Un Esquilo AS 350 B3 de seis plazas acaricia el vértigo de antenas de la urbe. Desde el aire, São Paulo muestra su irregular dentadura: rascacielos, edificios piramidales, antenas de televisión, líneas/calle, puntos/personas sobre las líneas. De vez en cuando, una gota verde en un mar de asfalto. Caito Maia –un empresario de cuarenta y un años– contempla la estampa-tras-el-cristal. “Uso helicóptero para ahorrar tiempo, tener más seguridad y comodidad”, afirma Caito. El destino del vuelo es el centro comercial Tatuapé, en la zona Este. La aeronave sobrevuela ahora el barrio residencial Jardins, saturado de terrazas con piscinas y helipuertos. El Esquilo avanza con ligereza. En la distancia, flotando en el aire, otros helicópteros y algún urubú.
La Universidad de la Ciudad de São Paulo (el heliponto más cercano al shopping Tatuapé) está cerca. “Con helicóptero visito doce de mis tiendas al día, en lugar de cuatro”, asegura el empresario. Caio comercializa gafas de sol. Su marca, Chili Beans, es líder en Brasil. “La verdad es que nunca esperaba necesitar un helicóptero para mi trabajos”, afirma Caio.
Heliponto elevado a la vista. En lo alto, un hombre con look de extraterrestre –abrigo, casco brillante – hace señales. Aterrizaje perfecto. Tiempo del trayecto: diez minutos. Sin atascos. Sin estrés. Con São Paulo a nuestros pies creo estar en las páginas de Las ciudades invisibles, libro mítico de Italo Calvino. Concretamente en Baucis, aquella ciudad edificada sobre “zancos que se alzan del suelo a gran distancia uno del otro”. Sospecho que Caito y los Ejecutivos Hélice, como los habitantes de Baucis, rara vez “se muestran en tierra porque arriba tienen todo lo que necesitan”.
Ciudad de las capas. Cuando empecé a internarme en São Paulo/Helicopterópolis, año 2006, envié un email de perplejidad a periodistas y amigos europeos. “En São Paulo, los ejecutivos no viajan en taxi o limusina. Tiempo perdido. Secuestros. Atascos. Del aeropuerto al rascacielos, de la reunión al hotel (con check in en la última planta). Del hotel al aeropuerto”. La sospecha inicial –que la clase alta vivía a ras de cielo – la confirmé poco a poco. Primero con cifras: más de cuatrocientos vuelos diarios, sesenta y ocho mil ochocientos movimientos anuales, despegues y aterrizajes (año 2008). Más de quinientos helicópteros (cifra apenas superada por Nueva York). Y trescientos veinticinco helipontos. Doscientos diez de ellos situados en lo alto de los edificios, una cantidad inédita en el planeta tierra. Pero varios años después, tras una decena de vuelos en helicóptero y una treintena de entrevistas, sé que el alma-helice de la urbe va mucho más allá de la clase empresarial. Basta rebobinar para entenderlo todo. Primer recuerdo: un vuelo desde el aeropuerto de Congonhas. La empresa Citroên había premiado a los tres vendedores del mes de São Paulo con un paseo panorámico. El trayecto fue tan corto como intenso. El interior del helicóptero, tras el despegue, se convirtió en una fiesta de gritos. Naiara, una joven risueña, no paraba de fotografiar la ciudad con su celular. Los mil quinientos veintidós kilómetros cuadrados de São Paulo, sus dieciséis mil quinientos kilómetros de calles, encerradados/pixelados en el teléfono de Naira. Los vendedores del mes reían compulsivamente. En su nerviosismo, intentaban hablar con amigos y familiares, sin éxito: “Mamá, estoy en un helicóptero”.
