Seleccionar página

 

La primera vez que Freddy Acevedo tuvo una pelota de golf en sus manos sintió un corrientazo. Una ráfaga de estática le rozó la piel al tomar entre los dedos esa pequeña pelota blanca con hoyuelos, ligera pero a la vez sólida como una piedra. Sus manos de nueve años solo habían conocido las texturas rugosas de la pelota de béisbol, el destino casi atávico de los niños que crecen en el 23 de Enero, el mismo destino que le marcaban sus tres hermanos mayores quienes practicaban béisbol en las calles de esta parroquia caraqueña donde Freddy nació y pasó sus primeros años de vida.

Un vecino y amigo de la familia Acevedo era caddie en el Caracas Country Club y en su bolso de trabajo fue que algunas pelotas de golf hicieron el viaje hasta las manos de Freddy. En aquella casa de siete hermanos varones, el deporte era el pan de cada día, pero, muy en especial, el del bate y la pelota cosida. Freddy aprendió a darle fuerza al swing del bateador, mucho antes siquiera de imaginarse que sería otro swing el que le marcaría el resto de sus días.

—A los 11 años llegamos a El Hatillo, vivíamos con papá en el barrio El Calvario. El campo de béisbol quedaba donde ahora está el Centro Empresarial y al lado estaba el campo de golf. Yo perseguía las peloticas, era como un imán, pero era el golf que me estaba persiguiendo.

Freddy no tenía que hacer mucho esfuerzo para cruzar la cerca que dividía los dos campos: eran unas cuantas tablas que no le llegaban ni a la cintura. Era 1964 y La Lagunita Country Club apenas se separaba como un terreno más de la zona que aún disfrutaba el encanto de la ruralidad.

—El campo nos rodeaba. Había naranjales por todos lados y nos parábamos en el tee del hoyo 15 a venderle naranjas y mandarinas por un real (Bs 0,50) a los jugadores de golf que iban pasando –recuerda.

Pero mientras los demás muchachos se iban, él se quedaba horas y horas observando el bamboleo de péndulo que hacía el cuerpo de los jugadores hasta que aquel palo metálico, brillante como un rayo, golpeaba la pelota y la hacía volar. Otras veces seguía silencioso el ritmo de la respiración del jugador hasta que conectaba la pelota con la más calculada precisión para hacerla rodar los pocos centímetros que la separaban del hoyo.

Su fascinación por el golf se concretó a los 12 años cuando los jugadores profesionales lo veían contemplando desde lejos y lo invitaron a aprender. Esa vez cruzó la cerca del green y se quedó para siempre. Mientras se entrenaba como caddie, trabajaba como obrero en una construcción y cargaba maletas para llevar dinero a casa y pagarse los estudios, igual que sus hermanos mayores. Hasta que empezó a cobrar por su trabajo: 4 bolívares fue su primer pago por acompañar a los jugadores cargando un bolso con 14 palos al hombro, a través de las 6.000 yardas que conforman el campo de golf de La Lagunita Country Club.

Esas 6.000 yardas las ha recorrido Freddy Acevedo durante 50 de sus 63 años de vida. En su trayectoria como golfista pasó de ser caddie, ganador de campeonatos internos y nacionales; a ser un jugador profesional, dos veces competidor en mundiales de golf (México 1983 – Indonesia 1986) y desde hace 26 años es instructor de la Escuela de Golf Menor, en la que se dedica a enseñar, especialmente a niños, los precisos movimientos que lo han hecho una referencia en esta exigente disciplina.

Manos firmes

A las 3:30 en punto, Freddy observa su reloj y camina hacia la entrada del campo con la lista de los cinco estudiantes que tienen la primera clase de la tarde. Uno a uno los manda a buscar sus implementos.

—Hoy nos toca pott –les dice.

El potting green es el espacio de la precisión. Los golpes son leves, a veces imperceptibles, pero el objetivo es lograr que la pelota ruede en perfecta línea imaginaria para que entre al hoyo con toda la sincronía posible.

Freddy se sitúa en diagonal al hoyo y la banderilla. El primer alumno que lo intenta ronda los 15 años. Lleva rato practicando a solas, antes de que la clase comenzara formalmente. Cuando Freddy entra al área del potting le pide que practique unos cuantos tiros. El muchacho se para a escasos centímetros del hoyo, alinea sus pies, con el dedo pulgar y el índice marca la distancia de la pelota, se endereza, sujeta el palo con firmeza. Antes de que siquiera el codo derecho se levante, Freddy hace un gesto de desaprobación con la boca, anticipa el fallo y suelta un monosílabo quejumbroso: jum. La pelota pasa de largo el hoyo que hace un segundo estaba a milímetros de distancia.

—Dudaste. Cualquier duda, por mínima que sea, te va a desviar la pelota. Vuelve a intentar.

A su alrededor corretean los otros 4 alumnos que tienen entre 8 y 14 años. De pronto una mala palabra sobresale y el rostro de Freddy se hace solemne.

—Epa, cuidado. Saben las normas, nada de groserías.

El infractor sonríe con la sorna de la adolescencia y Freddy lo precisa:

—Ponte la camisa por dentro y párate aquí que vas a practicar.

