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Una densa capa de polvo se extendía por toda La Fénix, en Petare, luego del derrumbe. El día había amanecido soleado y, por primera vez en una semana, los vecinos habían sentido que podían estar serenos porque no llovía. Pero aquel polvo que nublaba la vista de cualquiera como la peor de las cataratas, había probado lo contrario: la ausencia de aguacero un día no descartaba el daño de tantos años, y cincuenta y cinco personas quedaron sin casa, quinientos cuarenta y uno esperando su turno.

Nadie sabe exactamente cuándo, pero hace un poco más de treinta años las tierras de La Fénix dejaron de ser de Dios, vírgenes y silvestres, para ser de los hombres. El follaje fue desplazado por bloques desnudos, naranjas, que se multiplicaron casi a la velocidad en que se reproducen esos mismos hombres. En el barrio, el que levanta su casa se apega a ella por el esfuerzo, por los años de sacrificio, no por lo que cuestan los materiales. Pero muy a pesar de las gotas de sudor, los ranchos resultan, casi siempre, ser un bien perecedero: construidos sobre platabandas firmes, en suelos inestables, el tiempo sólo dilata el momento en que cederá el terreno y terminarán disgregados en los barrancos.

Maracuchito era una de las cincuenta y cinco personas. Su sobrenombre haría pensar que no pasa de los quince, pero tiene veinticinco y le dicen así porque a pesar de su metro noventa es el menor de los tres hijos del señor Maracucho. Después de un día tan ajetreado como aquel, en que su familia y amigos se convirtieron en damnificados, Maracuchito finalmente pensó en comer.

Ya era de noche, a golpe de diez. En las calles de la parte alta del barrio bandadas de jóvenes tomaban al ritmo de un reggeaton ya pasado de moda. Casi todos hombres, jinetes de motocicletas estacionadas, chiflaban a cuanta mujer pasaba por allí. Maracuchito no es de la zona, sino de la de abajo, y pasaba indignado por la ausencia de policías. Pero lo que más le preocupaba, en realidad, no era su seguridad personal sino la suciedad de sus pantalones embarrados y el olor de su camiseta sudada.

Desde la mañana no había descansado ni un minuto. Estaba decidido: compraría las bolsas y el pan, se bañaría en casa de un conocido, y se acostaría a dormir.

-¿Qué pasó, hermano?

-¿Cómo estás? ¿qué haces por aquí arriba?

-Mira, necesito unas bolsas de esas transparentes, de esas así como para meter una comida así separada. ¿Sí me entendiste?

El portugués, en verdad, no entendía. Él no vendía bolsas.

-Es que se cayeron unos ranchos allá abajo… a mí se me cayó el rancho, hermano, feo feo. Hay que separar la comida para que cada quien se lleve su bolsa. ¿No tienes así como donde se meten las canillas?

Llamó a un empleado y le hizo una seña. Maracuchito lo saludó y él le devolvió la cortesía con un paquete de más de cien bolsas plásticas.

-¿Cuántas canillas hay? ¿a cuánto está el jamón? El barato.

Había suficiente para cien sánduches de jamón. Cincuenta canillas le habían hecho la noche al portugués que prorrogaba la hora de cierre mientras hacía la cauchada de picar los panes por la mitad, y cada mitad, por el medio. Entre cliente y cliente, Maracuchito le contaba cómo su hogar se había desplomado cual galleta hecha añicos en manos de un niño pequeño. El panadero decía lamentarlo, pero su expresión era más bien la de alguien resignado a lo inevitable: la caída de aquellas ocho casas, construidas sobre el suelo poroso del Ávila, era normal. Más que normal, era un mal avisado desde la puesta del primer bloque.

De vuelta en La Fénix algunas de las vecinas esperaban la llegada de Maracuchito. A pesar de que el cabello suelto es para las ocasiones especiales, los moños hechos aquella mañana se habían desecho y nadie se había preocupado por rehacerlos porque había asuntos más importantes.

Esperaban ansiosas el sonido de la moto, ese que indicaba la cercanía de la cena. Desde la subida a Carpintero, Maracuchito apareció, les dio la bolsa de pan, el jamón barato y desapareció.

Los niños eran los primeros. Un sánduche, un jugo, unas papas Ruffles. Las madres pedían agua, leche, más comida: pero no había. Los hombres mayores fumaban sus preocupaciones y ahogaban sus penas en ron. Era casi media noche cuando Maracuchito volvió a hacerse presente: estaba limpiecito, perfumado, como estrenando atuendo. Sonreía aliviado, quizás por primera vez en el día, y ahora sin los restos del bigote que había descuidado toda la semana. Pidió unas llaves a Gustavito, su hermano mayor, y se acostó en el asiento trasero del Chevette azul plomo que manejaba para ganarse la vida.

Mañana sería un nuevo día, quién sabe si con sol o con agua, pero indudablemente su casa seguiría hecha pedazos en la ladera, seguirían naciendo ranchos y Dios seguiría reclamando sus tierras.