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Una zuliana se muda a Caracas con la esperanza de hallar una vida más próspera, pero se ve atormentada por la mayor de las inseguridades de su vida adulta: no sabe leer. Después de muchos tropiezos, de bajar y subir las escalinatas hasta la cima de Petare para buscar agua, después de tres hijos, recibió una invitación que la ayudó a creer en algo muy importante: en sí misma. Esta es la historia de cómo Luzbeida Muñoz encontró su lugar, uno donde mantenerse bien a flote 

A los once años, Luzbeida Muñoz no sabía leer y tenía arraigada la convicción de que era una persona menos útil que aquellas que podían descifrar las palabras impresas en las latas de leche en polvo. Para entonces vivía en una casa pequeña, en la región rural de la calurosa Santa Bárbara, al sur del lago de Maracaibo. Debido a su analfabetismo, tenía el encargo fijo de limpiar el suelo, fregar la loza, tender las camas de sus nueve hermanos mayores y ayudar a su mamá a preparar pequeñas tortas de cambur y galletas de azúcar morena para venderlas por lote. 

Corría el año 1996 y los pequeños pueblitos y municipios agricultores del estado Zulia no figuraban demasiado en los periódicos. El analfabetismo a nivel nacional no sobrepasaba 10% de la población. Venezuela parecía transitar entre los caminos de la apatía política y la zozobra causada por la cercanía del nuevo siglo. Pero nada de eso preocupaba a la familia Muñoz, cuyos varones se dedicaban la mayor parte del tiempo a las tareas ganaderas. 

La señora Muñoz, madre soltera, había cuidado que sus hijos se educasen en lo básico, pero no tenía tiempo de estar pendiente de sus progresos o fracasos, sino de prepararles el desayuno y enviarlos muy temprano a la calle, encomendándolos a la Virgen de Chiquinquirá. El resto de la jornada se esmeraba en ganar algo de dinero para mantener a una vasta prole.

La ruta que Luzbeida debía seguir todos los días era un camino lleno de tierra, un trecho largo y único, que terminaba en la puerta de una casa donde el mundo se volvía desconcertante y triste. Era la casa que le servía de sede a la escuelita municipal. 

En 1992, la más pequeña de los Muñoz ingresó en primer grado con la misma mirada confusa con la que, cuatro años después, entraba todos los días. A los once no conseguía memorizar el alfabeto completo sin saltarse algunas letras. El maestro tenía poca paciencia y unos ojos severos. Las cinco horas que la niña pasaba en el aula la deprimían más que el calor intenso de la media mañana. 

“Tú no sirves, porque no sabes leer. Y nunca vas a aprender. Más te vale buscar un oficio”

yo

Durante largas temporadas luchó contra el desinterés y la quinta página de Mi Angelito, el libro por antonomasia que usaban casi todos los maestros venezolanos para enseñar a los alumnos a leer. 

Después de repetir cuatro veces el mismo primer grado, el profesor del curso citó a la señora Muñoz y a Luzbeida, solo para decirles que estaban perdiendo el tiempo. Era viernes al mediodía y los tres se acomodaron en los pupitres de un salón vacío.

 —Tú no sirves, porque no sabes leer. Y nunca vas a aprender —le dijo el hombre a la niña morena sentada junto a su madre—. Más te vale buscar un oficio.

 La señora Muñoz arrugó el ceño y no necesitó demasiadas explicaciones. Su hija repetía año tras año el mismo nivel sin conseguir hilvanar una frase completa de una página. Apenas sabía escribir su nombre y otras pocas palabras y ya estaba a punto de cumplir los doce. Convencida de que el maestro tenía razón, se llevó a Luzbeida a casa y le asignó una lista de tareas del hogar, mientras se le ocurría algún sitio donde pudiese enviarla a trabajar. No lo consiguió.

 Creció Luzbeida Muñoz y se casó antes de los veinte, con un joven recién salido de bachillerato que tenía el pelo tan negro como ella. La prosperidad nunca había sido una constante en su vida, así que entre su esposo y ella decidieron viajar a la capital y dejar atrás la calurosa precariedad de Santa Bárbara, en 2007. Además, tenían un hijo pequeño y la esperanza de que Caracas los recibiría con los brazos abiertos. O por lo menos, que la vida no sería tan dura e incierta.

En la cima de Petare

Cuando Luzbeida pisó Caracas le pareció que era una ciudad absurda y gigante en comparación con el pueblito zuliano del que provenía. Pero, paradójicamente, decidió que no había un lugar para ella en esa ruidosa capital.

