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Este beisbolista, diestro emblemático de los Tiburones de la Guaira, ha adoptado el grito resiliente de su equipo del alma en un recorrido que lo convirtió en el primer lanzador venezolano en ser abridor en un juego inaugural de Grandes Ligas. Aún hoy, en su rol de coach de pitcheo, sigue apostando a la victoria. Cuando su grupo por fin gane, jura que brindará con un buen whisky

Felipe Lira tenía tan sólo 17 años cuando comenzó a esculpir su diamante. Tras firmar un contrato para vestir el uniforme de los Tiburones de La Guaira, el equipo de sus amores en el béisbol venezolano, debutó en la temporada 1989-1990. A esa edad, casi saliendo de la adolescencia, este joven mirandino nacido en Santa Teresa del Tuy aún no tenía claro si la pelota sería su destino. 

Jamás abandonó sus clases, mientras aprendía cómo agarrar la pelota para lograr mejores lanzamientos.  

—No miraba el béisbol como un medio de vida. Cuando comencé como pitcher, no lo veía así. No sé si era porque estudiaba. Conocí a muchos que abandonaron los estudios como en tercer año de secundaria —recuerda el pelotero. 

En algunos países, los jóvenes prospectos de este deporte son enviados a institutos académicos, en los que deben obtener buenas notas y jugar béisbol para optar por una firma. 

Venezuela no tiene ese sistema. 

Las promesas entre doce y quince años son aislados en academias, en las que a duras penas pueden cumplir con los estudios básicos. Pero en el caso de Felipe fue distinto. Su crianza vaciló entre la educación y el deporte como prioridad, ambas tenían que ir de la mano. 

Tiburones de La Guaira, aunque sin título, se convirtió en su segunda escuela 

—Al principio, en mi primer y segundo año en la pelota, me sentía muy raro. Muy pocos terminaron siquiera el bachillerato.  Algunos peloteros me echaban vaina, “burguesito, lo que haces es estudiar” —cuenta Lira—. Dentro de mí me decía que podía cumplir con ambas actividades. 

 “Muy pocos llegan”, era la frase más repetida que escuchaba Felipe cuando se hablaba sobre el mejor béisbol del mundo: las Grandes Ligas del béisbol norteamericano. De chico rápidamente entendió el sacrificio y la disciplina que debía mantener para ser pelotero profesional en ese campeonato estelar. En muchos momentos, confiesa, pensó en dejarlo todo y convertirse en abogado o militar. Su padre le dejó muy claro que para ser pelotero había que ser responsable y no debía dejar el camino sin llegar hasta el final.

Culminado los estudios, Felipe se enamoró del béisbol gracias a la tropa del litoral, a los Tiburones, y no dudó más. Sabía qué lo hacía feliz y qué lo emocionaba más que cualquier cosa. Por eso escogió ser lanzador de máximo nivel. 

Entonces, otro momento soñado llegó pronto. 

En 1995 firmó su debut en las mayores con los Tigres de Detroit. Se sumaba al exclusivo club de criollos: antes de él, sólo 75 venezolanos lo habían logrado. 

Barajita coleccionable de 1995

Aunque en Venezuela se juega béisbol desde inicios del siglo XX y el país es una fábrica de prospectos, resultaba una proeza entrar a este equipo profesional de los Estados Unidos, que compite en la Liga Americana y es una de las treinta organizaciones del béisbol estadounidense. 

Pero no todo lo que el béisbol trae consigo es oro. Llegar a las Grandes Ligas implicaba transitar una ruta a ratos sinuosa. De Santa Teresa del Tuy su mundo se trasladó a Detroit, en el corazón industrial de los Estados Unidos. Vivir en casas ajenas, no poder comunicarse con facilidad, la premura de aprender un nuevo idioma, adaptarse a la cultura estadounidense, convivir con la soledad y estar lejos de la familia. 

Felipe vivió todo esto muy joven. Palpó lo que se siente tener a sus padres lejos, muy lejos, más de siete u ocho meses.  Para el lanzador mirandino veloz con la derecha, la experiencia “fue una odisea”. 

—Mi primer año jugué rookie —que es ser novato— y viví con tres americanos: un loco de New Jersey, un loco de Mississippi y otro loco de por allá. Digo “loco” con mucho cariño, pero estaban realmente locos los tres. No hablaba nada, porque antes viví con dos dominicanos y un venezolano, y preferí convivir con estadounidenses por esa misma razón, para aprender inglés.

