primitiva del ser, la rebeldía del ser libre, de hacer lo que no se debe, de lo prohibido….
No lo duden, es totalmente cierto que es muy nocivo para la salud, pero creo que la cosa la han llevado, como siempre, a extremos tan desagradables como en los años cincuenta, cuando las tabacaleras inundaron de humo al cine, la televisión y cuanto medio publicitario existiera o se inventara, con las más bizarras consignas. Creo en la vieja conseja de que de lo bueno poco, y que todo en exceso es malo, por muy ingenuo que esto suene, como también creo que la libertad es algo tan importante, que sin ella la existencia humana no tiene sentido por eso, aunque nos auto-esclavicemos, hasta con el humo, morimos por la libertad de decidir que cadenas ponernos. ¿O no es así?