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Mauricio Álvarez, más conocido como La Madison, saca del maletín un espejo pequeño. Luego, mientras se peina el escaso cabello tinturado de rubio, cuenta que descubrió su homosexualidad a los siete años, leyendo una historieta de Superman.

— Apenas vi a Clark Kent, me volví loco – dice, ahogándose de la risa.

John Jairo Murillo, apodado La Ñaña, advierte con un gesto burlón que esta es la “confesión más maricona” que ha oído  en sus treinta y siete años de vida.

— ¡Usted es tan gay – exclama, chocando las palmas de sus manos — que no perdona ni a los muñecos de las tiras cómicas!

Tanto Madison como los otros integrantes del equipo de fútbolLas Regias ríen a carcajadas. Están vistiéndose al aire libre en las graderías del Coliseo Misael Pastrana Borrero, del municipio de Riofrío, en el occidente de Colombia, conocido por su abundante producción de caña de azúcar. El equipo, conformado por travestis, se creó en 1992 con el propósito de recaudar fondos para socorrer a los homosexuales de Cali enfermos de sida o adictos a las drogas. Para obtener dinero, frecuentemente realiza partidos de exhibición en los barrios de la ciudad y en los pueblos cercanos. Además, de vez en cuando recibe donaciones. Conseguir recursos es un propósito que resulta cada vez más difícil. Recientemente, por ejemplo, los jugadores debieron resignarse a no participar en el Campeonato Mundial de Fútbol Gay, que se llevó a cabo en Buenos Aires, porque no lograron reunir lo suficiente para pagar el viaje y los gastos de hotel.

Esta tarde, como ya es costumbre, los jugadores arman bochinche mientras se ponen el uniforme. El más lenguaraz de todos es La Ñaña, fundador del equipo. Dice que La Valeria, cuando era un bebé de brazos, se sentaba sobre el biberón;  que La Britney nació con un chupo entre las nalgas; que La Canasto es agüita de florero y La Natalia, flor de otro patio, y que La Cuto es tan gay que cuando ve un pene pintado en el piso, lo borra con el trasero.

— Y éste – afirma ahora, refiriéndose a La Iguana, que se revuelca de la risa – si se hubiera demorado quince segundos más en el vientre de su madre, habría nacido con panocha.

El estadio es pequeño, con capacidad para unos mil espectadores. Las graderías de concreto sin pañetar están casi desiertas. Se espera que dentro de una hora, cuando comience el partido, haya quinientas personas. Los integrantes de Las Regias continúan arreglándose, en un ritual que, por ahora, parece más emparentado con los salones de belleza que con las canchas de fútbol. En el escenario no hay todavía ningún balón y, en cambio, abundan las extensiones capilares, las uñas esmaltadas, los cabellos teñidos, los lápices labiales, las cejas depiladas y los cosméticos faciales.

— ¿Sabe qué, papá? – me dice La Ñaña –. Escriba que todos los jugadores de Las Regias somos gays, pero eso sí: aquí no hay maricas ni locas, porque marica es el que le presta plata a otro y loca es la que anda sucia por las calles tirándole piedras a la gente.

Todos largan la risotada. Diego Fernando García, más conocido como Melissa Williams, saca de su maletín una pelota de micro-fútbol y le pide a Óscar Gil, apodado La Natalia, que se ponga en la portería para practicar tiros libres. Por un momento, da la impresión de que el primer cobro terminará en gol, pues el guardameta, en vez de rechazar el balón con  un puñetazo, agita ambas manos a los lados del tronco, como si fueran las aletas inútiles de un pingüino. Sin embargo, la bola rebota accidentalmente contra su cuerpo y se desvía hacia un costado de la cancha. Entonces, La Natalia abandona el arco corriendo con histeria, como si acabara de atajar el penalti que le da a su equipo el campeonato mundial.

El amaneramiento de estos jugadores transforma el fútbol, deporte viril por excelencia, en una danza de tórtolas. Si los espectadores los ovacionan no es sólo por cortesía, sino también para premiarlos por el hecho de convertir su propio travestismo en motivo de burlas. Acaso suponen, en el fondo de sus conciencias, que es preferible tenerlos enjaulados aquí, como rarezas de circo, que presenciarlos en las calles, mezclados con el resto de la sociedad. Viéndolos correr jubilosos detrás de la pelota, mientras la gente aplaude y chilla, acude a la memoria un viejo pensamiento: los hombres crearon el humor para consolarse por ser lo que son.

