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El Hatillo es un pueblo de fe desde incluso antes de ser pueblo. Sus inicios se remontan al siglo XVIII cuando Santa Rosalía de Palermo, la santa protectora de las pestes, le salvó la vida al fundador de El Hatillo, Baltasar de León, por allá en una carraca de Cádiz, y éste prometió fundar en su nombre todo lo que lograra edificar en América.
El Hatillo es, también, un municipio ecléctico. Un híbrido compuesto por un pueblo con plaza Bolívar, un barrio con escaleras infinitas, un conjunto de urbanizaciones de clase media, una extensión rural difícil de precisar y una de las urbanizaciones privadas de mayor poder adquisitivo del país. Todos agrupados en una parroquia única llamada, desde luego, Santa Rosalía de Palermo.
Es uno de los municipios más alejados del centro de la ciudad y, sin embargo, uno de los lugares de esparcimiento favoritos para los caraqueños. Tiene un casco histórico con decenas de ofertas gastronómicas, locales nocturnos, galerías, un centro comercial, un par de iglesias a menos de dos cuadras de distancia y unas festividades religiosas extraordinariamente concurridas. Los domingos, los feligreses se agrupan a las puertas del templo principal donde no cabe un alfiler, mientras afuera, en los restaurantes, los turistas preguntan por el menú del día.
La fe hatillana se mantiene viva en las esperanzas de sus habitantes por conservar la cultura y tradiciones más allá del auge turístico/comercial, siempre enfrentándose con una pregunta trascendente: qué significa pertenecer a un lugar a donde todos vienen de paso.
A diferencia de otros pueblos del país, El Hatillo es uno de los cinco municipios que conforman el Área Metropolitana de Caracas. Sin embargo, las distancias cuentan, hasta en el lenguaje: cuando los hatillanos deben salir de su municipio dicen “voy a bajar a Caracas”, mientras el resto de la ciudad “sube a El Hatillo”.
Ubicado a 1.157 metros sobre el nivel del mar, es una de las poblaciones más altas del valle de Caracas, únicamente superada por Los Teques, Carrizal, San Diego y San Antonio de los Altos. Comparte con éstas su condición de ciudad dormitorio, aunque con una diferencia notable: si usted llega a la plaza Bolívar de El Hatillo, por ejemplo, un martes a las tres de la tarde, y le pregunta a cualquiera de los que estén allí sentados dónde queda la casa de Antonio Guerra, alguien le sabrá responder y quizá hasta lo acompañe en el camino para que no se pierda. Es en esta hospitalidad casi ingenua, similar a la de otros pueblos del país, donde reside su encanto.

La historia
Antonio Guerra, cronista natural de El Hatillo, cuenta de la vez que Ana Francisca Pérez García vio llegar a su primo Baltasar de León a su casa ubicada en una serranía en las afueras de Caracas. Podría decirse que en esa primera mirada que cruzaron se fundó el pueblo de El Hatillo. Baltasar venía llegando a Venezuela luego de un largo cautiverio en la Carraca de Cádiz, logrando escapar de la peste de viruela gracias a la intercesión de Santa Rosalía de Palermo.
Ana Francisca y Baltasar se enamoraron. Contraviniendo incluso el llamado de la sangre, se convirtieron en una de las familias más influyentes de El Hatillo. Corría el año de 1784 y para poder asistir a los oficios religiosos los hatillanos debían trasladarse hasta Baruta a seis kilómetros de distancia.
Ese mismo año, la devota familia De León inicia las gestiones para construir la primera iglesia del pueblo con la venia del obispo Madroñero, obteniendo así –doscientos cincuenta pesos mediante– la titularidad como parroquia, que no era poca cosa. Ahora podían tener “cementerio, fuente bautismal, campanario, campañas y demás insignias demostrativas de su parroquialidad”, tal como reza en el documento constitutivo de la época. Pero además, habían logrado la separación territorial y jurídica de Baruta. La buena noticia llegó un 12 de junio, fecha en la que se celebra actualmente la fundación de El Hatillo. Era la primera de varias batallas que ganarían como pueblo organizado.
Mucho antes de eso, el 7 de agosto de 1592 Juan de Guevara solicitó al gobierno de Caracas poco más de una hectárea de tierra en el valle de Baruta, las cuales le fueron otorgadas. Los documentos que reposan en la Academia Nacional de la Historia ubican los linderos “más arriba del hatillo de vacas”, que pertenecía a un señor apellidado Infante. De acuerdo con Iván Naranjo, otro cronista natural del pueblo, esta es la primera vez que aparece en la historia el nombre del municipio, cumpliéndose así la máxima de todo inicio que se precie de serlo: primero fue el verbo.
Doscientos dieciocho años después, el 19 de abril de 1810, El Hatillo se convierte en el primer pueblo del país en dar el grito de libertad luego de que Vicente Emparan dijera que él tampoco quería mando. Bueno, esto es lo que dice la historia que, como es sabido, la escriben los que ganan. Nunca una frase fue tan acertada como en el caso del coronel Juan Manuel Escalona. La mañana del 19 de abril se dirigía hacia el Cabildo de Caracas a apoyar a Emparan, pero llegó tarde. Ya el timón de la historia había dado un giro en la dirección contraria. Hábil, se sumó a la disidencia. De regreso a El Hatillo, proclamó la libertad sumando al pueblo a la gesta independentista.
