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Un armazón de tubos conectados entre sí soporta una tarima de más de dos metros de altura. Ese gran esqueleto esconde al público el camerino de quienes están próximos a salir en escena. Uno de los soportes horizontales sostiene un gancho con un traje de soldado romano. Un hombre hace otro intento por tomarlo, vestirse y entrar en personaje. Toma la funda de la espada que guinda en la armadura del guerrero, pero una voz que llega por su espalda lo detiene:

—Ven a ver las luces de la tarima.

Otro con camisa negra y una estampa que dice Artes Escénicas le interroga:

—Horacio, ¿dónde estacionamos las motos?

Aparece un representante municipal, él le saluda respetuosamente, a pesar de que llevan más de treinta minutos de retraso para salir al escenario. Toma su tiempo para saludarle con un apretón de manos y escucharle:

—Horacio, esperamos que nos des la orden para desviar el tráfico allá arriba.

Otra de las tantas voces en tránsito le pregunta:

—Compadre, después del arresto, ¿qué canción viene?

Casi al mismo tiempo, una mujer entre el esqueleto de tubos exclama:

—¡Necesitamos el pan para la Última Cena!

Una vez más, luego de solventar cada llamado, el hombre vuelve a tomar la funda de la espada. Pero esta vez, la sostiene con ambas manos, como si quisiera encontrar equilibrio.
Aun cuando no porta insignias ni condecoraciones, Horacio Antonio Herrera es el capitán de un grupo integrado por más de cuarenta personas –en algún momento llegaron a ser ochenta integrantes– que todos los años interpreta ante la población de El Hatillo y ante sus visitantes la Crucifixión y la Resurrección viviente de Jesús, en la Semana Mayor.

—Nosotros pensábamos que el acto sería para esa primera vez nada más y no íbamos a continuar. Y hasta el sol de hoy, estamos en este trabajo —cuenta Horacio, remontándose a la época cuando contaba con veintidós años de edad y era un muchacho rebelde, con barba y cabello largo, decidido contra todo prejuicio a confesarle a sus amigos del pueblo lo que mantenía en secreto para evitar habladurías: que estudiaba en una Escuela de Teatro y que invitaría a sus compañeros de clase a escenificar la Crucifixión viviente en El Hatillo.

Si bien recibió miradas de extrañeza y desaprobación de sus amigos al enterarse que uno de los suyos pretendiera dedicarse a una carrera que no parecía encajar en las costumbres de un pueblo conservador, Horacio no esperaba lo que sus compañeros de tragos le dijeron:

—Oye, pero eso lo podemos hacer nosotros.

A partir de allí, casi de forma orgánica, se repartieron tareas:

—Tú te encargas del libreto, tú te encargas del vestuario y tú te encargas de buscar los recursos.
Entonces se formó su batallón, en el que ahora participan hijos, sobrinos y nietos de esa primera generación de hatillanos.

***

Son las ocho y diez de la noche del Jueves Santo. Treinta y seis años después de que se completara el primer batallón de este capitán de las artes. Hay luna llena y mucho movimiento detrás la tarima. Luego de varios llamados de paciencia al público presente, que ya se extiende hasta la calle Bella Vista y la calle Comercio, el locutor de El Hatillo, José Luis Muñoz, presenta la obra y al grupo.
Un soldado con sandalias blancas, falda, peto de cuero, casco color blanco con ornamentos dorados y una larga capa blanca, respira profundo y suspira:

—Llegó la hora de la verdad.

Acto seguido y en un grito de guerra antes de la batalla, da la orden a los suyos:

—¡Listos para comenzar!

***

El 2 de marzo de 2014, Horacio Antonio Herrera cumplió cincuenta y nueve años. Ahora domina el blanco en su barba y cabello, los lleva al ras, con espíritu sereno invoca su historia familiar. Recuerda que eran cinco en casa y que por parte de papá tiene hermanos que aún no conoce.

—Mi papá era un sinvergüenza —dice soltando una risa nerviosa— pero era muy buena gente, una persona trabajadora.

Su padre era chofer de la época en la que un pasaje en autobús de El Hatillo a La Boyera costaba medio. Horacio dice haber heredado su mal carácter. De su madre sabe poco, que fue una campesina que llegó de un pueblito llamado San Francisco de Macaira, estado Guárico, a trabajar en una casa de familia y “su papá se la robó”. Lo que más admiraba de su madre era su pausa al hablar y su conexión con la tierra, cualidades que también heredó.

—Siempre digo que hay olores y sabores que te traen recuerdos. El café y el olor a tierra mojada me recuerdan a mi mamá. A mí me gusta mucho ese olor, porque me recuerda a mi infancia, porque todo era de tierra antes.

Tierra y café también lo conectan con su Hatillo natal, donde afirma que está enterrado su ombligo. Por eso no se va de su lugar.