Felipe Antonio, como le llaman amigos cercanos, los panas, nunca se conformó con tan solo adaptarse al sistema. “Ser picao”, dice, es su condición natural, e intentaba aprender rápido para estar a la par de sus compañeros. No quería quedarse atrás. Ser curioso lo ayudó a estar en armonía en territorio desconocido. Ser competitivo le sirvió para sobrevivir. 

—El idioma fue muy difícil, pero a la vez motivador. Yo como persona soy muy “picao” (competitivo), cuando no sé hacer algo, trato de aprenderlo. Cuando no sé de historia, trato de averiguar, de inculcarme, de educarme. Entonces ese reto me motivó mucho.

El diestro aprendió a hablar en inglés muy rápido. Pero como todo comienzo, Felipe solo repetía “the same”, que significa “lo mismo” en español. Era lo único que lograba pronunciar. 

Todos mis compañeros de los Tigres de Detroit pedían pastel de manzana en el comedor del equipo. No me gustaba, y no sé por qué todos lo pedían. Entonces me ponía detrás de ellos y eso era lo único que pedía. Siempre lo mismo.

En un hábitat extraño y hostil, encontró en una persona la oportunidad de crear un vínculo familiar y contar con un guía. Héctor, el dueño de la casa donde vivió en la primera etapa en Estados Unidos, le dio un apoyo vital.  Con el tiempo se transformó en alguien cercano a la figura de un padre. 

—Solamente tuve una oportunidad y la aproveché muy bien. Hoy en día somos buenos amigos. Se forjó una amistad de vida. Él vive en Carolina del Norte. En mi segundo año en las mayores me operaron de apendicitis. Prácticamente perdí el año y apenas tuve un mes de acción. Luego me dio una peritonitis, muy complicada y pesaba como 170 libras. Eso es como unos 60 kilos, estaba bien flaco. Perdí como 20 kilos, parecía un fantasma. Héctor fue mi apoyo en ese entonces. 

El criollo 76 

Felipe fue un lanzador particular, de esos que alza la pierna por encima de los hombros y suelta el látigo al home para realizar su pitcheo. Su mecánica era de un estilo propio de los lanzadores de los años noventa, mezclada con algo de picardía caribeña. Su actitud dentro del terreno siempre fue luchadora, competitiva, comprometida. Pero fuera del campo, no había chercha en la que no estuviese la presencia de Felipe, siempre risueño y de buen ánimo. 

En las Grandes Ligas hizo este recorrido: jugó con los Tigres de Detroit, los Marineros de Seattle y los Expos de Montreal, desde 1995 hasta el 2001. Sin embargo, Detroit le brindó una posibilidad única: abrir un juego inaugural en la gran carpa, hazaña que lo convertiría en el primer lanzador criollo en ser el abridor del primer juego oficial de temporada en Grandes Ligas.

El 1 de abril de 1996, el manager de los Tigres de Detroit, Buddy Bell, le dio esa oportunidad a Felipe, quien para entonces comenzaba su segunda temporada en las Grandes Ligas.

Tenía 24 años. Saltó al montículo del campo del estadio Metrodome para enfrentar a los bateadores de los Mellizos de Minnesota, ante la mirada de 64.000 espectadores, y así hacer historia para Venezuela

Tenía 24 años. Saltó al montículo del campo del estadio Metrodome para enfrentar a los bateadores de los Mellizos de Minnesota, ante la mirada de 64.000 espectadores, y así hacer historia para Venezuela

Se convirtió así en el primer venezolano en abrir un Opening Day, como le dicen en el argot de las mayores.  Aquella tarde dejó un sinsabor, los felinos perdieron 8 a 6 y el lanzador mirandino se llevó la derrota. Sin embargo, esa jornada hizo que el nombre de Felipe Lira quedara impreso en la historia del béisbol americano. 

—Recuerdo una emoción súper grande e indescriptible. Era llegar a lo máximo, al máximo nivel. Claro, después de ahí, no es llegar sino mantenerse y creo que a pesar de todo me mantuve muchos años ahí. En ese momento me sentí orgulloso por mis padres, quienes siempre me apoyaron desde el principio de mi carrera. 

Felipe Lira terminó ese año con un registro de 6-14 con 5.22 de efectividad en 32 aperturas. De por vida dejó un récord de 26-46 con 348 ponches en 163 juegos y siete años en el gran show. 

