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No recuerda cuándo comenzó su colección de corotos. Los objetos que ha reunido fueron testigos de historias que quizás no se sabrán nunca, pero Pichón colecta también historias de San Agustín, la mayoría conectadas a su vida de trabajo y lucha

Texto Kira Kariakin
Fotos Salvador Leyba y Kira Kariakin

En uno de los pasajes junto al Teatro Alameda se encuentra la corototeca de San Agustín del Sur. Eliézer Díaz, conocido como Pichón, es su corototero. Al entrar al local, los sentidos son impactados por la combinación de penumbra con olor a humedad. Es difícil discernir lo que hay. La vista, una vez acostumbrada, alimenta la curiosidad por todas las cosas apiladas que sin remedio queremos descubrir.

Wilder, vecino de la calle y de unos ocho años, entra y se sienta en una sillita. Luego de un rato, interrumpe la conversación y dice:

—¡Pichón, préstame la bicicleta que tienes ahí!

Se refiere a una que guinda del techo, al fondo. Al lado de otra amarilla y detrás de polvorientas lámparas de estilo, acomodadas en fila con elegancia extemporánea. La bicicleta parece inalcanzable. Antes de llegar a ella hay que sortear una nevera vieja, un par de estanterías metálicas de ferretería, pobladas de pequeñas gavetas cuadradas con letreros que dicen “cosas” en su mayoría, como si fueran parte de un gran tablero de adivinanzas, y montones de objetos sin orden aparente en el piso, guindados del techo, colgados de las paredes, unos sobre otros: ventiladores, marcos de cuadros, piezas de ferretería, trofeos, juguetes viejos, cajas y cajitas llenas de objetos incomprensibles.

Pichón le dice que no le va a prestar nada. Wilder contesta:

—¿En cuánto me la alquilas?

–¿Ah? ¿Qué? No te voy a prestar nada. Mira, éste es el avión mayor –dice señalando a Wilder–. Sabe más que Rintintín. ¿Te acuerdas de Rintintín?…

El diálogo es familiar, como el de dos niños argumentando, solo que Pichón tiene 74 años. Después del breve intercambio, Wilder sale del local como si nada, con la apostura que da la seguridad de que Pichón más tarde le prestará la bicicleta. Es su abuelo de crianza.

El sobrenombre de Pichón lo tiene desde la infancia, de niño era pelón como un pichón de paloma y le quedó el mote adscrito de por vida. Pocos saben su nombre de pila. Tiene un museo de corotos en el pueblo de Higuerote -destino turístico de la costa, a unos 100 kilómetros de Caracas- y dos casas llenas de infinidad de ellos. El local que sirve de tienda y depósito es la corototeca, queda en Marín, uno de los barrios emblemáticos de San Agustín del Sur, de donde han salido atletas, artistas y músicos.

Jamás imaginó el pintor francés Jean-Baptiste-Camille Corot que las admoniciones del presidente Antonio Guzmán Blanco a sus criadas cuando limpiaban los preciados cuadros de su colección, iban a originar la palabra “coroto”. La burla a los “corotos” del general que gobernó el país tres veces en la segunda mitad del siglo XIX, se extendería en el habla popular para nombrar a cualquier objeto. Por uso y extensión, la colección de “corotos” y su exhibición daría paso a la palabra corototeca.

Pichón es alto, blanco con la piel curtida por el sol, de amplia espalda que denota a un hombre activo físicamente. Su rostro algo alargado y de nariz prominente está endulzado por unos ojos melancólicos de color avellana. Tiene una calvicie brillante enmarcada por una media luna de cabellos blancos muy cortos. Cuenta que nació a dos casas de distancia. Su mamá, Eduvigis Díaz, era una mujer recia y de carácter que le disciplinaba fuertemente la rebeldía. Pichón dejó la educación formal en quinto grado.

–Desde los cuatro años me escapaba del colegio, porque me encantaba la calle. Todos los días me daban ¡una coñamentazón! Mira, te lo juro, yo era el rey de las metras, era el rey del trompo, del papagayo, el rey de la perinola, porque todo eso lo hacía a la perfección.

