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Emilia Blanco tiene ocho hijos y doce nietos, pero todo aquel que vive en Sabaneta le pide la bendición.

—Dios te bendiga, mi amor— repite una y otra vez a los que pasan y la ven, sentada en uno de los banquitos de cemento en la entrada de La Ermita de la Eucaristía, la única iglesia de ese pueblo ubicado a treinta minutos del municipio El Hatillo, en la zona norte. Mientras habla con parsimonia y enumera los dones que el cielo le regaló, alguien la interrumpe:

—Bendición, Emilia— dice un motorizado que va pasando y disminuye la velocidad.
—Dios me lo bendiga, mijo.

A sus sesenta y cinco años, está orgullosa de poder decir que su vida la ha dedicado a Dios y al pueblo en el que nació. Las enseñanzas familiares y los cursos de enfermería que tomó en Caracas la convirtieron, durante nueve años (hasta que inauguraron la medicatura, en 1983) en la única persona sobre la faz de ese pequeño poblado rural que sabía poner inyecciones, masajear torceduras, preparar brebajes para la gripe, fiebre o indigestión y curar heridas profundas.
Después de trabajar treinta y cinco años en una casa de familia en Los Guayabitos, en Baruta, Emilia ahora es ministro de la Eucaristía, también conocido como ministro Extraordinario de la Comunión, o la mano derecha del sacerdote. Tiene las llaves de la iglesia y se encarga de abrirla y cerrarla cuando hay misa o cualquier actividad. Viste un alba blanca y larga para asistir bautizos, puede llevar la comunión a algún enfermo si el padre está ausente y da catecismo a los niños del pueblo.
Abandonó los oficios de esa casa en la que trabajó casi la mitad de su vida porque le diagnosticaron una hernia discal, y como no le prestó demasiada atención, ahora tiene seis. Los médicos le dicen que debería estar en silla de ruedas y que camina de milagro. Le prohibieron limpiar, lavar, planchar y todo lo que implique un esfuerzo corporal importante. Hasta cocinar, pero es lo único en lo que se niega a obedecer.
Los martes, jueves y domingos son los días que dedica a la iglesia junto a monseñor Rafael Febres Cordero, quien además es padrino de confirmación de uno de sus hijos. Los sábados dirige una vigilia durante toda la noche para rezar por el mundo, por los sacerdotes, y últimamente, por la paz en Venezuela.
Su vestimenta litúrgica y su ropa de uso diario nunca tienen una sola arruga. De su cuello siempre cuelga un rosario de piedras coloridas. Su cabello, negro pero canoso, está perfectamente peinado y recogido en un moño de bailarina, tan prensado hacia atrás que casi le achina los ojos negros. Su piel es morena y brillante, y sus cejas parecen una sombra de carboncillo.
En ocasiones, se excusa por una de las cosas que mejor se le da: rezar la culebrilla. Con eso se ha ganado la fama de “rezandera”, pero se queja cada vez que la llamen así:

—Eso es como de brujería, no me gusta. Sólo son dones que Dios quiso que yo heredara— dice con el rostro desencajado.

Emilia habla mucho de su padre, de su madre no tanto. Cuenta que era él quien llevaba las riendas de un hogar de nueve hermanos, en donde las enseñanzas de la Iglesia Católica siempre fueron el pilar.

—Casi todo lo que sé hacer lo aprendí de mi papá –y sonríe–. A mí me gustaba mucho ir a misa con él y a los 16 años recé mi primer rosario en público, cosa que no hacía ningún niño de mi edad. Pero así fui formada.

Con el tiempo, fue encargándose de las actividades de la iglesia de Sabaneta, que en los años ochenta funcionaba en una especie de galpón.

—Era una capillita rural. No teníamos ni sacerdote, como ahora—, recuerda.

De su padre también aprendió a rezar la culebrilla. La primera vez que lo hizo fue cuando tenía veinte años, para pedirle al Santísimo que se manifestara y le sanara una erupción con ampollas a otra muchacha como ella, de quien no recuerda el nombre.

—Ella llegó sintiéndose mal y uno de mis hermanos me dijo que la ayudara y que le rezara la oración que mi papá nos había enseñado— cuenta.

Incluso ella misma la padeció en una oportunidad y tuvo que buscar a alguien que le rezara, porque no se puede pedir por la sanación propia, al menos no en estos casos.
Mientras se pasea por las experiencias de sus últimos cuarenta y cinco años, con pacientes de todas las edades, se carcajea y se ruboriza cuando dice que hasta a un sacerdote tuvo que rezarle.

—Yo tenía mucha pena, cómo era posible que un padre me buscara para que le rezara una culebrilla—, se pregunta.

Y explica el método que ha venido aplicando desde siempre: tres oraciones espontáneas durante tres días seguidos, unos toques con yerba mora en la zona afectada, unas infusiones de la misma planta que deben ser tomadas «como un remedio» y una velita en ofrenda al Espíritu Santo.