El resto agarra el mínimo necesario, toma sus palos y practica en silencio. Primera lección del día.

—Lo que más disfruto de la enseñanza es trabajar con los niños. Hay unos que quieren lucirse, pero los instructores enseñamos respeto porque así es el golf: un juego de silencio, de concentración, no se permiten abucheos, ni gritos, nada de eso. Los quiero como si fueran mis hijos, pero también los educo.

Mientras habla se acerca a uno de sus estudiantes más pequeños al que no ha dejado de observar y le corrige la postura. Le endereza la espalda y diseña un ángulo leve con sus codos:

—Es un movimiento pendular, ¿lo ves? Pen-du-lar –tararea y lo ayuda a balancearse.

La cerca que aleja

La pedagogía encontró a Acevedo en medio de su camino como golfista profesional. A medida que pasaban los años y él avanzaba su carrera dentro del campo, afuera, las cercas iban subiendo hasta que ya no se pudieron cruzar como él lo hizo alguna vez.

—Ahora los muchachos son más difíciles. Yo recibí ayuda de muchos jugadores profesionales que me dieron la oportunidad de encontrar en el golf una forma de vida y eso hay que continuarlo.

Así fue como el golf, un deporte de élite, se convirtió más que en una carrera, en la misión de vida de Freddy Acevedo. La Escuela de Golf Menor de la que forma parte como instructor cuenta con la Fundación Chela Quintana, que se encarga de cubrir el costo de los implementos y participaciones en torneos a los niños y jóvenes que quieran jugar golf y viven en las comunidades populares del municipio El Hatillo.

—El golf puede ser una posibilidad, un camino de vida para algunos como lo fue para mí. Cuando vemos a un muchacho que tiene habilidades, que se interesa y valora el deporte, la fundación lo ayuda y le abre ese camino.

Al grupo que practica al lado de los muchachos de Freddy le tocó hoy el chipping green, el área para aprender a sacar pelotas que caen en los bunkers (bancos de arena). Dos niñas de ese grupo forman parte de la fundación y viven en el barrio El Calvario, el lugar donde ha vivido Freddy desde que llegó a El Hatillo cuando era niño.

Las altas lomas y el inmenso campo verde es el panorama que tienen en sus ventanas muchas familias de El Calvario. Desde la casa de los Acevedo-Carrasquero puede verse un pedazo de ese campo que tanto conocen. Allí fue donde Freddy conoció a Mariela, su primera y única novia, esposa y madre de sus tres hijos. La mamá de Mariela trabajaba en el club y ella la acompañaba. Hatillana de nacimiento, del sector Corralito, terminó de enraizar a Freddy en esa tierra y aunque él viajaba por el mundo, siempre como un imán tras la pelota de golf, cinco décadas después no se imaginan viviendo en otra parte.

Sin retiro

De martes a domingo la casa de Freddy es el club. En cualquier área de las instalaciones los jugadores se detienen a saludarlo, sus compañeros instructores levantan el brazo cuando lo ven pasar, los trabajadores le dan una palmada en el hombro:

—¿Cómo está la cosa, Freddy?

Y él, atento al saludo, les responde

—Hoy estoy mejor que ayer.

Su día libre es el lunes, una recompensa con mucho significado. A los 16 años participó en su primer campeonato de caddies, unos torneos que dan la oportunidad a la mano derecha del jugador de medir sus propias habilidades y pasar al siguiente escalón que los puede llevar a convertirse en profesionales. Acevedo participó en tres oportunidades: en la primera quedó en el segundo lugar, la segunda vez empató y en honor al dicho, a la tercera fue la vencida y logró coronarse campeón del torneo que –según recuerda muy bien– jugó con palos prestados.

—Los caddies jugábamos los lunes con palos que nos prestaban o alquilábamos por día. Mis primeros palos propios me los regaló mi instructor Tommy Fonseca. Yo tenía 23 años y había ganado campeonatos internos siempre con palos prestados. Pero estos eran míos, eran como mi cédula, nunca los dejaba.

Ser caddie, golfista profesional e instructor le hizo entender este deporte en todas sus dimensiones. Sabe por experiencia propia que el recorrido de los 18 hoyos que llevan al triunfo no admite distracciones.

—Es como llevar una vida de monaguillo. El golf es demasiado exigente porque depende de ti mismo, el reto es para uno solo. En los demás deportes hay 9, 10 personas más que hacen equipo, pero el golf es 60% mente, 20% físico y otro 20% práctica. Lo mejor es que en golf no existe el retiro y yo apenas acabo de cumplir 63 años.

Antes de que la lluvia lo obligue a terminar la clase, Freddy hace un estiramiento, toma un palo y se para en la línea de práctica. Hace uno, dos swings y al tercer movimiento el torso gira completo. Solo se siente el track del golpe y el aire cortado por la velocidad de la pelota que vuela hasta la yarda 145. Sus alumnos lo aplauden, pero Freddy queda impasible observando el arco invisible que dejó la pelotica blanca, la misma que a los nueve años, al primer contacto, le anticipó el camino con un corrientazo.