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Las notas musicales brotan de unas manos curtidas con venas que sobresalen. El hombre se aferra a los marfiles blancos y negros como un náufrago a su tabla. A ratos los cosquillea inspirado con cierta dulzura, con fuerza y ansiedad, como si así su piel pudiera volverse joven e inyectarse energía.
Bajo un sombrero de paja maltratado se asoman unos lentes grandes con montura de plástico. A través de ellos se dejan ver dos ojos curiosos, brillantes, aún altivos, con el color del café aguarapado que no denotan el cansancio que suponen los setenta y siete años que confiesa tener, sin ningún asombro, Iván Anderschon Blanco. Una larga barba blanca poblada le da el aspecto de un San Nicolás que fue sometido a dieta.
El pianista es un sobreviviente en un ambiente donde reina la población flotante de fines de semana. Esa que sólo se concentra en cómo aprovecharse del sol y del mar. Su casa, en las cercanías del centro del Choroní, o como él la llama el sarcófago donde vivo, clama por una restauración completa. Sería deseable que la institución pública la declarara patrimonio. Ya está fichada como tal en el Catalogo del Municipio Girardot del estado Aragua. En ese lugar vivieron desde su construcción cercana a 1800, sus abuelos, sus padres, y allí permanece él entre retratos empolvados, un esqueleto de pianola que por su aspecto lleva años enmudecida y otro esqueleto más, el resto de lo que alguna vez fue el piano de sus primeras lecciones. Los patios están llenos de maleza, abiertos a la lluvia, con techos de caña amarga sostenidos casi por la gracia de un ángel, escombros y palos, corotos viejos que el pianista asegura tienen un gran valor. Vive atado al pasado, aguardando al aire de los sueños, a un rocío que disipe su miseria con agua tatuada de generosidad.
¿Cómo entrarle a un fantasma sin que se sienta vulnerado? Todo lo que posee y necesita está en Choroní. No tiene, ni hay escapatoria. Ahí abarca todo y no abarca nada. Para conocer a un personaje escapado del mundo real, hay que escucharlo contar su vida a retazos, al igual que han quedado cortados los recuerdos después de que lo arrollara un motorizado hace casi tres años y sufriera un trauma cráneo encefálico. Ahora Iván se queja, con sentimiento y algo de frustración, por no poder recordar la melodía de alguna canción en especial porque según dice “sufre un Alzheimer musical”.
Esquivo al primer contacto, hace hincapié en que no hablará ni de religión ni de política. No es necesario, las palabras se le desbordan sin orden ni secuencia cuando conversa. Consigue pasar de un tema a otro sin llegar a completar o redondear la idea del todo. Puede hablar en defensa de Manuela Sáenz y criticar al general San Martín y a Santander en cuestión de minutos. Puede adorar al genio compositor Agustín Lara, entonar con poca afinación y voz menuda uno de sus boleros o el vals venezolano Endrina y de seguidas lanzar los improperios más amargos sobre la lapidación que le hicieron, al desalojarlo de la casa de La Loma, en Pan de Azúcar. Allí tuvo la pretensión fallida de querer asentar la Casa de la Cultura. En ese sueño y esfuerzo dejó diez años de trabajo.
Son muchas las vivencias acumuladas desde los dieciocho años, época en la que “despegó los cabos” y tomó el camino a México, en busca de los espacios que nunca había visto. Así dejó atrás a su Choroní natal, a su madre Genoveva Blanco Bolívar y al paisaje del parque más maravilloso, para recorrer el mundo como percusionista, bongoncero y pianista. Para vivir la vida bohemia a plenitud.
No busca despertar piedad, ni lástima, a pesar de que el color de sus medias, que ya han perdido la goma de la parte superior, se parezca más al gris plomo que al blanco original. Es la arrogancia que le queda de haber sido el ahijado de Augusto Padrón, el cronista de Aragua, el orgullo de quien fuera criado con el orden de las buenas costumbres en el Colegio de Los Salesianos en Caracas, con compañeros como Alfredo Sadel y Héctor Murga, bajo las enseñanza de la religión católica. Hoy día, sin embargo, ni siquiera pisa un templo. Muy diferente a los tiempos juveniles cuando tocaba en la misa dominical el armonio, esa suerte de órgano con fuelle, en la iglesia de Choroní. Le pagaban cinco bolívares (un fuerte de los de entonces). Todo un dineral para sus catorce años.
