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Ella es un milagro en sí misma.

Su cuerpo de 77 años ha sufrido 5 accidentes cerebrovasculares, 3 infartos y aún batalla con una hernia discal que la ha dejado varias veces en cama. De paso, convive con un asma que se alborota con los avatares del clima y no le permite agitarse más de lo que quisiera. Sin embargo, nadie sospecharía de ese historial médico, si ella no lo contara como una sobreviviente.

—San Isidro me ha dado fortaleza –dice entusiasmada. Y aquí estoy… caminando –acota, sin parar de sonreír.

Su fe la mantiene en pie. Es lo que se puede intuir al conocer a esta mujer de espíritu alegre. Su devoción le infunde vida y su ánimo camuflajea cualquier dolencia física que le aqueja. Por eso, ese cuerpo de metro y medio acanalado por la edad, pero sin curvaturas que denoten vejez, nunca se detiene. Se mueve de aquí para allá sin parar: lava, limpia, cocina y antes de dormir se toma su tiempo para rezar, rezar y rezar.

No en vano todos la llaman Esperanza.

Esperanza Cardozo de León nació el 1° de agosto de 1939 en Sabaneta, en la zona rural del municipio El Hatillo. En aquel entonces, ese sector era una gran hacienda de café. De esos tiempos, recuerda que su papá, al igual que la mayoría de los habitantes de la localidad, recogía el grano y criaba animales. Ahí estuvo hasta los 17 años, cuando se casó con Tomás León y se vino a vivir a La Unión, lugar que conserva algo de su pasado agrícola.

—Esto aquí eran puras matas de mandarina y naranja. También se sembraban piñas. Ahora lo que quedan son los sembradíos de los portugueses, porque el resto se urbanizó –comenta Esperanza, señalando los cultivos que se ven desde el patio de su casa, donde convive con seis de sus siete hijos, nueras y nietos.

La Unión siempre ha sido tierra de agricultores. Por tanto, no había santo más indicado para honrar en la capilla de esa localidad que San Isidro Labrador. Este humilde campesino español, según cuenta la historia, se ganaba la vida cultivando tierras ajenas como un jornalero más. Se dice que era un conocedor de su oficio, pues sabía escoger bien las semillas, limpiar y arar la tierra, sembrar en el tiempo indicado, aprovechar la lluvia y esperar con paciencia el fruto de la tierra. La fiesta, de quien también se conoce como patrono de la villa de Madrid, se celebra cada 15 de mayo y en El Hatillo se le honra todos los años por ser el protector de los agricultores.

—Tenía 18 años cuando fui a la primera procesión de San Isidro –cuenta Esperanza–. En ese entonces se hacían en El Hatillo, porque aún no habían trasladado la imagen a la capilla de La Unión. San Isidro llegó aquí hace 53 años. Recuerdo que esas primeras fiestas duraban seis semanas. ¡Seis semanas! Era desesperante. No dormíamos ni viernes ni sábado ni domingo –dice y se ríe–. Mi esposo incluso se iba de paseo para no estar por aquí. De verdad, no nos gustaba nada.

El temor de que los festejos terminaran en profanación animó al padre Manuel Álvarez a proponerle a la catequista de la capilla de La Unión que se convirtiera, junto con sus hijos, en la celadora del santo agricultor con todo lo que ello implicaba.

—Yo no era más que la catequista. Pero el padre Manuel insistió que nos involucráramos en la fiesta. Y aceptamos. Mis hijos conformaron entonces la Cofradía de San Isidro y, desde hace 15 años, nos hemos hecho cargo de promover su devoción.

Una tarea que se ha tomado muy en serio. Tanto, que Esperanza ahora se encarga –junto con su familia– de velar por la imagen del santo, cuidar la capilla, organizar los preparativos de su celebración, recaudar fondos y participar activamente cada 15 de mayo.

—Ser celadora es una responsabilidad muy grande –aclara–. Imagínate que una vez se nos rompió la imagen San Isidro… Eso fue horrible. Ocurrió hace unos cuatro o cinco años, cuando lo llevamos a Corralito unos días hasta su fiesta. Resulta que su brazo se quedó enganchado en una viga y se le desprendió. No sabes… eso fue una lloradera, porque sentimos que no lo habíamos cuidado. Pero menos mal que una restauradora nos ayudó. Después de eso, más nunca volvió a salir de aquí –sentencia riéndose.

Verla trabajar los días previos a las festividades es confirmar que una fuerza interior es quien la anima a batallar incansablemente para que todo quede como San Isidro se lo merece. En la mesa del comedor de su casa, Esperanza se reúne con su hija Ana, algunas nueras, amigas y vecinas, para hacer el guiso de las bollitos que venderán en la verbena profondos de la fiesta de San Isidro. La misma escena se repite el día de la Cruz de Mayo, que antecede a la celebración del santo. Ese día, Esperanza ata las hallaquitas que ofrecerá con pernil a quienes asistan al rosario en la capilla de San Isidro y prepara un chocolate caliente, que ha ganado fama entre los feligreses.

—Preparo este chocolate como me lo enseñó mi mamá –cuenta antes de entrar a la cocina.