***

Pedro Julio Pardo, un temperamental administrador de empresas, es el coordinador de la Fundación Santamaría, que vela por los derechos de la población GLTB –gays, lesbianas, transexuales y bisexuales – en Cali, tercera ciudad más importante de Colombia. Pardo, quien ha sido cercano al proceso de Las Regias, considera que, aunque resulte excluyente, los travestis tienen derecho a congregarse para armar su propio equipo de fútbol o hacer cualquier otra cosa que les plazca. ¿Acaso a ellos les permiten arrimarse a los estadios donde juegan los hombres heterosexuales? Este país  – añade – sólo les ha dejado dos opciones productivas: la prostitución y la peluquería. Por tanto, construir guetos es su mecanismo de defensa contra la discriminación.

— Cuando los maricas practicamos el fútbol – dice — estamos enviando un mensaje contra la intolerancia de la sociedad: como no nos dejan jugar con los hombres, nos toca crear nuestro propio equipo.

Pedro Julio Pardo estima que la existencia de Las Regias representa para la comunidad transexual de Cali la oportunidad de divulgar sus problemas. Cita, en primer lugar, la permanente exposición a la violencia. Sólo en nueve meses, entre noviembre de 2006 y agosto de 2007, doce travestis han sido asesinados y quince han resultado heridos a bala o con cuchillo. Algunos han aparecido desnudos en lotes baldíos, con múltiples señales de tortura  que evidencian el odio implacable de los agresores. Los fines de semana muchos jóvenes salen borrachos de las discotecas, portando pistolas de aire comprimido, y se van a practicar tiro al blanco disparándoles a los transexuales en los senos de silicona.

El diálogo con Pardo transcurre en la peluquería Madison, ubicada en el barrio Siete de Agosto. Es una casa esquinera pintada de rojo y blanco. Las paredes internas se encuentran saturadas de espejos y fotografías de diferentes estilos de peinados. Además hay repisas con trofeos y retratos de Las Regias. En el ambiente se percibe una cierta obsesión por la limpieza: en los afeites del tocador, ordenados de manera minuciosa; en los muebles lustrosos, en el olor a detergente. El dueño del salón es Mauricio Álvarez — cuarenta y dos años, ciento sesenta y siete centímetros de estatura — conocido en el mundo gay de Cali por el apodo de La Madison. Ayer, durante el partido, Álvarez lucía exageradamente afeminado. Hoy, en cambio, se ve sobrio. Maneja la navaja con firmeza e incluso es un tanto brusco cuando agarra el pelo de su cliente, un muchacho de aproximadamente veinte años.

Al principio, Álvarez estaba concentrado en su trabajo y no prestaba atención a las palabras de Pedro Julio Pardo. Ahora, mientras barre el cabello que quedó desperdigado por el piso, interviene por primera vez en la conversación. A su juicio, los transexuales son las personas más marginadas de toda la población GLTB.

— Si es difícil que la sociedad acepte a un gaycomún y corriente – dice –, imagínese cómo se complican las cosas cuando ese gay se viste de mujer o se pone tetas.

Ni las mujeres ni los hombres heterosexuales lo ven como alguien de su género, sino como un ser disfrazado, una caricatura. Hasta el gay convencional lo rechaza, porque lo considera una criatura disparatada que necesita ponerse falda para asumir su sexualidad. A menudo, los policías que patrullan la ciudad desalojan al travesti del mismo espacio público en el cual le permiten estar a la prostituta. Cuando termina el acoso del mundo exterior – explica La Madison – comienzan los conflictos personales. En principio está el abismo entre lo que el transexual quiere proyectar en la sociedad y la percepción que en realidad se tiene de él. Le pesa, además, la obligación de vivir aprisionado dentro de un cuerpo que no desea, y sufre cada noche en su habitación, al final de la jornada, desandando los pasos de su propia metamorfosis: entonces le toca destruir a la mariposa nocturna que él mismo había creado, para que reaparezca el escarabajo de siempre.  Desmaquillarse, redescubrir la sombra azulosa de la barba debajo del polvo facial, es una muerte diaria que, según La Madison, sólo pueden entender quienes la han experimentado. Quizá por la depresión que generan todos estos problemas – concluye – los transexuales son tan propensos a la drogadicción.

