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I. Las coristas de Dioniso

La mujer escupehielo no se presentará esta madrugada. Es jueves y ella sólo se exhibe los fines de semana. Es esa la mala noticia que anuncia el barman del Club Dioniso cuando un cliente le pregunta a qué hora comienza el espectáculo. “El local se llena los sábados. Vienen como moscas para verla”, dice el hombre detrás de la barra. Tajante y en una sola frase, explica la razón de tanto éxito: la mujer se desnuda y escupe cubos de hielo por la vagina. “Pero la de ahora es una imitadora de la original. La escupehielo que inventó ese show tiene más de sesenta años. Ya esa nevera no sirve”.

El tubo de la pista de striptease permanece solitario por largo rato. Lo ilumina un foco azul rey. El espejo desteñido que cubre toda la pared refleja dos siluetas: la de una anfitriona y la del único cliente que hay a las dos de la madrugada. Las otras dos bailarinas que cumplen turno esta noche, instaladas con pereza en la barra, cantan con tal concentración que ni se fijan que han entrado tres hombres más.

Los recién llegados lucen franela, jeans y barba de tres días. Se sientan frente a la pista y uno de ellos le grita al barman para que le traiga unos tragos. El portero cierra con llave la puerta del local, ubicado en ese lindero impreciso donde el este caraqueño se encuentra con la sordidez del centro.

Por cinco minutos, las dos anfitrionas se creen el cuento de que son coristas de Don Omar, estrellas del reggaetton. “¡Pobre diabla! Se dice que te han visto por la calle vagando, llorando por un hombre que no vale un centavo. ¡Pobre diabla, llora por un pobre diablo!”. En un ademán de coreografía, se acercan la mano al pecho para darle sentimiento a la estrofa.

II. Diosas en plataformas

La morena dibuja con sus piernas una figura de tijera y se aferra al tubo metálico desafiando la gravedad. Más de ochenta pares de ojos tienen la mirada congelada sobre ella. Sus rizos azabaches están más cerca del piso que sus tacones de plataforma. Abre y cierra sus piernas. Su mano izquierda sostiene el tubo y la derecha le tapa el pubis. Sus erectos senos de silicona están al descubierto. Se desliza hasta el piso y comienza a danzar. En el lapso de dos canciones, la trigueña se transforma en una reina, digna del nombre con el que llamaremos este local: Diosas.

Ninguno de los cuatro hombres andropáusicos recostados frente al óvalo de la pista echa sus cenizas al piso: la alfombra impecable los intimida más que la morena de pezones erizados. Revuelven con el índice el vaso de whisky. Uno de los fumadores inhala rápido, exhala despacio, vuelve a inhalar. Abre su chaqueta. La morena está a punto de quitarse el hilo dental. El sesentón que tiene al frente no se seca la saliva del deseo con el meñique; al contrario, con una mano se sostiene el mentón para que no caiga sobre la mesa. Está dormido.

El lugar, situado en una zona comercial y clase media de Caracas, no sólo es reino de diosas, sino de nuevos y viejos ricos. Luis Felipe Londoño, uno de los empleados del club, dice que tras quince años en este oficio todavía tiene capacidad de asombro. “Para acá vienen ministros, oficiales del Ejército, jeques y empresarios millonarios. Hasta un alto jerarca de la OPEP se tomó varios tragos en ese sillón de allá para celebrar, durante la cumbre extraordinaria”. Las veinte encías de su sonrisa le brillan con la luz de neón cuando confiesa por qué se ha aferrado tantos años a este trabajo nocturno. “Por la propina, por supuesto”.

Con la misma obviedad responden los mesoneros, que andan con corbatín y chaleco de seda como si se tratara de un coctel de embajadores. “Esto es otro mundo. Algunos lo llaman el infierno, porque es refugio de borrachos, mujeres y droga. Es un burdel, al que prefieren decirle night club. Pero uno se adapta, sobre todo por la propina, que en una noche buena puede ser de ciento cincuenta mil bolívares”.

