–No hay comida en ese Mercal. No hay caraotas, no hay leche…–dice un sexagenario sustituyendo el saludo por la queja, mientras coloca dos bolsas de mercado en la parte de adelante del autobús.
–Eeepa, ¿buscando caraotas? te vas a poner negro –bromea el conductor que tiene un tono de piel más oscuro que el pasajero.
–Y tú, ¿qué desayunaste?
–No, ahoritica es que voy a comerme un pan con Toddy.
–Aaaaaay. ¿Toddy? ¿Quién es el negro, pues?
–Ah bueeeeno, naaaada.
Comentarios así se escuchan durante toda la ruta del transporte principal de la parroquia Choroní-Puerto Colombia entre los pasajeros y su conductor. Son nativos que buscan hacer chistes de las más inocentes conversaciones. Los sábados como hoy la mayoría de los usuarios esperan el autobús en Uraca, un caserío donde la gente hace las compras en el Mercalito y el calor se alborota conforme avanza el reloj.
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Felipe Liendo es el conductor del Metro Mar. No, no es una lancha que transporta personas que hacen mercado. Lo que pasa es que la gente del pueblo se acostumbró a decirle así. Es más bien el nombre que los habitantes de la zona le dan al autobús de ruta urbana que llegó al pueblo al final de la década de los noventa para que los niños tuvieran cómo llegar a tiempo al colegio que queda en Puerto Colombia. Por eso el vehículo de treinta y dos asientos es blanco y tiene impreso en azul marino la frase “ruta estudiantil”.
Los niños y jóvenes deben pararse temprano para conseguir puesto, porque Felipe sale de su casa en Paraparo –un caserío que está bordeando la carretera, a veinte minutos de Puerto Colombia– a las seis de la mañana y sube hasta Romerito, cuatro pueblos más arriba, para empezar a recoger a sus pasajeros. Baja por Tremaria, La Esmeralda, Uraca, Paraparo, El Charal, Los Cerritos, Gajima, La Planta, El Mamón, La Soledad, La Loma, Parnazo, Choroní y Puerto Colombia. A las siete, ya el conductor está listo para volver a subir y trasladar a todos los trabajadores de la playa: posaderos, obreros y empleados de los negocios que están cerca del malecón.
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Hoy se detuvo en la primera parada, en el terminal viejo de Puerto Colombia, a las 8:37 de la mañana. Alguien se quejó por el “excesivo” retraso: “Pero bueno, ¿Felipe no salía a las ocho y media?”. Sin embargo, el conductor no se inmutó. Esperó a que la anfitriona del Hostal Colonial, ubicado en frente de la parada, saliera con un vaso de agua que apaciguara el calor. “Ahora sí estamos listos”, dijo. Y empezó el recorrido. En total, son quince los pueblos que visita en un subibaja de diez viajes diarios.
Pero lo divertido de Felipe no es su trabajo, sino cómo lo asume. Un día, cuenta, un usuario le pidió que dejara un paquete en la puerta de una de las casas por donde pasa todos los días en su ruta. Semanas más tarde, el dueño del quiosco le dio un lote de periódicos para que repartiera a los vecinos que quisieran comprarlo. De a poco se regó la voz y ahora basta ver la cantidad de bolsas, paqueticos, periódicos y dinero regado en el motor del Metro Mar, para saber cuántos mandados hay en el día. Este sábado, por ejemplo, Felipe entregó dos rollos de papel para la caja registradora en un quiosco de lotería; una mascarilla de seguridad industrial a un obrero; un sobre con dinero para otro vecino; una panela de papelón a un amigo; y un saco de más de diez kilogramos de pimentones junto con tres racimos de cambures en una bodega.
Por supuesto que los pasajeros ayudan en las entregas, cuando son muy pesadas. En la bodega, le pidió a dos pasajeros que entregaran el mandado y los pasajeros hicieron, casi automáticamente, un coro de quejas para con el dueño del local que ni siquiera dio las gracias o los buenos días cuando llegaron los cambures y pimentones al sitio. Parecía un portugués. Por lo menos era muy blanco, en contraste con los nativos. Pero en Caracas hay portugueses simpáticos, quizá este solo estaba de mal humor.
Las paradas de Felipe son rápidas. El conductor no tarda más de un minuto en entregar todo por la ventana porque no acostumbra a bajarse del bus. Los vecinos están atentos. Saben que a las ocho y media de la mañana, en punto, empieza el recorrido -que dura cuarenta y cinco minutos aproximadamente- y cuánto puede tardarse para llegar a cada casa. La corneta funciona y la toca a cada rato, pero seguramente no haría falta tenerla. Hasta Noris, su esposa, sabe a qué hora pasa por la puerta de donde viven y le da la comida por la ventana.