La calle lo signó. De carácter inquieto, tuvo algunas malas juntas, se metió en problemas con la justicia, entró y salió de la cárcel desde los 18 como hasta los 27 años. El juez Héctor Marcano Battistini vio algo en él que le dio la confianza de concederle libertad condicional con régimen de presentación. Cuenta Pichón que le dijo: “Te suelto y abogo por ti, pero si tu sombra llega a pasar por aquí, hago que te caiga todo el peso de la ley”.

–Era por drogas y eso lo estaban castigando duro por el caso Vegas. Me dieron 12 años, hablé con él y consideró que me quería enmendar. Durante esos 12 años, todos los lunes iba al juzgado a presentarme.

El juez Marcano Battistini es célebre por algunas sentencias que dictó en el siglo pasado, especialmente la del barco Sierra Nevada (obsequiado al gobierno de Bolivia), que falló en contra del presidente Carlos Andrés Pérez. Siempre intercedía por Pichón cuando las redadas indiscriminadas de la extinta Policía Metropolitana se lo llevaban sólo por estar parado en la entrada de su casa. Un acto de fe es suficiente para cambiar una vida.

La calle le dio sentido de comunidad y siendo de Marín, de manera natural, participó en las actividades culturales colaborando con el transporte de equipos e instrumentos y como el payaso Chon durante quince años, en dúo primero con Pi, luego con Rascacielo y Kikí sucesivamente.

Un día empezó a llevarse los corotos que la gente botaba en las urbanizaciones con la ayuda de un amigo que tenía una moto. Recogía muebles y cualquier tipo de objetos. No recuerda cuándo empezó a coleccionar, dice que desde siempre:

–Yo llegué a tener las metras de mi infancia, pero me las robaron en Barlovento.

Se refiere al galpón que tiene en Higuerote, donde atesora la mayor parte de su colección y con la que no ha podido hacer nada más que tenerla bajo llave. Al principio, intentó convertirlo en un museo como atracción turística asociada a la posada de un amigo, pero eso no funcionó como negocio. Luego sufrió un robo donde se llevaron varias cosas, entre ellas sus metras.

–Éramos muchos hermanos, y cuando nos regañaban tiraban las cosas en un cuartico del fondo en casa de mamá que tenía piso de tierra. Cuando la remodelaron las encontré allí enterradas, esperándome.

Acomodó y aseguró mejor el museo, pero la pandemia y un contagio de covid-19 fuerte que casi se lo lleva, le han impedido ir a revisar cómo están todos esos corotos del pasado que quedaron después del despojo.

Así como acumula objetos antiguos, viejos y curiosos, Pichón también colecciona memorias, recuerdos, en forma de historias, fotos y recortes de prensa, todos sobre el barrio y sus personajes, en donde están incluidos él y su familia. Varios álbumes se encuentran repartidos entre su casa y el local. En una de sus paredes hay un inmenso collage con lo más significativo para él. Lo muestra yendo de foto en foto, nombra a los protagonistas y cuenta sus historias con emoción y nostalgia. Los toreros de la familia en trajes de faena, su hermano Sergio, que llegó a tener una peña taurina en Madrid, y el sobrino Raúl Azuaje Díaz; Pichón boxeando en un ring, fotos de toques y conciertos del grupo Madera, el afiche de Paúl Iriarte joven campeón de carreras de moto, entre muchas imágenes que dan las pistas de toda una vida.

–Ahí está la historia, ahí está el barrio. El Madera. Nos criamos junticos, jugamos metras, pelota, vacilamos; y te digo, ese es un golpe del que no nos hemos podido recuperar, mana. Yo iba a ir en ese viaje. Tenía un camión recién comprado, y con él iba a ayudar a transportar las cosas, pero al último momento me sacaron del line-up. No era mi día.