Puede citar en latín frases enteras del Santoral y guiarse por la máxima hipocrática de sicur simili sanat, alioquin contra curari (lo semejante se cura con lo similar y lo diferente se cura con lo contrario) que declama con pomposidad. Vegetariano desde hace más de cuarenta años hace gala de que no tiene barriga ni grasa, y de sus niveles de colesterol y tensión perfectos. Desecha al “trío cadavérico” formado por carne, huevos y pescado.
A veces, perdido en cualquier resquicio de la memoria, lanza una apreciación. “Chica yo tuve suerte, mucha suerte, demasiada. He viajado por México, Brasil, y Europa. Allí visité Alemania, Dinamarca, Francia, España, Italia y Suecia. Esa fue la que más me gustó. Esos suecos son organizados y diplomáticos. Primero había el temor con Rusia, que fue después Unión Soviética, pero los suecos tranquilos, no entraron en conflicto, los trataron y…nada pasó”.
Al hombre se le nota la clase bajo los bermudas algo desgastados y la camisa usada por varias temporadas. Se atreve a hablar en portugués, italiano, sueco e inglés y se llena de orgullo con su anécdota del día en que escuchó hablar a unos suecos y de seguidas les tocó al piano su himno popular, algo así como el Alma Llanera sueca, que hizo que le hablaran en el idioma y creyesen era su paisano.
Sin educación musical formal, aprendió de su madre los primeros acordes. Ella llegó a recibir clases de la profesora Justina Pimentel. El pequeño Iván prestaba atención y se fijaba en cómo tocaban otros, dónde colocaban las manos, los acordes y los imitaba en el piano que había en su casa. No pudo calificar para entrar en la escuela de música de Vicente Emilio Sojo, un retardatario, según sus palabras. Muy lejano a su admirado Carl Orff, un verdadero genio que tomó los manuscritos de los monjes benedictinos e hizo esa gran obra musical Carmina Burana. Sin embargo, esa condición casi autodidacta no le impidió soñar que podría inscribirse en el II Concurso Internacional de Piano Teresa Carreño del año 1978. Conserva todavía el folleto de inscripción, aunque lo exigente del programa lo hizo desistir.
Iván guarda con celo cualquier dato de su único afecto actual, el que le tiene a su hijo Abraham, próximo a cumplir dieciséis años, su orgullo y por quien aún tiene razones para vivir. Siempre agradece a la madre de ese hijo -ya no están juntos desde hace muchos años- por haberle dado ese regalo. Esto contrasta con el sentimiento adverso por los sueños enterrados en esa edificación de la que fue echado por un juez y el hombre que se dijo dueño del terreno. Una grieta profunda, un odio inservible que Iván respira, mientras al unísono se teje la ponzoña en las lenguas de los vecinos. Pueblo pequeño que no agradece ni perdona a quienes tienen fantasías. Iván no logra entender que un romántico iluso no tiene cabida en el mundo, sin un fuerte asidero legal. Aún así les da clases gratuitas de música e inglés a cinco niños del pueblo porque “alguien debe incentivarles el talento”.
Sin contrariar al destino, ya acepta la vida que le queda como una derrota anticipada, un escudo frágil donde esconde su debilidad y espera con ello sepultar al silencio al cual está obligado, con pinceladas de desencanto. El romanticismo y la excesiva ilusión le hicieron prescindir de la realidad exterior, en la que no encuentra ni seguridad ni solidaridad.
Su único trabajo, amenizar la hora del desayuno en una posada, lo mantiene unido con un hilo delgado a su situación. Vive al día, al momento y a la petición de una melodía que se sepa o pueda recordar. Para cuando no es así, contesta “¿Y tú crees que yo soy rockola?”
Está seguro que en el mismo cementerio de Choroní, donde le aguardan sus abuelos, sus padres, sus tíos, no habrá quien recite sobre su tumba tal como el poeta José Antonio Maitín -fallecido en Choroní y admirado por Iván- lo hacía a su esposa muerta, y cuyo verso final Iván Anderschon Blanco, con su mano alzada, recita de memoria:

Adiós. Adiós. Que el viento de la noche.
de frescura y de olores impregnado,
sobre tu blanco túmulo de piedra
deje, al pasar, su beso perfumado;
que te aromen las flores que aquí dejo;
que tu cama de tierra halles liviana.
Sombra querida y santa, ya me alejo;
descansa en paz… Yo volveré mañana.

Con la mirada perdida regresando de la ensoñación, el pianista quedó inmerso en un silencio de estoicismo. Y es que para un romántico como él, nada, nada, termina siendo lo que parece ser o lo que alguna vez anheló.