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Valeria Dorrego estrenó los quince años hace poco y tuvo su fiesta. No eligió, como ella dice, el “vestido de princesa”. Eso lo deja para el casamiento. Eligió, en cambio, el rojo furioso de Jessica Rabbit, el que le hizo saltar los ojos al conejo Roger. “No creo en eso del paso de niña a mujer”, dice, y cuenta que su madre la animó en la elección del vestido. El cuerpo de Valeria parece asentir con lo que ella expresa, aunque su cara ajusta el tiempo, y la inocencia se le derrama en la mirada. Con cien de contorno de busto, la chica lleva sin pudores sus formas y, decidida, entra en los locales de ropa interior del shopping recién inaugurado.

La tienda está vacía. Solo las vendedoras se mueven en la escena, a la espera de clientas, rodeadas de corpiños asépticos, pulcros, que cuelgan de perchas y generan un curioso sentido: sus tazas están listas para ser llenadas, listas para que alguien se acomode a ellas y hacen olvidar que, en realidad, son ellas las que tienen que ajustarse a las formas femeninas. Son copas promedio para ser llenadas por carne promedio.

Flota en el ambiente una sensualidad plastificada, de museo, que, silenciosa, contrasta con la variedad de ropa interior que se vende a menudo sobre mantas en la calle, en pequeños locales o en las ferias donde, dice Valeria, va gente “más normal”. Los corpiños que se venden en esos lugares sí parecen hablar de tetas, de sudor, de piel. Y se alejan del olor a tinta de las publicidades de revista. Sin embargo, la tarea que emprende es ardua en cualquier ámbito.

La chica avanza directo hacia la vendedora y la encara con decisión.

–          Hola ¿Tenés talles grandes?

–          Sí, tenemos hasta el cien – la vendedora mira con discreción el pecho de Valeria. Y desaparece para luego volver con unas cajitas de colores. Son corpiños de tasas armadas, con breteles lánguidos que sólo podrían sostener siliconas que desafíen la ley de Newton.

–          No. Esto es chico – Valeria se prueba sobre la ropa el soutien que le trajeron. Cubre apenas una parte de su pecho

–     ¿No tenés talles más grandes?

–          Ese es el más grande. Si no, tenemos los reductores, que son para señora – contesta la vendedora e inclina la cabeza para intentar lograr una apariencia comprensiva.

Pensar en corpiños reductores es, en última instancia, hablar de ocultar lo que brota del cuerpo. Ocultarlo de la mirada del otro. Meter la carne en trozos de tela pensados de manera casi tecnológica para que la franela no abulte, para que la sexualidad no aflore. Ha habido siempre otras formas – más violentas, más feroces – de menguar la naturaleza del cuerpo. En 2007, el mundo se escandalizó ante el planchado de pechos que las adolescentes sufrían en Camerún. La utilización de objetos calientes, entre otros recursos, para detener el crecimiento de los pechos de las jóvenes sigue siendo una práctica recurrente en algunos países de la zona oeste de África. Las cifras decían que cuatro de cada diez mujeres pasaba por ese proceso para, así, disminuir el atractivo sexual. Para “protegerlas” de abusos, las familias quemaban los signos femeninos.  Por años el cuerpo de la mujer ha sido sometido desde distintos puntos de vista: la violencia física, la discriminación. Y la indumentaria. En ese sentido, el corpiño reductor se vuelve un engranaje más de esa maquinaria. Una manera de esquivar la mirada que se inmiscuye en el escote.

Valeria prueba en otra tienda. Se da la misma situación. El corpiño más grande es engañoso: el ciento cinco viene pensado para una mujer estandarizada, pecho y espalda proporcionados. Ella cuenta que ya está acostumbrada. Pese a que recién tiene quince, desde hace tiempo convive con sus formas prominentes: “Desde los doce empezaron a crecer y no pararon más, pero la ropa de colegio lo disimulaba. Al principio me daba vergüenza porque me gritaban cosas por la calle. Un día con mi mamá nos gastamos como quinientos mangos para un par de corpiños y al año siguiente ya no me quedaban. Yo me compro de dos talles más grandes y después les saco contorno de espalda”.