—Nosotros tenemos algo de campesinos. Aparte de amar a su tierra, el hatillano siente lo mismo que yo cuando ama el café, cuando ama a la tierra, cuando ve que cortan un árbol.

Este capitán de las artes ha crecido y madurado en El Hatillo, ha vivido la transición de un pueblo que transformó los recibidores de sus casas en comercios, sin desestimar que la esencia del pueblo siga allí, en los cuartos de esas viviendas de antaño.
También le ha tocado vivir el cambio de El Calvario, el lugar donde creció y donde aún vive, ese espacio que pasó de ser selva vegetal de naranjas y café a un laberinto de cemento. Ese es El Hatillo que le conoce, que le ha apoyado y le sigue recibiendo. Es la misma gente que le hace llegar un sobre con un aporte económico que los ayuda con el espectáculo, a pocos días de llevarse a cabo: todos ponen de su propio bolsillo para confeccionar los llamativos trajes. Ninguno recibe remuneración económica por ello. Actuar es su pasión.

—Enamorarse es malo, el amor duele —asegura— No me gusta enamorarme porque tengo paz, y quiero mucho mi paz y mi libertad.

Horacio Antonio Herrera es padre de dos, hembra y varón, divorciado.
Para él, su “fracaso de pareja” se debió en gran parte al tiempo dedicado a lo que le ha gustado siempre, haberse entregado tanto a su labor en la organización que ya figura como Patrimonio Cultural Viviente del Municipio El Hatillo.

—Soy un soñador, mientras más sueño, tengo más ilusiones.

De día trabaja como custodio de equipos audiovisuales en una agencia de publicidad. Y a partir de las seis de la tarde, su tiempo lo invierte en sus proyectos. Sus vacaciones las entrega a la planificación de las presentaciones de Semana Santa.
Darle nombre al grupo teatral al que tanto le dedica pareció no ser difícil: eran 23 que se presentaron por primera vez un 23 de marzo. Alguien sugirió descartar el calificativo de juvenil, porque podrían pasar los años y dejar de ser jóvenes…

—Y parece que era verdad —dice Horacio, como quien aún no cae en cuenta de la permanencia de la que ha sido responsable.

Doblaje de voces, coreografías, incluir otros personajes bíblicos y efectos visuales, forman parte de la estrategia para asegurar la atención de un público que como El Hatillo, también ha cambiado.

—Antes era diferente. La gente a veces se acercaba a besar el manto, era más espiritual. Hoy día tienes que ir con el público, de la mano de ellos, con los jóvenes, con su tecnología, con su música. Si no lo haces, te vas a quedar atrás. Esa es la forma de llevar el mismo mensaje.
Bajo esa premisa reciben nuevos integrantes cada año. Así este capitán es feliz, rodeado de jóvenes, de sus amigos.

—Horacio es una persona paciente que trata de buscar distintas salidas y siempre responde. No se deja caer nunca, él siempre va a responder. Su clave para durar tanto tiempo es que siempre sabe responder a todo; él busca la forma —comenta Gustavo Salas, coreógrafo del Ateneo de Baruta, grupo que también se ha sumado al trabajo de la Organización 23 de Marzo.

En todos estos años, desde los inicios de esta aventura teatral, algo se mantiene invariable desde la primera presentación que se hiciera frente a la capilla de El Calvario: los azotes recibidos por Jesús y por los dos ladrones son reales –hasta el final, hasta que brote sangre–. Además de dejar marcas en la espalda, esta acción deja constancia de una devoción genuina que “los marcó” y los legitimó ante su público.
Después de veinte años sin actuar, en esta Semana Mayor, el capitán debió cambiar la estrategia y volver a las tablas. Su hijo se estrenó este año como Jesucristo, y para protegerlo de los azotes, a pesar de la paradoja histórica, decidió vestirse de soldado romano. Por esa razón, mientras el viacrucis viviente bordeaba la plaza Bolívar y el público les seguía atentos, padre, director y actor iban en un mismo cuerpo. Al llegar a la calle La Paz, el soldado que se mantuvo a la cabeza de la procesión junto a Jesús con la cruz a cuestas, retrocedió para verificar que Dimas y Gestas podían continuar, a pesar de los azotes recibidos. Luego se devolvió e hizo lo propio con su hijo hasta llegar a la tarima donde, con la muerte de Jesús, entre aplausos y los abrazos del grupo fuera de escena, celebraron haber cumplido otro viacrucis con honores.
El rostro de Horacio pareciera iluminarse cuando habla de su teatro. Las funciones de Semana Santa son lo único trágico que representan. Montan, además, dos obras distintas en el año: Entre hadas y duendes y El Velorio.

—Pienso retirarme porque necesito dedicarle más tiempo a esto. Tenemos muchos sueños, muchas ideas. Queremos salir a la calle, hacer más piezas de teatro, pero para hacerlo debo dedicarle tiempo completo. Ésta es mi pasión, aquí me quedo.