III. Vino y terciopelo

Las dos coristas de Don Omar ahora cantan una bachata, “La boda”, del grupo Aventura. La que tiene el flequillo sostenido por una pinza clava su mirada en la barra. Está dándole vueltas al aro de un llavero. Se lo pone de anillo. Se lo quita. “Quien te ama soy yo, cosita linda. Mi ídolo Romeo luchó por amor”, canta junto a su compañera de rocola.

El cliente tiene una acompañante para él solito. Mira por encima de los hombros como si fuera el dueño de este bar en el que jamás ha entrado la luz del sol. Los indigentes y alcohólicos desamparados son los únicos que se atreven a caminar de noche frente al letrero del Club Dioniso.

El barman le sirve una botella de cerveza a otro cliente que acaba de llegar. Allí sólo se toma en vasos el vodka barato y uno que otro whisky de etiqueta. Pero entre semana, la carta de tragos se reduce a ron, cerveza y ginebra con jugo de naranja artificial. “¿Qué quieren tomar las señoritas?”. “Vino, por favor”.

El coro en vivo se interrumpe. El barman ya conoce la contraseña: fruit ponche camuflado en una botella de vino barato. Aunque sea maquillado, las señoritas beben el elixir de las uvas en honor a Dioniso, el hijo de Zeus y Perséfone, dios tracio amante del vino, las buenas fiestas y las mujeres.

Una de las anfitrionas viste blusa negra escotada y falda. La otra lleva franelilla oscura y pantalón. Ninguna pasea por el local la negrura de su piel en hilo dental. Nadie sale a danzar su desnudez, no hay a quién mostrarla.

Los sillones de terciopelo rojo, que un sábado albergan a más de sesenta personas en un show de sexo en vivo, ese jueves están vacíos.

Los tres nuevos clientes interrumpen el coro de las anfitrionas para preguntarles si pueden conseguirles chicas que los complazcan en los reservados. Un baile nudista privado de dos canciones cuesta cuarenta mil bolívares. Y la habitación, cien mil bolívares la hora. Al conocer las tarifas, los jóvenes resuelven marcharse.

IV. La boa del Amazonas

“Y esta noche, señores, tenemos para ustedes a nuestras lindas chicas. ¡Denle la bienvenida a Aguasanta, Anaconda, Simone y la China!”.

La morena azabache le deja la tarima a otra bailarina nudista. En este bar de strippers son setenta las diosas que están contratadas bajo palabra. Se rotan en turnos para cubrir cada una varios días a la semana, sobre todo de lunes a viernes, las noches más lucrativas y sólo aptas para hombres. Los sábados no hay tanto público para los cuartos VIP y los reservados.

Los clientes son capaces de pagar desde cuatrocientos mil bolívares por una hora, con un vino tinto incluido, hasta más de diez millones de bolívares para comprar sexo en cualquiera de las ocho habitaciones de lujo de este local.

Si optan por mirar y no tocar, desembolsan cincuenta bolívares por solo una danza de fricción que dura dos canciones. En el primer tema, ven a la diva restregarle sus senos en las narices. En el segundo, la ven desnudarse.

Los administradores sabe que los mejores clientes reservan los fines de semana para compartir con su familia. Por eso los sábados abren las puertas a las mujeres: son los días de las parejas mixtas, tanto las voyeuristas como las que gustan de un ménage à trois. O à quatre.

“Allí está sentado un sultán que tiene muchas acciones en una institución del gobierno. Me acaba de pedir que le consiga dos chicas más. Ya vengo”, comenta el empleado que nos atiende. Al rato vuelve: “Y ese de allá es un alcalde del occidente. Viene una vez al mes. Su asistente es un verdadero varón. Las mujeres se le sientan encima y él, nada de nada. Toma dos tragos y se va a casa con su esposa”.