En general, los talles argentinos van de cinco en cinco, con el cien como límite. Sólo algunas marcas optan por utilizar la medida de otros países, que diferencia el tamaño de busto del de espalda. Triumph Internacional es una empresa alemana con base en Argentina que utiliza eso que se conoce como copas diferenciadas: para un mismo contorno de espalda ofrecen diferentes copas. Marcela Gómez, del área de marketing de la empresa, dice: “Los talles más vendidos son el 95 B y C y en aumento el talle 85 C, es decir, por la gran cantidad de mujeres que se agregan prótesis ha aumentado la venta para espaldas pequeñas con copas grandes”. Esos talles a los que se refiere Gómez representan un cuerpo que tiene aproximadamente noventa y cuatro a noventa y nueve centímetros de busto y setenta y ocho a ochenta y dos centímetros de tórax.

Valeria mantiene la postura erguida cuando sale del local, sus hombros no empujan hacia delante, para tapar el pecho, pero reconoce que la cuestión de la ropa la desmoraliza: “Yo soy segura y tengo mucho ego. Pero a veces, cuando busco y busco para comprarme un corpiño y no consigo nada para mí, me pregunto qué pasa conmigo. En el verano, sólo conseguí una malla y gasté doscientos cincuenta pesos (sesenta y dos dólares)”.

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Tener pechos grandes naturales no fácil y en general, la experiencia está lejos de ser tan perfecta como los estereotipos quieren vender. Los altos precios, aliados de la falta de oferta, se vuelven un factor fatal. Las marcas con variedad de talles grandes valen por encima de los sesenta pesos. La cuestión de los precios es mundial y en Gran Bretaña una movida vía Facebook hizo visible el problema. Algo tan cotidiano, tan banal como la compra de un corpiño se volvió causa común entre un grupo de mujeres que armaron una campaña llamada “Busts 4 Justice”, algo así como Pechos por la Justicia. El objetivo fue lograr que las tiendas aplicaran precios igualitarios y que los talles más grandes dejaran de costar más que los de tamaños standard. Becky Mount y Beckie Williams fueron las creadoras de la cruzada. “Decidimos hacer que el grupo de Facebook porque pensamos que era hora de que alguien diera un golpe por las mujeres de pechos grandes”, Mount escribe desde Inglaterra y aclara que si demora en responder es porque la prensa de golpe ha reparado en ellas y no se dan abasto. Su obra ha tenido repercusión en The Daily Telegraph y The Guardian y se pasearon por canales londinenses que, de golpe, encontraron el morbo en un par de tetas grandes. “Facebook es tan popular –continúa Mount- que pensamos que de ese modo seríamos capaces de llegar a más mujeres y ¡evidentemente, ha funcionado! Usar un talle grande de sujetador es un problema común, pero era un tema que no se tocaba. Nosotras creamos el grupo para ponerlo frente a los ojos del público”.  Williams tiene 26 años, es escritora y vive en Brighton. Mount tiene 19 años. Juntas lograron una repercusión tal que la tienda británica Marks & Spencer, ante la frenética adhesión que logró la campaña, igualó los precios de los corpiños más grandes. Las mujeres desde todas partes del mundo se habían reunido para repudiar la “penalización de los pechos grandes”.

El chiste fácil es itinerante y va de aquí para allá sin lugar fijo de residencia. En Gran Bretaña, al igual que en Argentina, las tetas grandes pescan por igual miradas lascivas y chistes bobos. Becky  lo confirma, desde Londres: “Lo fácil es hacer chistes sobre los pechos grandes en esta sociedad que gusta de las Barbies. Llamar la atención de los hombres es algo muchas veces no querido, y si bien estamos orgullosas de nuestros cuerpos (como lo deberían estar todas las mujeres), esto se vuelve muchas veces problemático. Algunos de quienes se han adherido a la campaña tienen negocios propios, orientados a vender ropa que respete las formas femeninas. La idea es también apoyar ese tipo de iniciativas”.