Este fue el hombre con el que tuvieron que enfrentarse Baltasar de León y Ana Francisca Pérez de León por el control del pueblo. Cansados y sin una descendencia que pudiera defender su legado, los esposos se retiraron a la hacienda Tócome en Petare, no sin antes ceder a la comunidad los terrenos de la iglesia y sus alrededores, donde se erigió lo que hoy conocemos como Casco Histórico de El Hatillo. Tras la muerte de su esposo y con un hijo que padecía síndrome de Down, Ana Francisca decide arreglar sus asuntos en la tierra. Antes de partir donó buena parte de sus terrenos en Petare para la construcción de un hospital que lleva su apellido.
En la entrada de El Hatillo, entre el supermercado y la bomba de gasolina, hay una isla que sirve de retorno vial. En el centro, entre la grama, las palmeras y las cornetas de los carros, hay dos bustos de bronce que no se miran. Hombro a hombro, Ana Francisca y Baltasar reciben a todo aquel que llega al pueblo que ayudaron a fundar. Casi nadie los nota.

El auge
La expansión residencial de Caracas se fue apoderando de las colinas aledañas, incluyendo las de El Hatillo, hasta que en la década de los ochenta “llegaron los hippies”, como les gusta decir a los cronistas del pueblo. Antes de erigirse como un paraíso para el retiro y el contacto con la naturaleza, aquí sólo vivían los descendientes de los fundadores y de los peones de la hacienda La Lagunita, propiedad de Eleazar López Contreras. En 1936, tras la donación de diez hectáreas de los terrenos para la construcción del Colegio Conopoima, los trabajadores de la hacienda fueron ubicados en la zona de El Calvario, detrás de la primera iglesia del pueblo.
Con la llegada de artistas plásticos y artesanos, seducidos por la imagen bucólica de El Hatillo a poca distancia de Caracas, se abren los primeros locales comerciales en el municipio. Ya en 1976 se había transmitido en una cadena de televisión nacional la telenovela Cumbres Borrascosas, basada en la novela de Emily Brontë y adaptada a la TV por Delia Fiallo. Muchos de los exteriores fueron filmados entre la Colonia Tovar y El Hatillo. Esto contribuyó en gran medida a posicionar el carácter atractivo del municipio.
En 1983 se otorga el primer permiso para instalar un restaurante en el pueblo: El Restaurante La Gorda, con treinta y un años en funcionamiento. Desde entonces la tendencia fue irreversible. Actualmente hay sesenta establecimientos de comida y en 2005 se inauguró Paseo El Hatillo, un centro comercial que vino a delimitar, por contraste, dónde termina “el pueblo” y donde comienza de nuevo la “ciudad”.
El crecimiento en menos de cuarenta años fue tan vertiginoso como no planificado. Hasta el punto que, a pesar de haber sido declarado patrimonio cultural del país el 2 de agosto de 1960, el pueblo de El Hatillo es conocido por tener casas sin salas. La mayoría de las casitas tradicionales ubicadas en los anillos de la plaza Bolívar se replegaron hacia la extrema intimidad convirtiendo las salas en negocios, generando la impresión de fachada/cascarón, en cuyo interior se libra otra importante batalla: crecer hacia afuera, generando ciudadanía, o crecer hacia adentro para complacer la demanda turística.
En esto anda el pueblo de más de cuatrocientos años de historia, que ya ronda los noventa mil habitantes, según la proyección poblacional del último censo. Mientras tanto, sus pobladores se resisten a perder esa particular forma de “ser hatillanos”: el hablar pausado, las buenas maneras, la ropa impecablemente planchada, las casas antiguas que conservan el olor de las naranjas que trae el viento desde las montañas, la chicha de la plaza, las historias de los inmigrantes, las conquistas rurales, todos sus muertos abonando una tierra fértil en la que, sin embargo, se cultiva poco, de acuerdo con el último Anuario Estadístico del Estado Miranda (2011).
Si usted, paseante, llegara a necesitar una dirección en medio de estas calles empinadas en pendiente, asegúrese de preguntarle a un hatillano. Lo reconocerá de inmediato: mientras todos los foráneos se mueven hacia alguna parte, él permanece en el mismo sitio porque éste es su lugar.
Aquí todos se conocen. Los chicos que atienden en los comercios son hatillanos, pero la mayoría de sus compañeros de generación deben “bajar a Caracas” a ganarse la vida. Aunque hay más de ciento cincuenta comercios en el pueblo, los puestos de trabajo no son suficientes. Paradójicamente, la oferta de esparcimiento en El Hatillo también está pensada para los que vienen de paso. Para Rosalba Méndez, vecina de El Hatillo desde hace cuarenta años, los precios de las opciones gastronómicas o culturales no se corresponden con los ingresos promedios del pueblo que oscila entre el salario mínimo y los honorarios de un profesional a destajo. También para distraerse, algunos hatillanos deben “bajar a Caracas”.
Si eres de una familia con tradición en el pueblo, tu voz tiene peso en las decisiones colectivas y debes cuidar tu imagen para dar el ejemplo. Si no, tendrás que descifrar códigos no escritos que atraviesan las líneas sucesorales de los descendientes de Baltazar de León, Juan de Guevara o el mismísimo Manuel Escalona. La lealtad y el honor siguen teniendo importancia en el ser hatillano, por eso saben de dónde vienen y les preocupa hacia dónde van. Esta es la historia de un pueblo que conoce su pasado, lo honran con esmero. Y cada 12 de junio, cuando la comunidad se reúne para recordar que fueron fundados a partir de la fe, en torno a ella se mantienen, firmes.