Acaban de llegar quince turistas y solicitan diez acompañantes. Luis Felipe Londoño se levanta para gestionar la comanda; sabe que lo recompensarán con unos buenos dólares. Aparecen las chicas con peinados laqueados, hilos dentales de diseño y tapa-pezones de lentejuelas. Parece un desfile erótico de Miss Venezuela. Una de ellas, Anaconda, comienza a danzarle al tubo. Contonea espalda y piernas como una boa del Amazonas. Las miradas, ansiosas y penetrantes, le abren el apetito, y con la lengua toma los billetes que le ofrecen por el show.

V. Karina en babydoll

Los sábados en la noche, la puerta del Club Dioniso se abre y se cierra más que los jueves. Todos entran preguntando por la mujer escupehielo, y para calmar la expectativa se instalan en los sofás de terciopelo rojo con las pupilas clavadas en la tarima. Es en los fines de semana cuando el local realmente se transforma en una bacanal al mejor estilo griego.

Además de las anfitrionas que se creen coristas de Don Omar, hay tres chicas en ropa interior simulando la danza del vientre para unos solteros que se emborrachan con ron barato. “¡Y ahora les presentamos a la sensual Karina!”, anuncia una voz omnipresente.

Las coristas de Dioniso parecen quinceañeras, pero juran que son mayores de edad. Esta noche ya no visten ropa negra escotada ni se mueren de aburrimiento. Están hiperquinéticas y lucen sostén y blumer de encajes como los que ofertan los vendedores ambulantes en el centro de Caracas.

Cuando Karina sale a la pista para quitarse el babydoll azul celeste, tiene para sí una veintena de espectadores. La rocola se enciende y suena un reggaetton que la mayoría entona de memoria. Las luces multicolores giratorias animan el show. La negrura de la chica se refleja en el espejo y ella le da la espalda al público para danzar con su silueta gemela.

Entre su piel y los espectadores, una lámina de plástico transparente invita a la stripper a jugar a las escondidas. La negra de mejillas adolescentes y rizos africanos juega durante casi toda la canción a seducir a los presentes.

Baja de la tarima con los senos al aire y cuando empieza a pasearse entre los mirones, estupefactos ante aquel cuerpo perfecto y sin cirugías, la canción se interrumpe de golpe.

VI. Menú sin sal

La rubia entra al restaurante-arepera con una visera que niega toda posibilidad de distinguir el color de sus ojos. Su teñida cabellera, en cambio, sobresale hasta taparle los hombros. El ruedo de sus jeans está deshilachado de tanto caminarle encima. Lleva franela sin escote, zapatos de goma, pero la pretina del pantalón, tallado a su cadera, deja claro que tiene cintura de diva. Un gesto compulsivo, casi un tic, la impulsa a apretarse la visera contra la frente cada tanto.

Pide una arepa con queso telita y jamón de pavo, sin masa y sin mantequilla. “Para llevar, señor”, dice con voz trasnochada. Cancela su cena con un billete de diez mil bolívares y guarda el vuelto en su bolsillo derecho. Cruza la calle y se le ve internarse en el edificio de enfrente.

En esa esquina de urbanización encumbrada, las camionetas último modelo y los Mercedes Benz se detienen para ser estacionados por un uniformado.

“Muchos hombres vienen aquí a hablarle a estas chicas de sus esposas. Es un consuelo universal”, comenta el fiel Luis Felipe Londoño. Y además de buscar consejo matrimonial, muchos llegan para exorcizar sus demonios. “Con frecuencia viene el caminante. Solicita el servicio de cinco de nuestras mejores anfitrionas. Las coloca en las puertas de los cuartos VIP, les pide que se desnuden, y él comienza a caminar por el pasillo escrutándolas. No se quita ni la camisa, camina enfluxado, se detiene frente a las chicas, las abraza y les pregunta, una por una: ‘¿Verdad que soy hermoso?’. Ellas responden que sí, que es el más bello de los hombres, y luego cada una regresa al salón con un millón de bolívares en el bolsillo”.