La voz le tiembla levemente mientras toca la foto en el centro del gran altar de memorias. La tragedia golpeó al barrio cuando el grupo que lo convirtió en música y presencia nacional perdió a once de sus integrantes el 15 de agosto de 1980 en las aguas del río Orinoco en un accidente que conmocionó al país y aún suscita preguntas. Cerca de la foto de Madera, está otra autografiada de Cheo Feliciano, el sonero boricua que cantara “allá en el barrio Marín, mi gente de Venezuela, todavía se oye un cantar, es el del grupo Madera, ¡Mira, que son de primera!”. El salsero visitó el barrio en esos años y dejó para la comunidad una historia que ya es leyenda.

Mientras conversa, además de Wilder, entran personajes variopintos que interrumpen para comprar algo, dejar un dinero o recado, llevarse un ventilador. La hija Joselyn, el nieto, también aparecen. Las historias de vida y las del barrio, nos apartan de la de las cosas. El mediodía llega y la conversación termina hasta la semana siguiente.

II

–¡La patilla a un dólar, a un dólar la patilla! ¡Llegaron las mandarinas, llegaron las guayabas!…

Pasa el camión vendedor de frutas lentamente y el anuncio de los precios de lo ofrecido invade la calle. Guayaba, piña, melón, lechosa, cambures, mandarinas, plátano a uno, dos y tres dólares el kilo. Pichón no está ese sábado. Su hija Joselyn, tiene un abasto protegido por rejas, a pocos metros de la corototeca, adonde nos deja entrar para unas fotos acompañada de Moisés, el hermano de Wilder. Ella se parece a su padre, el mismo rostro suavizado por la impronta femenina, los mismos ojos, sólo que en vez de melancolía muestran determinación y firmeza, carácter, de mediana edad, la melena larga lisa y oscura, abogada de profesión. Volvemos a su local. Mientras habla, la gente que pasa la saluda y envía saludos a Pichón.

–Ser hija de mi papá ha sido una escuela y el orgullo más grande. Nunca quiso que viviéramos lo que él vivió. Lo único que ha hecho es trabajar y trabajar como un burro, y nos enseñó a trabajar así. Siempre ha tratado de ayudar a la gente y motivar a los jóvenes y los niños. Yo admiro a mi papá, su lucha, su trabajo. No tiene estudios académicos, pero la vida lo preparó. No tomamos ninguna decisión sin consultarlo, sin su opinión, y la última palabra la tiene mi papá.

Joselyn también se inclina por el comercio y las cosas vintage, pero prefiere darles un toque moderno. Señala una moto que su papá tenía desde 1983, la sacó del depósito, la arregló y dejó como nueva. Está pintada de rojo y amarillo, cromada, asiento retapizado y cauchos nuevos. Ha intentado convencer a Pichón de organizar el local, de convertirlo en una tasca donde se exhiban las cosas que tiene. Advierte que no existe sólo el museo en Higuerote, sino que hay dos casas más, llenas de cosas.

Al preguntar por Wilder y Moisés (10), y sus otros dos hermanos, John Heider (16) y Alexander (5), cuenta que están ayudando a la mamá de ellos con su crianza. Los niños la llaman mamá Joselyn, y a Eliézer y su esposa, abuelito Pichón y abuelita Sulei.

III

Desde la corototeca hasta el hogar de Pichón hay unas tres o cuatro cuadras. Moisés nos guía a pedido de Joselyn. Es un recorrido corto sobre la avenida Ruiz Pineda que revela parte de la vida del barrio: pequeños locales de venta de queso blanco, verduras y frutas, puertas abiertas que dan a solares amplios rodeados de otras puertas, unas cerradas y otras abiertas que muestran la dureza de estos tiempos, gatos por doquier soberanos de su territorio y niños protegidos por su inocencia que juegan en la acera o el zaguán de las casas. Otra Caracas, amable, humana, pero que sufre. San Agustín no es un barrio, es un pueblo inmerso en la ciudad donde todos se conocen, saben quién es el otro, quién es el amigo y quién no. Por encima de todo, todos son de San Agustín.

