Seleccionar página

La línea que divide el mar del cielo es casi invisible. El amanecer, más que un simple amanecer, es casi una ofrenda religiosa de la naturaleza. La ensordecedora paz de Tulum conduce a una especie de trance espiritual, y más si se está frente a la playa; se siente que se está más cerca del cielo, que es posible hablarle a Dios y ser escuchado, pero, aún más, uno está convencido de lograr esa conexión capaz de ofrecernos respuestas.

A Tulum, esa pequeña ciudad de la Riviera Maya en México, se llega en dos horas en carro desde Cancún. Allí no hay tumultos de viajeros, ni estruendo, ni smog, ni bululú. Pero es un destino turístico, de allí esa contradicción y quizá la mayor grata sorpresa, porque de alguna manera se ha salvado de la vorágine. Sorprende y agrada la parsimonia de los tulumenses, que además son personas tremendamente amables, son parte de la armonía del entorno que tiene olor a pimientos, sonido de olas y sabor a tequila.

Al levantarse en las mañanas y salir de la habitación los pies se hunden en arenas de coral blanco. Allí comienza la experiencia mística que continúa al visitar las ruinas mayas, las únicas de ese imperio que están a la orilla del mar. El legado arqueológico está protegido por una muralla. Palacios, salones, torres fueron construidos a fuerza de músculo e inteligencia, pues los mayas se negaron a usar maquinaria porque la rueda se les asemejaba al Dios del Sol y consideraban una ofensa usarla para trasladar carga. Esta zona de vestigios ancestrales parece una ciudadela con el Caribe de fondo. Se pueden ver las inscripciones que indican la veneración a los dioses, a los que también ofrendaremos a su encuentro. Habrá varias maneras de hacerlo, pero una muy usual es arrojarles caramelos de miel que venden a la entrada, pues en la antigüedad se consideraba que la miel era un regalo de los dioses y para los dioses.

Llegar a ese puntito ubicado bien al sur de la Riviera Maya es encontrarse con la historia milenaria, pero también es reconfortar el cuerpo y la mente, es otorgarle al espíritu un constante suspiro que nos aleja de la turbulencia de nuestras ciudades, de la constante en nuestras vidas y nos traslada a un mundo donde sin duda estaremos a salvo.