El veterano empleado prende otro cigarrillo y le pide un café bien negro al mesonero de corbatín. El cenicero está repleto de colillas. Está acostumbrado a ser testigo de estas anécdotas y de las peleas entre strippers. “El 90% de estas chicas son lesbianas y los celos entre ellas son de arañazos”.

Pero no todos los encuentros entre mujeres terminan en discusión. Hay un cliente que lleva a su esposa todas las semanas al local, cuenta Londoño, para verla acostándose con una de estas deidades de alquiler. “Él no toca a nuestras chicas. Le gusta ver esa escena en el reservado y luego hacerle el amor a su esposa”.

Una rubia sin marcas de bronceado en el cuerpo sale del camerino y le roba espectadores al striptease de turno en la tarima. Tiene la sonrisa forzada de la mujer en la arepera. Su cabellera teñida es idéntica. Sólo la vestimenta es distinta: una mini falda de seda amarilla en lugar del jean, y nada de franelas: apenas dos tapa-pezones en forma de estrellas brillantes.

La arepa se enfría en el camerino y ella cuenta en versión rápida su historia. Dice que una amiga la recomendó en Diosas y la “contrataron” como anfitriona hace siete meses. Sólo acompaña a los clientes en el salón, a los cuartos VIP y a las habitaciones o reservados. Tiene veinticinco años, un título de técnico superior en mercadotecnia y una silueta sin celulitis. Usa pestañas postizas cuando se disfraza de diosa y ante sus padres asegura que trabaja como modelo.

“Aquí se gana mucha plata. Vengo sólo cuatro veces por semana, porque no aguanto tanta mecha. Hay muchos borrachos impertinentes y se corre el riesgo de encontrarse con un psicópata. Lo peor de esto es la doble vida”.

Prefiere que la llamen Natasha o Samantha. Sus amigos tampoco saben a qué se dedica en las noches. “Hay una mentalidad conservadora, te juzgan y te rechazan. Ni novio puedo tener. Nunca había sido prostituta, y no me avergüenza admitirlo, porque eso somos, ¿no?”.

En una jornada de nueve de la noche a cinco de la madrugada, estas chicas pueden ganar entre setecientos mil y dos millones de bolívares. No gastan en su cena; el local tiene un chef que les prepara un menú balanceado para que mantengan la figura escultural. “Es un menú sin sal. Por eso me compré mi arepa allá afuera. Tenía dos días sin comer. Es que se me quita el hambre”.

VII. ¿Y la escupehielo?

Con la abrupta interrupción de la música, a la negra Karina se le desdibujan las mejillas de adolescente. Se frota la nariz con movimientos desesperados, y su mandíbula gruñe con chasquido de dientes nerviosos. “¡Marcial, aprieta el play, apúrate!”, gritan las anfitrionas desde la barra. El reggaetton vuelve a amenizar la danza y ella aprovecha para quitarse lo que le queda del babydoll. La nudista baila descalza hasta la primera fila y saluda a tres jóvenes impacientes. Les acaricia el rostro con los senos, primero; les acerca el pubis y ofrece sus glúteos después. Se sube al sofá y pasa de cliente en cliente repitiendo el saludo. Una botellita plástica aparece de la nada, y ella se rocía gotas de agua mineral para enseguida levantar los brazos extasiada.

La reverencia se repite en la segunda fila, luego en la tercera, y así hasta alcanzar al quinto grupo de miradas expectantes. En dos canciones, logra satisfacer a quince varones en la fantasía de rozarle los pezones y el pubis a una desconocida. A una sola persona trata con indiferencia Karina esta noche: a la única mujer que se halla entre los espectadores.

“Huele a talco y a aceite para bebé”, comenta uno de los afortunados. “Claro, aquí no usan el perfume caro de las chicas de Diosas”, replica un curioso, ufano tal vez de conocer ambos clubes de strippers.