—Nunca he probado la oración sin la yerba mora. No sé cómo funcionan por separado. Eso sí, siempre hago el rezo aquí en la iglesia.

Como ese té que receta para el virus, tiene fórmulas para otros males: la alcachofa, para la diabetes; la cebolla frotada por detrás de las orejas, cuando los niños tienen parásitos; el té de eucalipto, para malestar estomacal, gripe o dolor de garganta; el vapor de quinchoncho, para la sinusitis; y sus masajes, para dolores musculares, porque sus manos «son maravillosas, gracias a Dios» y a los cursos de enfermería y primeros auxilios que realizó cuando tenía quince años.

***

Emilia reparte su rutina entre la familia y los oficios religiosos.

—Todos los días me levanto tempranito consintiendo a todo el mundo con arepitas. Mis hijos viven cerca, pero siempre pasan a comer por aquí. Después llevo a una de mis nietas al colegio, regreso y le hago arepas a mis otras nietas que se quedan durmiendo porque estudian en la tarde —cuenta, como si estuviera leyendo un guión—. Cuando no estoy muy ocupada en la iglesia, busco a la menor al salir de clases, regreso a la casa, veo televisión, leo un poco y en la noche hago cena porque todos vuelven a comer para acá antes de irse a descansar.

En la entrada de su pequeño hogar de friso rústico, techo de zinc y piso de cerámica, hay arbustos, palmeras pequeñas y helechos colgantes. Las paredes de la sala son azules y sobre una de ellas posa un gran rosario de madera junto a cuadros con retratos de Jesucristo. Hay tres pequeños muebles de color marrón, otro grande con un televisor y otro repleto de botellas vacías. Al frente, una pecera redonda y diminuta, un altar a la Virgen en todas sus advocaciones, con bustos de la Rosa Mística, la Milagrosa, Santa Clara de Asís y la Virgen de Betania. Una mesita cuadrada de mimbre exhibe fotografías familiares y, a su lado, un nacimiento en una estructura de madera que permanece intacto aunque no sea diciembre. En el centro, en una mesa rectangular de vidrio, hay adornos, biblias y otros textos religiosos.
Y esta vez, sentada en el porche de su casa, sobre un sofá de madera cuyo espaldar también está repleto de botellas de vidrio, hace una advertencia:

—Aquí nadie bebe licor. Yo colecciono estos frascos porque me parece que juntos se ven bonitos, como adornos.

Mientras Huracán –uno de los 13 perros que adoptó– juguetea con sus pies y se revuelca en el suelo, Emilia hace un paneo por sus vivencias; su niñez, que no transcurrió en Baruta; y su adolescencia, en Petare, donde fue aprendiz de enfermería y primeros auxilios en el hospital Pérez de León y donde conoció a Luis Jesús, el papá de sus ocho hijos. Con él volvió a Sabaneta cuando tenía veinticinco años, embarazada de Jhandy, su primogénito.
Los flashes de la memoria la atropellan en el discurso, la hacen suspirar, le ponen los ojos vidriosos y la hacen volar al pasado, treinta años atrás. Entonces revive la escena en la que tuvo que curar a un hombre a punto de perder un pie por una herida infectada y hasta con gusanos. Recuerda cuando caminaba cuatro horas diarias para llegar a otro poblado a inyectar a una señora que estaba muy enferma. Añora las sonrisas de sus hijos pequeños al recibir regalos de pacientes que le agradecían así por su trabajo gratuito de enfermería. Vuelve al episodio que marcó el fin de sus labores en aquel hospital de Petare, cuando vio morir a un niño de fiebre, luego de que un médico se negara a atenderlo. Sonríe al recordar cómo le piropeaban la sazón, cada vez que preparaba asado negro o pasta con salsa roja en la casa de Los Guayabitos.
Pero no recuerda haber conocido nunca el rencor, ni por los desamores que le dejó su compañero de vida.

—Él era muy bueno, pero tenía muchas mujeres —dice con total tranquilidad—. Mis hijos tienen dieciséis hermanos por fuera, pero afortunadamente todos se quieren mucho y él los quiso mucho y por igual. Ahora son unos hombres y mujeres, casados y con hijos, en parte porque el cariño de padre nunca les faltó.

De vuelta a la iglesia, Emilia lleva su vestimenta litúrgica y va preparada para bautizar a un bebé de seis meses. Afuera la esperan los padrinos y la madre con el niño en brazos. Les echa la bendición y de un bolso blanco pequeño saca un llavero del que guindan tres llaves doradas con las que se abren las pesadas puertas de madera de La Ermita de la Eucaristía. La observan alistar los libros, los vasos sagrados, las vinajeras y el agua para el bautismo. Después de encender los cuatro velones dispuestos en el altar, se detiene a contemplar la imagen de Jesús crucificado, se inclina con devoción y se para firme al lado del padre, que recién llega. La ceremonia está por empezar.