La casa de Pichón fue construida cuando se estableció la parroquia. Su hermana se la dejó para mudarse a Los Caobos (hacia el centro este de la ciudad). Allí vive con su esposa Juviry Suleima Ríos, nacida y criada en San Agustín. Se hicieron novios cuando ella tenía 12 y él 16 años. Es una mujer de pelo corto, marrón oscuro, de hablar suave y pausado que se le entrecorta cuando habla del dolor de las pérdidas en la familia, primero la muerte de la hija mayor en un accidente y cerca de una década después la del hijo más pequeño por enfermedad. Fueron hitos que cambiaron todo para ellos. Sin embargo, su rostro se ilumina cuando habla de Pichón. Siempre le ha respetado todas sus ideas y dice que, aunque a veces le reclama que recoja tanto cachivache porque ya están algo viejos, él le responde que él ha vivido siempre de eso y gracias a eso crió a sus hijos bien. A la pregunta de si sigue enamorada después de 52 años de casados, se ruboriza, sonríe y bajito dice que sí: “Me encanta él. No sé…”

La mirada se le aviva cuando la conversación se interrumpe con la llegada de Pichón que pregunta:

–¿Viste el cuadrito?

Un cuadro inmenso de Bolívar domina el zaguán de la casa. Fue realizado por un amigo pintor con un marco antiguo de madera que consiguió intercambiando antigüedades. La casa fue remodelada hace varios años, pero le conservó el zaguán y el piso originales. La ventana alta enrejada da directamente a la acera. Alguna gente pasa por enfrente y saluda, otra sigue su camino. Moisés le cuenta que la abuelita Sulei ha dicho cosas muy bonitas de él.

La conversación derivó hacia el recuento de todo lo que había hecho en la vida. Aparecieron historias nuevas como la de su trabajo con el actor y productor uruguayo Ariel Severino, el protagonista de la guaracha del músico Billo Frómeta “Yo quiero ser como Ariel”. Severino era también esmaltador sobre metal y Pichón fungió de su asistente en el taller que tenía. A veces se pregunta qué hubiera pasado si el artista no hubiera muerto en el terremoto de Caracas del 67 y hubiera podido aprender más de ese oficio, porque tenía talento para ello. Cuenta también la historia de sus 63 hermanos y el padre ausente de quien él es su semblanza. El día que se reunió con ocho de esos hermanos los dejó pasmados por el parecido con su progenitor, quien fuera aventurero, militar gomecista, otrora dueño de decenas de casas en San Agustín, y a quien conoció a través de las historias que le contaron y un par de encuentros que tuvo con él ya mayor.

De nuevo, surge el tema de traerse el museo de los corotos de Higuerote. Eso lo entristece, porque es un problema de logística e infraestructura que no se puede resolver. No quiere darse mala vida a su edad, por eso rehúsa transformar el espacio que tiene, aunque está consciente de que en el futuro, a lo mejor ya sin él, su hija Joselyn se hará cargo y lo reinventará.

Él sigue sacando cosas de la corototeca para la venta, también sigue recolectando objetos. Tiene allí unas neveras con cervezas y refrescos. Así, con la venta de corotos y bebidas, gana algo de dinero, porque después de todo lo que ha trabajado, no quiere que los mantengan sus hijas.

Comenta que es inquieto y por eso nunca ha sido continuo con los negocios u oficios que emprende, que no los termina.

Pero hay un equívoco en esa creencia, porque Eliézer (Pichón) Díaz ha sido constante en reunir todo lo que posee. Su vida está ligada indeleblemente a ello, sus corotos mantuvieron a su familia y sostienen su espíritu. Todos y cada uno de esos objetos tienen una historia secreta, desconocida, y otra, que sólo la sabe él, de cómo los consiguió. Relatar las aventuras vividas, los oficios ejercidos, los errores y los aciertos, se vincula al afán de preservar una memoria con recortes de prensa y fotos guardadas prolijamente en álbumes sobre el barrio y su familia. Corotos para recordar, ejercicio contra el olvido.

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