A veces da la impresión de que Álvarez está más interesado en conversar con su propia imagen, desplegada en el espejo, que en dirigirse a Pardo. En esos momentos vuelve a ser el hombre de ademanes quebradizos que fue durante el partido. Se nota, a leguas, que se engolosina con su propia imagen. De pronto, Pardo señala con el dedo una foto de Álvarez colgada en la pared, y pregunta que dónde se la tomaron.

— Eso fue en el barrio Alfonso López – dice Álvarez — cuando tenía dieciocho años.

En la foto aparece Álvarez — cabeza ladeada hacia la derecha y mirada lánguida — con túnica y sandalias romanas, y una corona de laurel.

— Ahí salí con cara de gay – exclama, sonriente.

Le pido que me describa cómo es una “cara de gay” y tartamudea un poco, antes de dar una respuesta metafórica.

— Es una cara como de galleta que se va a partir.

La fotografía, añade Álvarez, fue tomada en casa de La Leo, el homosexual más viejo del suroriente de Cali. Murió de sida, encerrado en su propia habitación para que nadie lo viera, porque, según él, no quería alarmar a los muchachos bonitos que habían sido sus amantes.  Lo curioso de la historia es que La Leo hacía vestir de romano y le tomaba una foto a cuanto joven se llevaba a la cama. De ese modo logró armar un álbum voluminoso que se convirtió en la comidilla de ciertos círculos sociales de la ciudad. Se decía que en sus páginas figuraban cantantes, futbolistas y algunos hijos de políticos notables. Las malas lenguas afirman que el gentío que merodeaba por su casa cuando él ya se encontraba moribundo, no estaba animado por la solidaridad sino por la urgencia de averiguar qué pasó con las fotos. Existen diversas especulaciones sobre el destino del álbum. La más difundida asegura que terminó en manos de un narcotraficante, quien lo utilizó para atizar una fogata a la orilla del río Pance. Álvarez nos informa, con una sonrisa, que ese retrato suyo que vimos en la pared lo hurtó él mismo en el álbum deLa Leo, muchos años antes de que se volviera una leyenda urbana.

Ahora, la conversación gira de nuevo hacia las dificultades del mundo gay. El hombre que se exhibe en las calles con blusa ombliguera y tacones – dice Pedro Julio Pardo – es consciente de que su decisión tiene un precio y está dispuesto a pagarlo. Sabe que en tales condiciones ninguna empresa le dará empleo. Sabe que se pone en la mira de extremistas capaces de matarlo. Pero ya a esas alturas no hay punto de retorno ni a él le interesa devolverse. Asume su cruzada con la certeza de que en ella encontrará, al mismo tiempo, su reafirmación y su suicidio. Muchos defienden a dentelladas el espacio que les tocó en suerte y, antes de inmolarse, se convierten en propagadores de la misma violencia que denuncian.

— La hostilidad del entorno los vuelve agresivos – reconoce Pardo –.

Por otro lado, se sabe que algunos de ellos expanden drogas en la vía pública y se involucran con menores de edad.

***

Andrés Santamaría, Defensor del Pueblo en el Valle del Cauca, es un abogado de veintiocho años. Su oficina funciona en una enorme mansión con piscina que le fue expropiada por el gobierno colombiano a un mafioso caleño. Santamaría informa que en Cali existen, aproximadamente, tres mil transexuales. De esos, trescientos se dedican a la prostitución y el resto, a la peluquería. Retirar de las calles a quienes se han adueñado de ellas desde hace años, no es, a su juicio, un asunto de fuerza sino una tarea que exige respuestas sociales. Semejante labor resulta demasiado difícil en una ciudad donde, según sus palabras, ha imperado siempre una mentalidad injusta y segregacionista. En Cali, de acuerdo con los resultados de una investigación que él dirigió, los pobres que cometen infracciones menores permanecen retenidos, en promedio, treinta y seis horas, mientras que los ricos solo duran tres.

— El desarrollo económico de la región – explica – se debió en parte a los ingenios azucareros, y estos prosperaron gracias a la práctica de la esclavitud. Así se fomentó un pensamiento hegemónico que todavía perdura.

En Cali se recuerda que hace unos años, cuando el escritor Gustavo Álvarez Gardeazábal se lanzó como candidato a la Gobernación del departamento, algunos dirigentes pretendieron descalificarlo por ser homosexual. Álvarez, mordaz y quisquilloso, se defendió con el argumento de que él no iba a gobernar con el culo sino con el cerebro.

