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A golpe de las cuatro de la madrugada, el barrio José Félix Ribas despierta con el cantar de gallos de pelea y el estruendo de camiones recolectores de desechos. Durante la semana, una infinidad de cuerpos perfumados sale a las cinco para bajar las escaleras de las diez zonas que alimentan la calle principal. En la frontera con la ciudad se encuentra la estación de metro de Palo Verde, destino transitorio de gran parte de los petareños. Una hora después, en esa misma calle, se instala un hervidero comercial donde cohabitan desde ferreterías y abastos hasta tarantines improvisados invasores de calzada. Estampitas, santos colgando de los cuellos, figuras orishas y transeúntes vestidos de blanco dan cuenta de que aquí la gente se ha entregado a protecciones divinas, y esas también se compran y se venden. Bolsitas de harina, bolsitas de aceite, bolsitas de azúcar. Heladitos caseros en vasos plásticos. Empanadas. Cartones de cigarros, cajas de cigarros, cigarros detallados. La Librería de Ignacio permanece entre las zonas 2 y 3 desde tiempos inmemoriales. Algunos negocios tienen permiso para funcionar y recientemente han nacido otros que se abocaron al bachaqueo porque les resulta más rentable. El altoparlante de un camión anuncia la venta de plátanos y a su paso hace resonar las rejillas de alcantarillas flojas. Un perro husmea entre los restos pestilentes del mercado que hubo el fin de semana, ese que se apropia del bulevar con vendedores que viajan desde Mariches, del mercado de Coche y hasta desde Los Andes. En todos los puestos hay gaveras que sirven de asiento, de estante y testigo de fiestas que fueron y volverán a ser.

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En Petare, los pretextos sobran para reunirse a tomar algo, y aunque la cerveza es más barata que el refresco, es menos exquisita que el jugo de lulo de Iván. Iván es un moreno curtido que llegó a Venezuela hace veinte años y al que le traen la fruta de su Colombia natal. Su negocio tiene diez años en la Zona 2 del barrio. En el mostrador, jarrones de vidrio repletos reflejan las opciones del día –tamarindo, cambur, fresa, parchita– y el traqueteo de su batidora atropella la salsa vieja que suena en un quiosco cercano. En uno de los cuatro banquillos dispuestos para sus clientes, una joven amamanta a su recién nacido, y su amor de madre está en el peinado minucioso de la hija mayor que los mira. La niña es tímida y no habla, pero sus ojos cafés sí. Mientras Iván cuenta cómo se suponía que Venezuela fuera para él sólo un puente, la mujer sonríe con la brisa. Ella se considera afortunada porque se despierta con el silbido de pajaritos en lugar de con el calor. En medio de las entradas a las zonas de José Félix se atraviesan callejones ciegos que terminan siempre en escaleras. En la misma Zona 2, un viejito va tocando las puertas de la Escalera El Sabor, recolectando basura para bajarla. Al llegar a pie de calle le pide a Junior doscientos bolívares. Junior llegó a esa misma escalera hace cuarenta años, “empepado”, recuerda, persiguiendo a su mujer. Se ha dedicado a la comunidad, por eso le piden colaboraciones. Levantó una casa de dos pisos para sus hijas, y una platabanda con vista de 180 grados para él. -Este es mi lugar- dice tan firme como la ausencia del brazo que perdió en aquellos años en los que era escolta del Presidente Carlos Andrés Pérez. El viejito, con sus doscientos bolívares en mano, compra un café y prende un cigarrillo Belmont, la dupla indivisible de tantos. Justo entonces llega un hombre bigotudo con los dedos pegados al celular. -Este no llega, ni que fuera una mujer. Esto es trabajo. Aunque uno trabaja es para las mujeres- comenta entre risas. A su espalda, un mural que lee “Callejón El Sabor” mantiene vivos a los dos muchachos que lo hicieron y que ya no están.

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JoseFelixRibas_ de Petare Caracas