El encierro pareciera no haber intimidado mucho la delincuencia en la urbanización donde vive nuestra cronista Arantxa López, al suroeste de Caracas. Hace unas semanas, presenció desde su balcón las escenas de una película de no ficción. En ese rodaje, nadie estaba pendiente del coronavirus ni de guardar distancia; todos se mostraron ansiosos por atrapar a los ladrones que se escondieron detrás de su casa. En este relato ilustrado por Betania Díaz contamos cómo transcurrieron esos momentos de tensión desde el punto de vista de la testigo
Jueves, 2 de julio. Son las 6:00 de la tarde. Cargo los audífonos puestos, estoy viendo la pantalla del teléfono y tratando de prestarle atención a una reunión por videollamada. Estoy sentada en el balcón, oculta, no quiero que me vean cerca de la baranda. ¿Por qué? Pues porque hace menos de dos semanas, más o menos a esta hora, me robaron el teléfono. Alguien subió los tres metros de altura que tiene el balcón, forzó la cerca que lo “protege” y se llevó mi teléfono en menos de veinte minutos, el tiempo que duré en mi habitación guardando unas cosas.
Iba a mantenerme lejos de este espacio pero necesito la señal y son realmente buenas noticias. Dejo de escuchar a la persona que me habla en la videollamada, hay mucho ruido en la calle. ¿Qué es lo que se oye? Me levanto. Empiezan a pasar muchas motos, los vecinos salen, aparecen unos niños en bicicleta. La vecina que vive al frente me grita:
—Mami, guárdate. Entra —me quito un audífono—. El malandro está por tu casa.
—¿Qué? No entendí bien.
La calle está llena de muchachos, niños y adultos que gritan, todos ven hacia el cerro que está detrás de mi residencia. Volteo. Los árboles se mueven, se escuchan voces. Le quito los audífonos al teléfono, me salgo de la videollamada, mis manos comienzan a temblar. La dueña de mi residencia sale asustada. La señora de al frente vuelve a gritar:
—Hay unos malandros que están escapando y subieron hacia el cerro, cuidado se esconden en su casa.
Es raro lo rápido que puede ir nuestra mente en una situación como ésta. El corazón se acelera, hay un hormigueo en las manos. “Si entro a mi habitación y ellos se meten por el patio voy a quedar encerrada con ellos, estaré más expuesta”. Me siento como en una tarde de abril de 2017, huyendo de las bombas lacrimógenas que están lanzando en alguna autopista para intentar frenar una marcha. Huyendo junto a Mariana. ¡Mariana! “Si algo me pasa alguien debe saber cuándo y cómo fue, debo avisarle”.
6:20 de la tarde, abro WhatsApp. Busco a Mariana y le mando un audio que me demuestra lo confuso que puede ser mi instinto:
—Mariana, en este momento hay unos malandros por esta parte. No sé si quieres informarlo en Efecto Cocuyo, estoy burda de asustada —risa nerviosa—. Está la policía aquí afuera en esta calle y parece que los panas están atrás, se están metiendo por el cerro y hay un montón de bichos en una camioneta. Ok, me está dando como una crisis de nervios. Todo el mundo se está encerrando porque sí, hay demasiadas motos y estoy viendo a los malandros aquí arriba en el cerro —mi voz se quiebra.
Le mando una foto de mi patio y de la calle. Mariana responde rápido.
—Guárdate. Enciérrate. Olvídate del periodismo. Te abrazo.
Trato de calmarme, me asomo por el balcón. Al frente de la residencia hay una camioneta de la Policía Nacional Bolivariana (PNB), en la parte de atrás tienen a un muchacho esposado con la nariz rota y un suéter verde encima. La camioneta está rodeada de gente. Le mando la foto a Mariana “no enfoco porque me tiemblan las manos jajzjsjaj”.
Le presto atención a todo lo que dicen en la calle. Le cuento a Mariana para ir reconstruyendo los hechos mientras acompaño cada mensaje con fotos movidas y borrosas.
—Cuatro hombres le robaron el bolso a una muchacha en Los Símbolos. Ella y el novio salieron corriendo detrás, con cada paso se fueron uniendo varios niños y jóvenes de la zona hasta llegar a la avenida Victoria. Atraparon a uno, la PNB se lo llevó detenido de una vez en una moto. En la avenida Guayana atraparon al segundo, uno de 17 años que permanecía sentado en la camioneta que estacionaron al frente de mi residencia. Los otros dos se metieron por la casa de al lado, la parte que no tiene rejas, y subieron el cerro. Uno de ellos se cayó, el otro siguió corriendo.
Parece una cacería de brujas. Mientras la camioneta está rodeada de personas que le dicen al menor que se cuide porque no lo van a perdonar la próxima vez que lo vean por esta zona, los techos de las casas sostienen a los hombres que están tratando de ubicar al ladrón caído. Hay mucho movimiento. “Eres rolo de bruja”, le dicen al delincuente. La muchacha a la que robaron, tiene el bolso abierto en la mano, parece que faltan cosas.
—El suéter verde que carga es mío.
Intentan hablar con el detenido, no dice nada. Un señor de franela verde se acerca a nuestro balcón y habla con la dueña de la residencia
—Está enconchao, tienen que tener cuidao por si sale por ahí.
La señora me ve, no sabe qué hacer. Le escribo a Mariana otra vez.
—¿Por qué parece que te estoy pasando el minuto a minuto?
—Para sentirte acompañada. Yo te acompaño.
—Parece que lo ubicaron. Mi pulso no mejora.
6:45. Todos están en el techo de la casa del lado derecho. Mi habitación está hacia la casa del lado izquierdo, camino hacia allá. Abro la puerta y veo a un policía. Le mando un audio a Mariana riéndome de forma nerviosa.
—El guardia que estaba buscando al pana por arriba se cayó en un patio, no sabía por dónde bajarse. No puede ser posible, ese es el que está buscando al malandro. No, no lo encontraron, misión abortada. Hasta la señora se rió.
6:56. Un grito desde un techo: “¡Aquí está!”. Varios gritos en la calle: “¡Bien!”. Señalan la parte de atrás de la residencia. La dueña busca las llaves, le abre la puerta a todos los policías armados y “cazadores”. Gritan de emoción, levantan los brazos en señal de victoria. Salen corriendo hacia las habitaciones traseras.
Saltan la pared que separa la casa del cerro. Más de diez personas golpean al ladrón. Los golpes secos se oyen, me asusto nuevamente. Le mando un video a Mariana, por un momento siento que lo van a matar.
Él está esposado con las manos en la espalda, la franela tapándole la cabeza y dejando descubiertas las costillas que golpean con el puño cerrado frente a mis ojos. Habla:
—Quiero un abogado.
Le responden:
—¿Qué abogados vas a tener tú?, maldito.
7:00. Otro audio para Mariana.
—Lo acaban de sacar por la puerta de la residencia. Falta uno todavía que debe estar por allá arriba —risa nerviosa.
7:30. La calle queda nuevamente vacía pero dejan una alarma activada, la del carro de los vecinos que no vienen desde que inició la cuarentena.
8:00, Mariana todavía me acompaña.
—Ese patio abierto me asusta —le escribo a Mariana mientras le mando una foto.
—Por eso hoy tienes que guardarte, siempre va a haber malandros afuera.
Ilustraciones: Betania Díaz