El Metro de Caracas le resultaba una locura y la gente caminaba demasiado rápido. En las panaderías se hablaba a gritos, pero con una inusitada cordialidad. El viaje en autobús había durado una eternidad. Una sobrina recibió a los zulianos recién llegados en el terminal. Entre tres pagaron un taxi hasta Palo Verde y Luzbeida quiso dormirse, pero durante el trayecto del oeste al este de la ciudad el contraste era llamativo e inexplicable. Primero la Esfera de Soto y luego los enormes carteles de publicidad diseminados entre las altas torres de edificios empresariales. 

Finalmente el taxi se adentró en Petare y el panorama cambió. Decenas de personas caminaban como hormigas multicolores y el tumulto del tránsito hacía pitar los oídos. Casas de ladrillo y basura se amontonaban unas sobre otras. Hombres y mujeres vendían vegetales y frutas sentados en el suelo. Era un día fresco de agosto y Luzbeida intentó imaginarse el mismo fragor en Zulia, donde todo es diez veces más caliente. Ahí no existía la cordialidad, sino el ruido sin origen aparente. No fue necesario decirle que aquella era una de las zonas más pobres de Caracas. 

Llegaron a José Félix Ribas a pie, porque el taxista se negó a conducir en la barriada más grande del país. Caminaron hasta la zona 6 y se instalaron en la casa de la sobrina, estrecha y con el techo de zinc. Era una solución temporal. Luzbeida se dedicó a cuidar a los niños pequeños del hogar por algunos meses mientras su marido buscaba trabajo. 

En 2010, con algunos ahorros y esfuerzos, el matrimonio se mudó a la cima de Petare, en un punto medio entre la zona 10 de José Félix y La Bombilla. Ahí el agua no llegaba y había que bajar hasta la zona 5 a conseguirla. El camino se pintaba largo. Veinte minutos a pie bajando y otros veinte subiendo nuevamente, con un bidón lleno. Cuando su esposo trabajaba, Luzbeida cargaba agua sola, para limpiar el baño y cocinarle a sus hijos, que en aquel entonces se habían duplicado. Ahora tenía una niña pequeña que se parecía mucho a su papá. 

Foto Ivonne Velasco

Luzbeida lamentaba internamente no poder enseñar a ninguno de sus pequeños a leer. Algo en ella se retorcía cuando uno de ellos le hacía una pregunta y señalaba un libro. Así que pidió a su marido, en un par de oportunidades, que le sirviera de profesor a ella, pero el hombre demostró tener tan poca paciencia como el maestro de su infancia y siempre terminaban ensalzados, ambos, en una pelea causada por las palabras que inician con la letra pe.

Molesta, ingresó a la Misión Robinson, creada por el gobierno de Hugo Chávez en 2003, con la determinación de que iba a aprender a leer para no tener que estorbarle a nadie nunca. Estaba harta, cansada de pedir ayuda para llenar formas médicas, depósitos de banco o recibir mensajes de texto. Saboreaba amargamente el mismo gusto amargo de creerse inservible. Nadie nunca le había dicho lo contrario.

—Comencé en la Misión, pero no duré mucho. Al principio tenía una profesora que se enfermó y después se murió. Tuvimos otra, pero esa también se fue a los Andes enferma. Ella nos dio como un mes de clases. Después vino otra, pero de la noche a la mañana dejó de trabajar. No supe qué pasó. Eso se quedó así —contó Luzbeida hace unas semanas.

Cuando los niños tuvieron edad para quedarse solos en casa, Luzbeida se concentró en buscar un empleo que les permitiera a ella y a su familia llegar tranquilos a fin de mes. Fue más fácil que en Santa Bárbara, porque en Caracas sobraban anuncios que requerían servicios de limpieza. Era uno de los pocos oficios en los que su analfabetismo no constituía una traba. 

Así estuvo al menos media década, metida en casas de familias en zonas relucientes y acomodadas de una Caracas que poco a poco se hundía en la crisis. Al finalizar el año 2018, la Comisión de Finanzas y Desarrollo del Parlamento venezolano anunció que la inflación del país cerraba en 1.698.488%. Las personas emigraban y los negocios quebraban. En algún momento los anuncios que requerían servicios de limpieza disminuyeron y Luzbeida se quedó sin trabajo, con un techo lleno de goteras y una hiperinflación que no lograba comprender. Tenía treinta y cuatro años y sentía que había envejecido un siglo.

El comedor 

La más pequeña de las hijas de Luzbeida llegó de imprevisto, cuando el varón había recién cumplido la mayoría de edad y la niña que le seguía tenía once años. Ahora había tres bocas que alimentar en la casa y las cosas no pintaban bien.

En mayo de 2019, Caracas no era la misma ciudad multicolor de los primeros años de la llegada de Muñoz. Ella no recordaba haber oído tantas malas noticias de Zulia en tan pocos meses. A veces no entendía los noticieros de la televisión nacional. Los chismes corrían en las carnicerías y se dejaba guiar por ellos y por lo que le contaban sus hermanos por teléfono. 