Al Dioniso han llegado otros cinco clientes. Con pinta de recién graduados de bachillerato. La negra Karina apresura el paso hacia el camerino, para cambiarse. Vuelve con su babydoll azul celeste y comienza a compartir chistes con los “nuevos”. El resto, la clientela asidua, permanece en sus filas de terciopelo rojo. La disposición de los sofás no permite el contacto visual entre una fila y otra, así que a nadie le importa que bombillos de cien vatios alumbren sus sueños eróticos.

Uno de los bachilleres se acerca con aires de complicidad al mesonero. Este viejo lobo, que tiene más de una década trabajando en el local, reconoce ya a los que quieren divertirse en grande. “Karina, ven, mi amor. Aquí tienes a cinco tipos para ti sola”, le dice con tono de manager. Seguro los invita, como suele hacer con los que desconocen la rutina del lugar, a quedarse hasta la madrugada para que disfruten del show lésbico y del sexo en vivo sobre la barra.

“¿A qué hora sale la escupehielo?”, le pregunta alguien desde una de las filas.

“No viene hoy. Tiene gripe”.

VIII. La monja perversa

El año pasado, durante el Mundial de Fútbol, Diosas celebró en grande su primer aniversario. Durante todo un mes abrió las veinticuatro horas al día, y a sus mujeres las disfrazó con hilos dentales y franelas muy cortas alusivas a los mejores futbolistas. Las pantallas gigantes ya no están, pero tampoco parecen hacerle falta a nadie.

“Se le recuerdan a nuestra distinguida clientela los servicios VIP y reservados. Para mayor información, hablen con nuestras chicas”. El presentador, con su acento de sobrecargo de avión, repite la misma invitación cada tres bailes en tarima. “¡No se pueden perder a Aguasanta, la monja perversa! Pero antes, desde Brasil… ¡la hermosísima Simone, y luego Anaconda!”.

Con su melena dorada y sus senos 38B, la brasileña se desliza lentamente en la pista hasta que el foco de luz se concentra en ella. La cubren un velo y un vestido de novia, que desaparecen en la segunda canción. Entonces baila en el tubo con su sexo desnudo y unas botas negras que le cubren las rodillas.

Aparte de un menú sin sal y de las propinas millonarias, las anfitrionas y bailarinas de este local pueden pagar a crédito las prótesis de mamas y cualquier cirugía plástica que necesiten para optimizar su belleza

Es sábado, y entre la penumbra del salón no resalta ningún ministro, sultán, jeque o alcalde. Hay seis mujeres: cuatro están en grupo y dos permanecen frente a la tarima, esperando el show de Aguasanta.

Nadie parece intimidarse con los policías municipales que acaban de entrar al night club. Varios de ellos contemplan el contoneo a ritmo de rock pesado de Anaconda, y el resto saluda a las anfitrionas. Cuando llega el turno de la monja perversa, los policías demoran su salida.

Aguasanta aparece como una revelación. Forrada de religiosidad, con cruces, velas y látigos para autoflagelarse. Simula rezar mientras se arranca el disfraz blanco y negro de hermana de la caridad. Queda desnuda, sólo unos cinturones de cuero aprietan sus muslos y senos. Se acerca a las dos mujeres que la esperan frente a la tarima, les sonríe, y ellas brindan a su salud como si hubieran visto a Madonna. Le prenden la vela y Aguasanta enloquece con el tubo de cera que penetra una y otra vez en su vagina.

El público aplaude anonadado aunque el show esté aún por la mitad. Ella prende otra vela y vuelve a masturbarse al ritmo de los cantos religiosos. Con la otra mano se unta la esperma hasta que se apaga la llama. Son las tres de la madrugada y la noche del sábado está por concluir. Algunos reservados siguen ocupados y las anfitrionas buscan al mejor postor. Aguasanta termina su ritual religioso y las ovaciones retumban por todo el salón. “Esta monja perversa es impresionante –comenta un espectador que no para de aplaudir–. Es la nueva escupehielo”.