Mientras Busts 4 Justice se volvía visible, Clarisa Damnotti emprendió, desde Pacheco, una cruzada similar luego de una búsqueda frustrada para conseguir una malla que contuviera sus ciento cuatro de busto. Un día salió de compras con su marido y la tarea se volvió una pesadilla. Los talles grandes estaban agotados y no iban a reponerse. Los que había, tenían breteles finos que no sostenían y eran pensados para siliconas. “Terminé con la cabeza dada vuelta. Me sentía para la mierda. Fue ahí cuando le dije a mi marido que estaba pensando seriamente en sacarme las tetas. Estaba muy envenenada…. Yo no necesito andar por la vida en corpiño, pero es difícil y caro encontrar. Y los que hay son puntudos,  como los que usaba mi abuela, o reductores, o no se adaptan”. Con la bronca en los dedos tecleó el nombre del grupo: “¿Las pechugonas naturales no tenemos derecho a usar corpiños sexies?” y buscó compañeras de pesares.

Clarisa dice que no trata de esconder sus pechos; que la etapa de ropa holgada le duró hasta los veinte años. Habla con tono aguerrido y recuerda: “Sentía que daba una imagen de comehombres y usaba la ropa floja. Después me acostumbré y ahora trato de llevarlas de la mejor manera posible. Los escotes que a algunas les queda en el esternón, a mí me quedan en el nacimiento de las tetas, pero bueno, lo llevo”. Con sus treinta y siete años, ella se niega a conformarse con los corpiños beige que hay en el mercado para los pechos grandes. “Algunas marcas te incitan indirectamente a dejar de comer. Y este tema también te limita en lo sexual. Una tipa que tiene unas tetas importantes parece que no tiene derecho a usar algo sexy”, se queja.

Cuando Alejandra Pignanelli se enteró de la movida de las mujeres británicas buscó algún grupo dónde unirse en Argentina. Y encontró el creado por Clarisa. “Fue bueno saber que no soy la única que pasa por esto”, dice. Mientras se saca fotos, pide que no sean de perfil. La cartera aferrada a su hombro le sirve de resguardo. A veces tener algo en la mano ayuda a no sentirse tan desnuda ante la mirada del otro. En verano, es difícil acomodarse a la exposición de las franelas. De golpe, lo que el invierno dejó tapado bajo lanas y otros abrigos, florece con la poca ropa y hasta que la percepción se acomoda a la carne desnuda y sus redondeces, los saquitos y las camperas livianas sirven también como escudo. Al menos hasta que el calor deja de dar tregua. Cuando Alejandra posa, su madre observa desde una distancia prudencial y cuenta: “La postura es otra de las consecuencias. Tiene que evitar estar encorvada. Y además, siempre hay alguno que cree que, porque usa algo ajustado, está buscando provocar”.

Varias veces Alejandra encaró a su médico para hacerse una reducción, pero él siempre la convenció de lo contrario y le dijo que espere. Enumera entonces situaciones, recorridos, negativas. Es que encontrar el corpiño adecuado es a veces más difícil que ubicar el Santo Grial. “Siempre trato de tapar lo que tengo. Encima, hay que aguantar cada guarangada en la calle”, dice. Y en esto coincide con el resto. La calle para ellas se vuelve a menudo una pasarela para el grito zarpado, para la palabra babosa que manosea la pisada. El ¡Qué tetas!, ante el paso de, justamente, un par de tetas es la redundancia más común y constituye un acto de violencia verbal que en general se naturaliza.

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Eso que muchas compran en un consultorio, a otras les empieza a pesar metafórica y literalmente; les encorva la espalda. Los dolores de cuello y los problemas de espalda se hacen comunes y quienes son más tímidas afianzan la mala postura al llevar los hombros hacia delante, para tratar de cubrirse. Un estudio español llamado “Mitos y Leyendas del Sujetador”, de Francesc Puertas, afirma: “30% de las consultas médicas por dolores en las mamas, durezas o marcas en la piel tienen su origen en el uso de un sujetador inadecuado” y cierra con una cifra contundente: siete de cada diez mujeres no usan el corpiño correcto.