Foto Ivonne Velasco

Pero había algo peor que la crisis, algo que le quitaba el sueño: la grasa desaparecía sistemáticamente de las mejillas y la panza de sus dos hijas pequeñas. Y no sabía qué hacer.

Una amiga cercana dio con la solución. Le dijo, con la misma voz con la que los autosuficientes dicen las obviedades, que llevase a ambas niñas al comedor comunitario ubicado en la zona 10 de José Félix, en el colegio Jesús Maestro. El comedor pertenecía a Alimenta la Solidaridad Petare, una organización comunitaria impulsada por Ángel Alvarado Rangel y Andrés Chola, políticos adscritos a la oposición al régimen chavista.

En el comedor de Alimenta la Solidaridad Petare recibieron a las hijas de Luzbeida, que comenzaron a asistir regularmente a almorzar lo que su mamá no podía darles en casa. Ella se quitó un peso de encima y pensó en agradecerles en alguna oportunidad a la hermana Marisela Mujica, Ivonne Velasco y a los demás colaboradores del proyecto.
Cuando lo hizo, en septiembre, fue invitada al programa social Empoderamiento de la Mujer y Organización Comunitaria en alianza con Superatec, una asociación civil cuyo objetivo es formar a personas de bajos recursos. Luzbeida no tenía idea de qué se trataba, pero decidió inscribirse porque le pareció una falta de respeto rechazar el ofrecimiento.

Manos amigas

—¿Cuál es el foco aquí? Tratar de darles herramientas a las mamás, para que ellas se impulsen y dentro de las comunidades ellas puedan avanzar —Irina Barraza, una de las coordinadoras e instructoras del programa Empoderamiento de la Mujer y Organización Comunitaria, explicó el objetivo a las veintinueve mujeres de Petare que, junto con Luzbeida, esperaban sentadas en el auditorio de la escuela Jesús Maestro, donde recibirían clases una vez a la semana con la metodóloga Carla García.

El programa contemplaba la inserción de las mujeres en sus propias comunidades, para que estas actuasen como agentes de cambios y encontrasen solución a algunas problemáticas existentes. 

Durante los tres meses que estuviesen asistiendo a clases, las madres se comprometían a cumplir con los objetivos del curso. Cuando lo comprendió, Luzbeida intentó retirarse calladamente, pero la profesora García, una morena bajita, maciza y de carácter chispeante, la detuvo. 

—Había que convencerla, primero, de que se dejase de tonterías. Ella decía que no servía para nada. Y eso no es cierto. La tuvimos que enseñar a valorarse. El otro tema es que no sabe leer, así que me tocó modificar los contenidos para que se le hiciera más digerible —explicó García.

Foto Albany Andara

Sortear los obstáculos de Luzbeida no fue sencillo, pero la profesora Carla resolvió cambiar las letras por colores. En las clases de estructuración de proyectos, emprendimiento, administración y el uso de Power Point, el azul, el amarillo, el rojo y el verde fueron los mejores amigos de esa alumna tan particular. Pero no los únicos.

Ana Vargas, Luisa Veliz, Carolina Páez y otras compañeras forjaron una estrecha amistad con Luzbeida. La ayudaban a anotar y se concentraron en darle pequeñas clases de lectura, que la zuliana absorbió con inusitada rapidez, porque no había tiempo de sentirse insegura. No volvió a pensar en escapar. 

Los hijos de Luzbeida vieron con extrañeza a su mamá, que traía las libretas garabateadas y que le pedía a su esposo que la acompañase a un cyber, para usar internet. El primogénito, el único varón, le recomendó a su madre que terminase la primaria, pues no la veía tan entusiasmada desde hacía muchos años. 

El joven recién había cumplido dieciocho años y estaba a punto de graduarse de quinto año de bachillerato. Ya no era el bebé traído de Santa Bárbara, sino un hombre inteligente de brazos fuertes y piel tostada, que tenía el sueño de estudiar ingeniería en una universidad que sus padres no podían pagar.

—Mamá —le dijo una noche a Luzbeida—, a mí un profesor me dijo en estos días que me iba a tocar leer mucho en la universidad, aunque fuese a estudiar informática. Que el mundo es de los que leen burda o una vaina así. Qué ladilla. Pero aunque sea una ladilla tienes que aprender. Porque uno lo necesita en la vida. 

—Ay no, muchacho —le contestó ella, que no recordaba a los profesores con agrado—. Es mentira. El mundo no es de nadie. Déjame en paz. Que poco a poco de repente aprendo algo. 

—Ponte a estudiar, mamá —fue lo que recibió por respuesta.