No olvida esos instantes que el béisbol le ha regalado. Entre buenas jornadas y aperturas en su desempeño como lanzador, es imposible dejar de lado otro evento que quedará por siempre en la memoria de los fanáticos: aquel cuadrangular que conectó sin haber tomado un bate desde que jugó béisbol amateur. Felipe no es sólo pitcheo. Pertenece a esos raros especímenes que además de lanzar, batean. Y la sacó de jonrón.  

—Desde los 16 años jamás toqué un bate, ni nada. Desde 1989 nada. Hasta que en el año 2000 fue que vine a batear. Honestamente, yo estaba asustado.

El tereseño, como es el gentilicio de los oriundos de Santa Teresa del Tuy, no se calmaba ni que sonara Laguna Vieja, de Reynaldo Armas, una de sus piezas musicales predilectas, al momento de consumir su turno al bate. Felipe se veía tosco para tomar al madero, porque para un lanzador batear no está dentro de sus destrezas de juego. Él cuenta que no le bateaba a nadie, ni nada, y que hasta se ponchó intentando tocar la bola. 

—Después me fui adaptando. Creo que di mi primer hit antes de un jonrón, no sé cómo lo hice: le pegué a la pelota y pasó de hit. Yo veía la primera base, y eso que estaba bien físicamente, pero correr ese trayecto con velocidad para mí eso era como si fueran cinco millas.

Y sucedió otra hazaña. Ver a un lanzador conectar un cuadrangular es como ver a un caraquista abrazando a un magallanero en pleno juego de una final. Muy raro.

Foto prensa Tiburones de La Guaira

En una de las tantas vivencias en el orden ofensivo, Felipe se enfrentó al otrora lanzador zurdo de los Yankees de Nueva York, David Wells. Lira bateaba sin guantines al estilo de Vladimir Guerrero, el recordado jardinero derecho dominicano, y se armó de valor para pegarle a la pelota sin remordimiento. Después de tantos intentos, logró sacarla del parque ante los ojos atónitos de los presentes. 

—El que estaba desprevenido, me da risa, era el colombiano Orlando Cabrera. Me dieron un bate, le eché un poquito de pega, sin guantines ni nada y el próximo pitcheo no sé cómo la conecté, pero eso cayó lejos. Le hice swing con todo y jonrón.

Felipe nunca creyó lo que estaba viviendo, según él era como soñar despierto. De ser apenas un novato subió al show en apenas cuatro temporadas en ligas menores. Entrar en los lockers, compartir con las estrellas que admiraba del béisbol y ver a los mánagers que los dirigían era un sueño hecho realidad. Sin afán pasó a tener un idilio por el béisbol. 

—Era el máximo nivel. El codearte, compartir y estar en el mismo locker o en las mismas instalaciones con estos jugadores y managers para mí fue algo inolvidable, algo increíble. Me siento orgulloso y afortunado por eso. Sparky Anderson se metía debajo del dogout con su pipa y uno le decía: “¿qué pasa, Sparky?”, y él respondía: “si no te gusta te vas a ligas menores”. 

Estar alrededor de tantas figuras parece ser un poco ensordecedor. Felipe no solo compartió con managers como el legendario George Lee “Sparky” Anderson y Felipe Alou, sino también tuvo la posibilidad de ser compañero de Orlando Cabrera, Vladimir Guerrero, Cecil Fielder, Alex Rodríguez, Ken Griffey Jr, Edgar Martínez, entre otras estrellas. 

Esto era apenas el comienzo de lo que significaría ser un grandeliga. 

Tiburones en su corazón 

En su primera temporada como novato en la pelota estadounidense, Felipe reveló que no tenía ganas de continuar porque aunque parecía una locura, jugar en Venezuela con Tiburones de la Guaira era su anhelo. No había cariño más sincero que jugar en su país. Muchos peloteros grandeligas coinciden, dicen que la emoción es diferente. 

Para Felipe estar y divertirse en el montículo frente a su gente no tiene precio, ni siquiera un título de Serie Mundial.

Para Felipe estar y divertirse en el montículo frente a su gente no tiene precio, ni siquiera un título de Serie Mundial.

Y parece amor incondicional. Luego de retirarse del béisbol como pelotero activo, Felipe mantiene ese idilio que comenzó hace 31 años. El mirandino nunca pudo alzar un título con los Tiburones de La Guaira, el equipo resiliente de sus amores, y que año tras año mantiene en expectativa a sus fieles fanáticos, quienes no pierden la esperanza de ser testigos de un nuevo triunfo en un campeonato del béisbol criollo. 