Adriana prefiere guardar en secreto su apellido. Tiene cincuenta y cuatro años y hace cinco que redujo su busto. De un contorno de ciento cinco pasó a noventa y cinco. Le extrajeron trescientos gramos de una mama y cien de la otra. Si bien el motivo fue estético, ella lo vivió como una liberación. Su búsqueda no respondía a las presiones del entorno sino a una necesidad de sentirse bien. Dice que no le costó acostumbrarse a su nueva forma, que ahora algunas cosas son más simples. Entre ellas, la de entrar a un probador y desnudarse bajo la mirada de las dicroicas con la certeza de que la prenda va a andar, que va a cubrir sus formas. “Estoy contenta. Antes me quedaban los hombros marcados y era horrible porque después de haber tenido tres hijos mis pechos estaban caídos. Tenía dolor de espalda. Y el tema principal era la ropa. Por más que me compraba reductores, siempre tenía como un bulto aparte que salía de arriba de corpiño”.

Ahora Adriana se compra corpiños de “los lindos”, con colores y detalles que a las mujeres de pechos grandes se les mezquina, pero de vez en cuando vuelve a sus antiguos sujetadores, que la resguardan del miedo a que la carne vuelva a caerse ¿Por qué esperó tanto tiempo? “Por el miedo a la operación. Antes no se hablaba de estos temas. La idea siempre me había rondado por la cabeza, pero materializarlo me costaba”, confiesa.

La operación se conoce como mastoplastia reductiva. Y en varios casos aparece como la puerta de salida a situaciones sociales que aturden y a problemas de salud que a la larga se agravan. El doctor Oscar Zimman, Jefe de la División Cirugía Plástica del Hospital de Clínicas, asegura que es mayor el número de mujeres que se someten a una operación para aumentar sus mamas que para reducirlas. “Para poner un número que ilustre, de cada diez mujeres que se operan sólo dos lo hacen para reducir el tamaño de sus pechos”, explica. En general, las pacientes son jóvenes de entre dieciséis y veintidós años que tienen las mamas caídas y éstas se vuelven un problema para la realización de actividades físicas. También lo hacen madres que han amamantado a muchos hijos. En un porcentaje menor, las mujeres adultas (entre cincuenta y sesenta años) se operan porque, en general, se acentúan los problemas de columna.

“Poniendo un número arbitrario, una operación se practica cuando se saca de medio kilo en adelante, dice Zimman. La operación no es más riesgosa que la de aumento de pechos. Técnicamente es más compleja y deja más cicatrices, de las que la paciente tiene que estar al tanto”. Las famosas que se sometieron a este tipo de cirugías se vuelven heroínas de carne y hueso para las mujeres de pechos grandes. Florencia Peña y Julieta Ortega, y recientemente la tenista rumana Simona Halep (que anunció que este año reducirá su delantera), se tornan entonces íconos de lo posible y generan empatía.

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Evangelina Rodríguez tiene veintinueve años, el cuerpo menudo y los pechos prominentes. “Uso ciento cinco de corpiño, pero mido ochenta y nueve porque tengo espalda chica”, explica. De adolescente convivió con las cargadas acerca de sus tetas, pero nunca trató de esconderlas. Recién ahora le empiezan a provocar dolores de espalda, pero hace yoga y pilates para reforzar la postura. A la dificultad para encontrar corpiños y mallas, le agrega el de las relaciones personales. Cuando sale a bailar, dice, los hombres se le enciman como osos a la miel. “Lo más difícil es cuando alguien se te acerca para conocerte y no sabés si lo hace por las lolas o porque le atrajo otra cosa tuya”, se queja. Y entonces recuerda algo que le pasó hace poco. Un sábado a la noche, en el baño de un boliche, dos chicas no dejaban de mirarla y cuchicheaban entre ellas. Finalmente, se le acercaron y le hicieron la pregunta: ¿Son tuyas? Lo hicieron con desparpajo. ¿Las podemos tocar? Evangelina tardó en reaccionar: “Les dije que eran mías, pero no dejé que me tocaran… ¡Lo único que me falta!”.

