Seleccionar página

Una actividad doméstica de rutina como la compra de alimentos se transformó durante el primer mega apagón en un momento angustiante para quienes habitan en la zona montañosa del cinturón de Caracas. Aquí otra de nuestras #HistoriasDelApagon

Ilustración Betania Díaz

Las jefas de calle se reúnen por cuarta vez con el personal de la Alcaldía de Guaicaipuro que organiza la feria. Detrás de ellos están tres camiones cargados de pollos y un gran toldo rojo que cubre cestas de hortalizas, dos grandes bloques de queso, varios envases de mantequillas artesanal y dos torres de chorizos y morcillas, a los que una mujer ha embadurnado de aceite vegetal con la mano desnuda. Delante, un gran y zumbante grupo de personas se organiza en filas de acuerdo con la zona en la que viven en los Altos Mirandinos, las tierras montañosas que rodean la capital venezolana. Rómulo arriba, Rómulo abajo, Rómulo el colegio, La Italianita, Los Nísperos. Todos los vecinos permanecen impacientes mientras esperan que inicie la venta.

La noche anterior, las jefas de calle se pasearon casa por casa ―en medio del segundo día del apagón más grande en la historia del país― para informar de un operativo que se realizaría el sábado a las ocho de la mañana para vender pollo y “otras cosas” a los vecinos de la comunidad de Rómulo Gallegos. Son, ya, más de las nueve y media y los camiones con la proteína acaban de llegar.

Hace calor y los rumores se esparcen: “No hay punto”, “sí hay, pero está lento”, “van a aceptar transferencias”, “no, la transferencia es solo para el pollo”, “van a poner los pollos en el piso”. Los comentarios vienen y van y todos mantienen la vista en los camiones mientras se cruzan de brazos, mueven una rodilla adelante y atrás repetidamente o cambian el peso del cuerpo de una pierna a la otra. Parecen apresurados, como si temieran no poder comprar aun cuando no hay más de ochenta personas en el lugar y los tres camiones se ven llenos.

Un hombre alto, con chaleco y gorra roja ―trabajador de la alcaldía― llama la atención de los vecinos.

―El pollo ―hace una pausa― está congelado.

Esto es lo primero que dice y, aunque la refrigeración podría resultar obvia en cualquier venta de carne, es algo que preocupa a muchos de los que se encuentran ahí para comprar. La comunidad estuvo sin luz  alrededor de 28 horas, desde que a las 4:50 de la tarde del jueves 7 de marzo se presentara una falla que dejara a oscuras a casi todo el país.

―En un momento vamos a empezar a vender ―retoma el vocero de la alcaldía en un tono pausado y monótono, como un niño que recita algo que ha aprendido de memoria―. Sus jefes de calle les avisarán cuántos pollos pueden comprar por persona.

―¡No! ―lo interrumpe rápidamente uno de su grupo―. Es uno por persona.

El vocero escucha, asiente y se corrige sin perder la calma.

―Podrán comprar uno por persona.

Los vecinos se miran entre ellos, pero nadie se queja.

―Van a pasar de tres en tres por cada fila a retirar su pollo y luego pueden comprar en la feria ―explica―. Los pollos serán puestos en una lona en el piso porque los camiones se tienen que ir.

Este último anuncio despierta la inconformidad de la comunidad, pero pese a la oposición de muchos, no queda otra opción. La lona es extendida y los pollos son colocados en ella. Mientras esperan, una de las mujeres de La Italianita le pregunta a la jefa de comunidad por el método de pago. Ella explica que podrán pagar los 5.000 bolívares soberanos de pollo por transferencia más tarde.

―¿Y para la feria hay punto?

―Sí, lo están acomodando en un lugar donde agarre señal.

Se refiere a la señal para que conecte el aparato electrónico con el que se cobra la venta con tarjeta de débito. La mujer que pregunta puede ver frente a ella ―bajo el toldo, justo en la mesa de los chorizos― cómo el punto de venta permanece inmóvil, conectado sí, pero desatendido. Ha habido problemas con la señal desde que la falla eléctrica iniciara y no da la impresión de que alguien quiera verificar siquiera si el punto está encendido.

La mujer se cruza de brazos y aguarda pacientemente hasta que es su turno de pasar. Mientras espera a que los que están delante de ella reciban su pollo, mira los precios en la feria: Papas: BsS 4.400, plátanos: BsS 2.200, queso: BsS 11.000… Aprovecha que tiene al vocero de la alcaldía cerca y repite su pregunta: —¿Tienen punto?

El hombre la ve y sonríe.

―No, pero aceptamos efectivo.

Los lentes de sol que lleva la mujer cubren su mirada de exasperación, pero no sus labios fruncidos cuando vuelve el rostro al frente. Es su turno de pasar y, después de más de una hora y media de espera, recibe la pequeña bolsa en un segundo. No llega a un kilo y medio y, además, está lleno de tierra.

La mujer se aleja de la feria, con la decepción pintada en el rostro, y comienza a subir la empinada calle para dirigirse a su casa. Mientras, escucha al hombre que estaba delante de ella en la fila hablar por teléfono.

―No, no sé si está bueno… ―dice―…si está descongelado se lo daré al perro, igual me sale más barato que la perrarina.