¿Lo insólito? Que Felipe no cobra por los mandados. No gana nada por El Siglo o Meridiano, los dos periódicos que vende todos los días (a cuatro y doce bolívares respectivamente). De subida, entrega los ejemplares y cuando va de bajada, cobra el dinero si aún no le han pagado. El conductor se gana la vida con el sueldo mínimo que le paga la gobernación de Aragua y adicionalmente gana una comisión por lo que recolecta de los pasajes, que cuestan tres bolívares por persona.
A las cuatro de la tarde es el último recorrido. Aunque los días de mucho movimiento, puede que trabaje hasta las seis.
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Dicen que Felipe es el personaje más conocido del pueblo, que ni el prefecto es tan pana. Tan echador de broma, tan sencillo, tan noble. Tiene cuarenta y siete años bien llevados en su piel morena oscura y su barriga prominente. Está casado con Noris y tiene una hija de veinte años que se llama Yolifel. Ahora mismo está estudiando el cuarto año de medicina en Cuba. Estuvo unos días de vacaciones en el pueblo y sus padres la mandaron en lancha a Maiquetía porque no había manera de salir del sector por las lluvias, que desbordaron las quebradas y produjeron derrumbes en la vía e hicieron que se perdiera la temporada vacacional en Choroní. Felipe tiene la ilusión de que Yolifel se convierta en la médica del pueblo apenas se gradúe.
Hace dos años que Felipe tenía planes de visitarla en Cuba, pero días antes de tomar el vuelo le dio un infarto. Fue una especie de despertar, que hizo que los vecinos –y él mismo- se dieran cuenta de que necesitaba, al menos, un día de descanso en la semana. Por eso es que ahora los domingos son para él. Desde entonces, es Walter quien los trabaja, un muchacho que maneja otro autobús que llegó sólo para pasajeros, y no hace la ruta estudiantil y es más pequeño que la buseta de Felipe.
El conductor del Metro Mar es hermano de “El Gallo”, Sebastián Liendo, un personaje súper conocido por todas las propiedades que tiene en Puerto Colombia y el talento de comerciante que ha desarrollado desde su infancia en Cepe, junto con sus once hermanos. Antes de manejar el autobús, Felipe trabajaba en la pescadería con El Gallo y era el encargado de llevar pescados a La Guaira todos los días, a las dos de la mañana, en lancha.
A pesar de su experiencia en el mar, Felipe dice que sin el autobús, no sabría qué hacer ni a qué se dedicaría. “Me quedaría tranquilito. Mi hermano es el de los reales y yo soy el de la gente”, dice. Tan de la gente, que en 2009 fue padrino de promoción del liceo y los muchachos lo hicieron llorar: “Tuve que decir unas palabritas en la posada donde hicimos el acto. Pero unas palabritas corticas no más. Me daba mucha pena”.
Lejos de descansar, lo que hace Felipe los domingos es recibir las quejas de los pasajeros: que si Walter se paró tarde y no llegaron a tiempo a sus lugares de trabajo, que si Walter terminó de trabajar más temprano, que si no pueden hacer mandados porque él no está… Y esta semana, Felipe no estará todos los días. El lunes y el martes se irá con su autobús a Maracay para hacerle unos arreglos. Y el miércoles es cuando vuelve a trabajar. El pueblo reza todos los días porque siga con ellos, siempre. “Sin Felipe estaríamos cojos”, dice una vecina.
Walter no es mal conductor, solo que no es Felipe. ¿Qué sería de un chofer como él si tuviera que hacer la ruta en una ciudad como Caracas? Si la entrega de los mandados estuviera supeditada a horas interminables de tráfico en la autopista. ¿Tendría la misma disposición, la misma falta de malicia, las mismas bromas ausentes de groserías en su forma de hablar? Él mismo no se lo imagina, porque dice que la capital es muy grande para conocerla completa. A pesar de que no está en la lista de Patrimonios Vivientes del Municipio Girardot, el título no le hace falta. Su gente sabe a quién tienen al volante. El miércoles, luego de los tres días de ausencia, el pueblo estará de nuevo en la parada del terminal viejo de Puerto Colombia exclamando sonrientes: “¡Llegó Felipe!”.
Bello Felipe, hace bello el texto que habla de él.