Celia Janecek es fotógrafa y se sienta a hablar de lo que llama “Planeta Teta” con placidez. Sabe de pechos grandes. Su corpiño marca ciento veinticinco. Hay cierto trabajo de aceptación del cuerpo, una seguridad masticada en lo que dice: “Hace diez años atrás esto no lo hubiera podido decir. Tuve que sacar muchos prejuicios. Yo crecí con la idea (y además era la que había) de que sólo podía usar ropa de colores apagados. Y te terminan formateando la cabeza. Después hice un gran cambio, desde reconocer mi sexualidad hasta aceptar mi cuerpo. Puedo hablar de mis tetas. Puedo mostrarlas. No es porque sea exhibicionista. Hice un avance entre la timidez, el prejuicio y la mirada del otro. Si estoy en una pileta y se me ve una teta, no pasa nada. Es una teta grande. Lo tengo como eso”.

Desde la tarde de verano en la que su madre le pidió que se pudiera un corpiño porque venían los amigos de su hermano (ella tenía entonces once años), pasó mucho tiempo. Horas de conocerse, de no pedir disculpas por ser como es. Pese a ello, señala que la sociedad hace difícil la espontaneidad: “Hay muchas lecturas indirectas. Notás las miradas. Pero esto no tiene que ver con los pechos grandes únicamente, sino con toda mi periferia. No soy sólo la señora, sino la señora gorda y tetona”. Enfundada en un chaleco amarillo, Celia se queja de esa prisión monocromática a la que condenan muchos talles grandes. Entonces se pregunta: “¿Por qué la ropa tiende a ocultar? ¿Por qué se presupone que vamos a querer ciertos tonos tranquilos, poco atractivos visualmente, como si tuviéramos que estar lo más disimuladas posible?”. Esa tendencia a ocultar lo que quiebra el molde viene de años de machaque.

Varias mujeres que se sometieron a operaciones de reducción de pecho no quisieron hablar para esta nota. Por timidez o para borrar esa carne que una vez estuvo y se quitó. Otras fueron reacias a hablar del tema, porque hablar de esto es subrayar lo que genera inseguridad. Alguna, incluso, no quiso participar de la entrevista porque su novio no la dejó. “Primero hay que cambiar la cabeza de una para poder decirle al otro: yo estoy bien con esto. Hay que estar fuerte para que el otro no te lastime. No es agradable tener que recorrer miles de lugares para encontrar una prenda. Si sumamos mujeres, la idea sería comprometerse con esto que nos pasa”, dice Celia.

Pero los senos femeninos trascienden la relación particular de la mujer con su cuerpo. La sociedad le ha conferido gran cantidad de valores simbólicos a lo largo de la historia y a lo ancho del vasto mundo. El pecho es la sexualidad imantada en la primera fuente de alimento, que es la materna, y es el primer lazo social. Y en este tiempo en el que el cuerpo es exhibido y reprimido en igual medida, no es fácil andar con la sexualidad subrayada en el escote. Y hasta las palabras se complican: ¿Cómo les decimos? Pecho, mama, gomas, lolas. Todas ellas suenan artificiales. Quizá teta sea la que mejor suene. Porque teta dice el bebé cuando tiene hambre. Teta dice algún bobo en una esquina cuando ve una delantera de mujer. Y teta es lo que les pesa a algunas mujeres dentro de una sociedad que vende estereotipos y se hace aún fuerte desde la mirada masculina que las enarbola cuando son grandes, paraditas y apoyadas sobre una cintura fina como alfiler. En el fondo, es piel, grasa, músculo, sangre. Y de eso estamos hechos todos.