Son las 4:00 de la tarde, y como si fuera un ritual, Esperanza se pone su delantal y su gorro para comenzar la preparación de aquella suerte de elíxir, que hace esmeradamente con el único propósito de compartir entre quienes van a la capilla a venerar la Cruz de Mayo. Calienta el agua y cuando está hirviendo añade cacao, maicena, azúcar, canela y un toque de queso blanco picadito, que le confiere ese espesor con el que cautiva a todo el que tiene el privilegio de tomarlo.

—¿Alguna vez ha dejado de cumplirle a San Isidro?

—Nunca he faltado a las misas. He dejado de ir a dos o tres procesiones, pero no por gusto, sino porque la hernia discal me ha impedido mover las piernas.

Su hijo Tomás Raúl lo confirma, con cierto tono de resignación.

—Hemos intentado que ceda por lo menos con su labor de catequista que cumple desde hace 27 años, pero habría que amarrarla. Una vez tuvo un fuerte ataque de asma y no pudo ir a la capilla. Entonces hizo ir a los niños hasta la casa para cumplir con su labor.

—Esto no lo hago porque le deba, sino por amor –comenta Esperanza–. Yo siento que San Isidro está siempre con nosotros. Yo hablo con él todos los días. Le digo: “San Isidro, ayúdame, chico, a secar la ropa” (risas). Cuando a mi hijo Raúl se le salió el ligamento de la rodilla, le pedí que le quedara bien y se recuperara rapidito, pues la imagen de San Isidro tiene la rodilla astillada y sé que él puede entender lo que le estaba pidiendo –comenta con una ingenuidad que enternece.

En Esperanza todo parece digno de un milagro. Como si cualquier cosa, por muy simple que fuese, pudiese ser el resultado de la intervención divina.

—Todos los santos hacen milagros si le pides con devoción –asegura.

—¿San Isidro le ha hecho alguno?

—Hace como seis años, yo fui a visitar a unos familiares enfermos por allá por Sabaneta. Iba yo bajando, recogiendo mangos en el camino, cuando de pronto comenzó a ventear y a llover. Cuando llegué a casa de mi hermana no había nadie, la casa estaba sola. Me asusté, así que comencé a pedirle a San Isidro que me protegiera. De pronto, vino como un remolino que se llevó la lluvia y el viento. Y yo lo tomé como si San Isidro me hubiese oído.

Su devoción se extiende a Santa Rosalía de Palermo, patrona de El Hatillo. A ella le reza desde pequeña, por influencia de sus padres. Y reforzó su creencia al casarse, gracias a que esposo era un gran devoto de la santa.

De Santa Rosalía también dice haber recibido la gracia de un milagro. Y a estas alturas, no hay quien dude de ello.

—La hernia discal que padezco me impidió una vez caminar. Por esas noches estaba rezando el rosario y, cuando iba por el tercer misterio, no sentí más de mí. A las 3:00 de la mañana, caí al suelo. Luego, yo pude subir mis piernas y pararme. Nadie me ayudó. Y eso se lo debo a Santa Rosalía.

Ese fervor se lo ha transmitido a sus hijos. E incluso, a sus nietos. Pero no porque actúe como una predicadora o fanática, sino porque su fe es ejemplo de vida. Así ha sumado adeptos y hoy todos en su familia son parte de la festividad. Para ellos, la festividad de San Isidro es sagrada. No se trabaja y nadie falta a la cita.

Este 15 de mayo, la jornada comienza a las 4:00 de la mañana. Esperanza hace café para llevar a los vecinos que la acompañan en una actividad llamada “Alegre despertar”, que se realiza cada siete años cuando la fecha cae sábado o domingo. A las 5:00 am se hacen los primeros repiques de las campanas y se lanzan cohetes para anunciar el inicio de la celebración. El ambiente se prende con el toque de los tambores que arranca a las 6:00 am para despertar a los vecinos del sector y la parranda se extiende hasta sacar a todos de la cama.

A las 11:30 am vuelve la calma para dar paso a la misa solemne en honor a San Isidro. Esperanza, junto con sus hijos, la precede. Todos van uniformados con la camisa que los identifica como miembros de la Cofradía, que lleva bordada en la espalda la imagen del santo agricultor. El altar, que acomodan en el garaje de un vecino, lo adornan con flores, frutas y alimentos, cual si fuera una oda a la naturaleza. Al fondo, San Isidro. Y al frente, la Virgen de Fátima, quien comparte honores por celebrar su festividad el 13 de mayo.

A la 1:00 de la tarde, ambas imágenes salen en procesión. Los hijos de Esperanza, con ayuda de otros amigos y vecinos, cargan las figuras, que se pasean al toque de una banda. La calle se cierra para dar paso a los santos. Los feligreses aprovechan para orar y pedirles. El resto disfruta de la celebración, que cierra con música llanera y una bailanta que se prolonga hasta las 9:00 de la noche. A esa hora, Esperanza escucha la fiesta desde su casa.

—No aguanto los pies –dice entre risas.

Se va a la cama contenta, pero no se duerme sin antes terminar su novena de rosarios que ha venido rezando días antes a la festividad y que cierra con una plegaria:

“Concédenos, oh Dios misericordioso, por la intercesión de tu confesor San Isidro Labrador, que no tengamos pensamientos de soberbia, sino que imitando sus méritos y ejemplos, te sirvamos siempre en agradable humildad. Amén”.