Segundo flashback: piscina climatizada del Hotel Hilton del São Paulo World Trade Center. Un año después de empezar a escrutar el alma de Baucis/Sampa, la ciudad invisible de los helicópteros, contemplaba cómo un hombre nadaba en una piscina, desde un piso vigésimo octavo, con sky line de fondo. Sólo entonces entendí una palabra clave: altura. Mônica Mendes (nombre ficticio), una empresaria que entrevisté ese día en el gimnasio del Hilton, me definió la palabra en su vertiente metafórico. Mónica practicaba musculación con la ciudad vertical a sus pies. “¿Sabes? – me dijo– cuando miro hacia abajo acaricio el secreto de la vida. Desde la altura, tengo complejo de diosa”. El tercer flashback me remonta a otro mail sobre São Paulo, que envié muchos vuelos después: “Las novias sueñan con aterrizar de blanco en la iglesia desde un helicóptero. En el día de los enamorados, las parejitas sobrevuelan la urbe entregados al romanticismo aéreo. Papa Noel ha cambiado el trineo por un Bell made in USA y llega a su pesebre desde el cielo”.
Avenida Alameda Santos. Barrio de Jardins. Hotel Rennaissance. Nelson García, el gerente residente, y Eduardo Silva, jefe de seguridad, me esperan. “Los clientes que llegan en helicóptero hacen el check in en el piso veintitrés. No hace falta que bajen a recepción”, matiza con orgullo Nelson. Mientras subimos hacia el helipuerto, Nelson menciona algunos huéspedes honoríficos. Lula da Silva. Gobernadores. Empresarios. Pilotos de Fórmula 1. La suite presidencial, a diecinueve mil reales (once mil dólares) la noche. El aterrizaje a quinientos reales (doscientos noventa dólares). Nelson y Eduardo caminan por la superficie del helipuerto. Señalan el horizonte, un indescifrable sky line de antenas/edificios, arañando una neblina corrosiva. “Registramos unos tres o cuatro aterrizajes diarios. El helipuerto heliponto también lo usa la Policía Militar, políticos…”, asegura Eduardo Silva. Y asomado a mi propio vértigo, me lanzo a los recuerdos. Escucho, como si estuviese aquí, a Roberto Nogueira, un piloto paulista. “Aquí, el helicóptero comenzó como apoyo a la policía en las persecuciones. Ahora es una fiebre. Algunos niños van a los cumpleaños de sus amigos en los helicópteros de los papás. Un día piloté para un hombre que para reconquistar a su ex mujer se subió al helicóptero con un micrófono y entonó una canción sertaneja. Su mujer, alucinada en el balcón”.
Control aéreo
– Llamando a control São Paulo.
– Prosiga.
– En la frecuencia Papa Tango Yankee Tango Vítor, vengo de Alphaville, destino Serra Delta Serra November, Sector 3.
Hora punta. Las ondas radiofónicas llegan desde la São Paulo estratosférica. Una veintena de personas trabajan atentas a las pantallas de los ordenadores: fondo negro, puntos móviles, líneas amarillas. Escuchan a los pilotos de helicópteros. Dan órdenes:
–Afirmativo. Libre ingreso. Prosiga en la ruta Pinheiros, acuso final para Serra Delta Serra November.
El coronel Luiz Cláudio Ribeiro, responsable durante años del Servicio Regional de Protección al Vuelo de São Paulo (SRPV-SP), órgano ligado al Comando de la Aeronáutica, sonríe. Se pasea con orgullo por la sala de controladores, en el aeropuerto de Congonhas. En ella opera el único equipo de controladores aéreos de helicópteros un área urbana del mundo. “Con el aumento del tráfico de helicópteros empezó a existir riesgo de choque”, asegura el coronel Ribeiro. Desde el diez de junio de 2004 un dream team de unas cincuenta personas controla ciento dos kilómetros cuadrados de superficie. “Monitoreamos el corazón financiero y las principales áreas residenciales. Siempre hay unos cinco helicópteros volando al mismo tiempo. En hora punta, hasta doce. Por eso creamos veintiún corredores imaginarios por donde circulan”, afirma el capitán Carlos Alberto de Mattos Bento.