“Yo puse a mis chamos a estudiar bastante, para que no les pasara como a mí. El varón me dijo que leer me sirve para la vida y tiene razón”

yo

Al llegar diciembre, las treinta mujeres que conformaban el programa habían planificado y concebido proyectos sociales que contribuían con un sector específico de su comunidad. Era la hora de graduarse. La capital seguía sumergida en la crisis, pero esta vez estaba decorada por miles de lucecitas brillantes que indignaban y maravillaban por igual a los caraqueños carentes de espíritu navideño.

Luzbeida no creía haber estado tan nerviosa en su vida. En tres meses, entre colores y clases prácticas, había creado, junto a algunas compañeras, su primer proyecto en treinta y cuatro años. El único. Tenía la leve sensación de que estaba haciendo algo útil. Le aterraba que algo pudiese salir mal.

Lo suyo era la creación de un centro recreativo para los niños de la zona 10 de José Félix Ribas. Un lugar donde se impartiesen actividades que mantuviesen ocupados a los pequeños, lejos de los problemas típicos de los barrios caraqueños. Actividades como baile, pintura, deporte y lectura se contemplaron. Todo estaba presupuestado y estructurado con ayuda de Irina y de Carla. Luzbeida le tenía cariño al plan, un cariño extraño, de ese tipo de apego que causa aquello por lo que verdaderamente has trabajado. 

Ganadora

El 4 de diciembre de 2019, el auditorio del colegio Jesús Maestro de Fe y Alegría se llenó de stands y de revuelo. Ángel Alvarado Rangel, Andrés Chola, la directora de Superatec, una representante de la embaraja de Alemania y hasta Mariangel Ruiz fueron a observar el resultado del programa Empoderamiento de la Mujer y Organización Comunitaria.

Todas las participantes debían presentar su proyecto, hablar en público y pugnar porque alguno de los equipos fuese elegido como el ganador, pues el premio sería el financiamiento de todos los costos planteados en el informe escrito.

Foto Albany Andara

Una granja, un taller de costura, venta de productos de limpieza y una biblioteca virtual fueron los proyectos expuestos, además del centro recreativo. Cuando Luzbeida tomó el micrófono, habló con prisas y un temblor mal disimulado, pero mantuvo la vista en el jurado y en la sonrisa amable de los asistentes. Al terminar, se sentó con un suspiro de alivio.

Poco le duró el sosiego, porque a los ganadores los anunciaron media hora después. En el instante en el que oyó su nombre, Luzbeida Muñoz gritó de alegría. No había ganado el primer lugar, sino el segundo. Pero aun así no se lo podía creer. Había logrado algo. La alegría le vibraba en el pecho. Aunque ni sus hijos ni su esposo estuviesen ahí para verla, no se sentía sola. Estaba orgullosa de sí misma. Y eso le bastaba. 

Un impulso

—Yo puse a mis chamos a estudiar bastante, para que no les pasara como a mí —comenta Luzbeida Muñoz a mitad de diciembre. Es una mujer delgada, de risa fácil y carácter moderado. Ninguno de sus hijos se parece a ella—. El varón me dijo que leer me sirve para la vida y tiene razón. 

“¿Entonces crees que el mundo es de los que leen, Luzbeida?”, le pregunto, una vez que tengo oportunidad.

Se queda en silencio durante un buen rato. 

—Cuando aprenda a leer, te digo —responde—. Voy a hacerlo. Tengo que buscar ayuda sí o sí. Mi chamo ya me compró el librito ese, no el que tiene el angelito, el que tiene un patio en la portada. ¿Sabes lo que es sentirse atorado? Yo siempre me sentí atorada. Siempre me decía a mí misma que yo era demasiado bruta y lo veía todo muy difícil. Pero bruta no soy, ahora lo sé. 

El segundo lugar que recibió no cuenta con el financiamiento completo, pero Luzbeida y sus compañeras están dispuestas a seguir su proyecto adelante. Si pueden cambiar algo a favor de los jóvenes, lo harán. Muñoz piensa un poquito en el futuro. En lo que va a hacer cuando acabe el año.

—Yo no me había preguntado nunca qué es lo que quiero ser en la vida. A mí me hubiese gustado estudiar diseño y coser ropa. Ya más o menos sé cómo emprende una. Pero me falta. Cuando termine de aprender a leer, me voy a inscribir en un curso de costura —cuenta. 

Luzbeida cree que Caracas sigue siendo una ciudad absurda y gigante, pero también piensa que hay un lugar para ella en esa metrópoli a medio armar. Ahora tiene una meta, y se aferra a ella como un salvavidas en medio de ese entorno duro en el que le ha tocado vivir. De acuerdo con la UNESCO, el analfabetismo en Venezuela apenas supera 4% actualmente. Hoy, la zuliana Luzbeida Muñoz sonríe y le dice adiós a la incertidumbre. Espera completar la mitad del librito Mi Jardín para enero de 2020. 

Foto Albany Andara