Santamaría dice que el hecho de haberse tomado en serio los derechos de la población GLTB, ha avivado el antiguo fanatismo. Algunos líderes no perciben esa actitud como un deber democrático sino como un síntoma de inmoralidad. Recientemente, un periodista radial lo acusó de estar “mariquiando” a la ciudad. En esta historia – añade Santamaría – se refleja lo que somos como país: aparentemente estamos hablando de las dificultades de un grupo humano, pero el problema de fondo es la intransigencia típica de los colombianos, que nos hace percibir al diferente como un transgresor que debe ser borrado de la faz de la tierra. Por eso vivimos de conflicto en conflicto.

Al ver el panorama completo, Santamaría les concede a Las Regiasun gran valor simbólico. Más allá de auxiliar a los transexuales caídos en desgracia, han puesto en primer plano varios temas importantes relacionados con la convivencia ciudadana. Algunos de los casi cuarenta travestis que integran su plantilla – como La Iguana y La Paulito — han encontrado en el equipo una oportunidad de combatir su adicción a las drogas.

***

Como futbolistas, Las Regias son desatinados: se resbalan mucho, patean hacia las nubes cuando se encuentran a veinte centímetros de la portería, no saben parar la pelota ni con el pecho ni con el pie, y son incapaces de ponerle un pase preciso al compañero que está a diez metros de distancia. Esa torpeza, que no es deliberada sino natural, se convierte, paradójicamente, en su principal arma de persuasión. Los espectadores son indulgentes con ellos porque los perciben como actores de una parodia. Si los vieran cabecear como Miroslav Klose o gambetear como Ronaldinho, no les perdonarían las uñas pintadas ni las pestañas postizas.

Terminado el primer tiempo, el equipo rival, conformado por mujeres de Riofrío, va ganando tres goles a cero. Las casi doscientas personas que han venido al coliseo observan el espectáculo coreográfico que Édinson Aramburu, otro de los miembros del grupo, realiza en la circunferencia central de la cancha. Los jugadores de Las Regias, entre tanto, están reunidos en las mismas graderías donde antes se habían vestido. En vez de discutir con preocupación sobre una estrategia que les permita remontar el marcador, han vuelto a las humoradas. El que lleva la voz cantante, como siempre, es La Ñaña –ciento setenta centímetros de estatura, ojos verdes, cabello tinturado de rubio — quien está increpando a su portero.

— Usted no tapa nada, mijito, usted no es Muralla sinoMireya.

Otra vez estallan las carcajadas. Aprovecho para preguntarle a La Ñaña, en su mismo tono socarrón, por qué se burla tanto de los travestis. ¿Acaso se está volviendo homofóbico? Noto en su mirada una chispa de malicia, pero, repentinamente, adopta un rostro grave.

— Nosotros nos apropiamos de los insultos que nos dirige la sociedad y los desactivamos convirtiéndolos en chiste.

Su compostura, sin embargo, desaparece en el instante.

— ¿Qué vas a decir sobre mí en esa crónica? – me pregunta, poniendo los brazos en jarra y mirándome de manera retadora.

Como me quedo callado, sugiere una idea.

— Escribe que yo no soy masculino sino más culona.

Esta vez quien más festeja la broma es La Valeriatreinta y siete años, ciento ochenta y cinco centímetros de estatura, piel morena –.

Le pido a La Ñaña que se ponga serio siquiera un minuto para que hablemos de fútbol. Lo que he visto esta tarde – le digo, con voz dramática – me preocupa muchísimo. Si el equipo Las Regias representara a Colombia en un Campeonato Mundial de Fútbol Gay, seguramente sería goleado por Argentina, por Brasil y hasta por Guatemala, qué horror. Su respuesta es una joya magnífica del humor negro.

— ¡Ay, mijito, golean a la selección de los machos y no nos van a golear a nosotros, que somos unas completas locas!

Esta vez soy yo el de la carcajada. Poco después, mientras regreso a mi puesto para observar el segundo tiempo, me pregunto de nuevo por la motivación que tienen los espectadores para asistir a las funciones de Las Regias. Quizá tratan de aliviar su conciencia donando una moneda que sirva para pagar el tratamiento de un gay contagiado de Sida o enfermo de la próstata. Quizá buscan una dosis de humor bizarro en las incompetencias deportivas de sus jugadores. En todo caso, supongo que todavía no están preparados para ver a los travestis más allá de las paredes de este coliseo.