Ya había pasado muchos años desde que la denominada “guerrilla”, la mítica escuadra que dio la última alegría a la fanaticada guairista en la temporada 1985-1986, entre quienes estaban Oswaldo Guillén, Gustavo Polidor, Alfredo Pedrique y Norman Carrasco, miembros del equipo que derrotó 2-0 a su archienemigo los Leones del Caracas en esa célebre jornada de un séptimo y definitivo partido. 

A pesar de la sequía de títulos del equipo, que hasta el sol de hoy se mantiene, Felipe decidió volver, y trabajó varios años consecutivos como coach de pitcheo de los escualos, precisamente para enseñar a una nueva generación guairista a prepararse para lograr la tarea pendiente. 

—Lo que me convenció para tomar esa decisión es eso, los años que jugué para La Guaira. Fui a ocho Series del Caribe. y creo que pude haber ido a más, pero a unas no quise ir. Me dolía mucho ir. ¡Caramba! Yo quería ir con los Tiburones de La Guaira.  Ir a quedar campeón con mi equipo. Porque yo empiezo con “la guerrilla” ya en extinción. Son muchos años sin ganar.

Foto prensa Tiburones de La Guaira

Felipe, tras 19 temporadas ininterrumpidas se mantuvo en la lomita del conjunto del litoral, su equipo del alma, en la que dejó un registro de 51 juegos ganados y 66 perdidos. Cerró su ciclo guairista en la temporada 2007-2008, en la que se despedía como jugador activo sin haber alzado un título. 

Pero Felipe regresó para levantar a una nueva generación. Empezó a manejar al cuerpo de lanzadores como coach de pitcheo durante la dirigencia del mánager estadounidense Buddy Bailey en la campaña 2014-2015. Desde ese momento, comenzó a construir junto al cuerpo técnico de La Guaira una fórmula que les permitiese armar una nueva guerrilla de peloteros y destruir la sequía de títulos guairistas por más de 30 años.

—No tengo la fórmula. ¿Cómo romperlo? Yo creo que teniendo las ganas de jugar béisbol. Creo que es algo cultural, el deseo de jugar. Yo lo veo así. Por acá han pasado muchos peloteros con un talento increíble. Ahora, hay personas que no tienen ese talento increíble, pero tienen unas ganas que provoca verlos jugar béisbol, batear, fildear. Esa es la mentalidad que hay que tener. Y por supuesto, todo el mundo trabajando en conjunto para lograr el mejor juego.

Foto prensa Tiburones de La Guaira

En los pasillos del Estadio Universitario se escuchan tertulias intentando argumentar razones por la cual no se gana un título. Para unos es falta de inversión, para otros compromiso de los deportistas, para otros incluso es mala suerte. 

—Yo no creo que sea el dinero. Es buscar las piezas adecuadas. Engranarlas. Los Tiburones más bien han pagado muy bien a algunos importados, incluso más que a otros importados de renombre. Yo creo que para ganar hay que armar un rompecabezas: comunicación, sinceridad, lealtad, de la gerencia y del fanático. Hay que olvidarnos del pasado. Asumir el deseo de triunfo con ganas. Tiene que ser un compromiso colectivo. 

Tiburones es una máquina de jóvenes prospectos, quienes destacan en el béisbol organizado. Muchos de ellos están en el tope entre los mejores de sus respectivas divisas. Darle la oportunidad a ese nuevo grupo es para Felipe una posible solución. 

—Hay que utilizar a los nuevos prospectos. Aprovechar a esos jóvenes que tienen hambre de jugar. Ganas de hacer las cosas, de ganar, e ir todos a un mismo lado. 

Para Felipe tarde o temprano ya llegará el momento de Los Tiburones, en el que está seguro podrá celebrar por la vuelta a la senda de la victoria del equipo.

Sueña con ese instante y la alegría que merecen los fanáticos de La Guaira. Cuando suceda, jura que lo celebrará con un buen whisky.

Felipe camina con firmeza cada vez que va al bullpen a guiar a sus pupilos, así como lo hacía cuando se dirigía al morrito, en sus épocas gloriosas de lanzador. Ríe y saluda con un tranquiliquindingui a todo aquél que le pregunta qué tal está, con una sonrisa de por medio. Siempre amable y jocoso, no hay día que no cuente uno de su afamada lista de chistes. 

Felipe Lira siempre querrá estar allí, con su uniforme guairista, con el equipo le dio sentido a su vida en el béisbol. Pa’encima, como la máxima de los Tiburones.

Foto prensa Tiburones de La Guaira