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La Castellana

Leyendo sobre lugares insignes en la comida callejera de Caracas consigo a “El maracucho y Bexza”, un perrero que promete sabores distintos a los perros calientes con todo que se comen en la ciudad. Mostaza miel y curry son el gancho que me atrapa. “Ahhh, esos son los peruanos frente al Naturista –una licorería– de la Castellana”, me dijeron a quienes les pregunté.

Les dije a tres amigos y a mi novio que me acompañaran. La autopista estaba libre, y las calles de la Castellana con puestos vacíos para estacionar, a pesar de ser sábado en la noche. Paramos frente al carrito de perros calientes y antes de bajar vimos que había una fila para pagar y los clientes, con toda la acera y calle para ellos, estaban apretados como si estuviesen comiendo en un autobús para poder estar cerca de las salsas.

A simple vista el toldo rojo y el cartel amarillo de los precios llaman la atención, ya que el puesto parece un reflejo de luz del McDonald’s de la Castellana que está justo en diagonal a él.

No es el típico puesto en donde se cocina atrás y se despacha al frente. Los plancheros, pinceros y clientes van rodeando el puesto por delante, por detrás y hacia los lados. Los movimientos son casi coreográficos buscando no tropezar perros calientes, pepitos y hamburguesas a quienes comen detrás de la plancha y a los que, vestidos con batas blancas y gorras de distintos colores, pasan con bandejas de carne y potes de salsa.

Los olores son los mismos que emanan otros puestos de perros calientes en la ciudad. Carne sazonada con ajo, pollo y chuleta, agua con cebolla, pan caliente y la acidez y dulzura de las salsas que se amontonan en el lateral del carro.

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Pero los maracuchos tienen su toque, además de las salsas especiales, le ponen zanahoria al repollo, usan granos de maíz y coronan con trocitos de tostón en vez de las típicas papas a sus preparaciones.

Victor, uno de mis amigos, al ver las cuatro hamburguesas, tres perros jumbo y cinco pepitos preparándose sobre el mesón, se apresura y dice lo que va a comprar. Para su novia dos perros y para él un pepito y un perro para hacer estómago, “porque los pepitos se tardan mucho en salir y hay mucha gente esperando por ellos”, y dos refrescos para acompañar.

Cuando llegamos a la caja, ya menos deslumbrado por el hechizo de maíz, curry y pan, suma y hace el cálculo de cuánto va a gastar. “¡Qué! Verga, no. Ya va. Eso es mucha plata”. Decide no comprar el perro para amortiguar y además compartir el refresco con Kris (su novia).

Yo pido solo un perro, porque sé que con el dinero que tengo en la cuenta no podría comprarme dos. Lo que quiere decir que no llego ni a un dólar, si hacemos la conversión, porque al cambio en Venezuela un dólar son varios millones de bolívares ya.

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Ante el espectáculo visual que significan las 12 piezas de comida rápida sobre el mesón y los perros que van preparando de uno en uno y entregando a los clientes, saco la cámara para grabar y tomar fotos. Me bajo a la calle y me pongo detrás de los dos muchachos que trabajan como máquinas sistematizando cada movimiento de agregar ingredientes y salsas.

Al otro lado del puesto, Billy Six, un periodista alemán que tiene nueve meses residenciado en Caracas, y que hasta ese momento había estado montado sobre la plancha viendo cómo iban construyendo su pedido y preguntándole a los cocineros por ingredientes, me ve y saluda a la cámara.

Se acerca y me pregunta qué estoy haciendo, qué si soy periodista. Le digo que sí y me dice que él también, que vino a escribir un libro sobre “¡Revolución Socialista, siglo XXI!”, exclama mientras agita sus brazos como un director de orquesta. Su español no es muy fluido, pero nos entendemos.

Me cuenta que por lo menos una vez a la semana viene a comer a este puesto de perros calientes y que también conoce los de Altamira, pero que estos “son un poco mejores”. Le entregan su pedido y le pregunto que qué se va a comer, “un perro jumbo” responde y camina hacia las salsas.

Trata de agarrar la de curry, pero solo queda en el fondo y las paredes. Entonces agarra el tarro de cerámica y lo voltea para que un muchacho, con menos de media hamburguesa en sus manos, pueda raspar el fondo y echar salsa sobre las dos comidas.

—¿Cuál es la diferencia entre este y un perro normal? ¿Solo el tamaño? —le pregunto mientras lo veo hacer esa ordinariez que a mi parecer es más digna de un venezolano que de un alemán.

—No, la salchicha —responde sin separar la mirada de su comida.

—Ah, este tiene más —lanzo a ver si acierto.

—No, no. Esta salchicha e difierente. Más sabrosa, más sabor.

Mientras mastica me comenta que es muy barato para él comer aquí. Cada vez que viene no gasta más de dos dólares y come suficiente, mientras que en Berlín por una salchicha con pan debe pagar entre cinco y ocho dólares.

Me pregunta que si yo ya comí y le digo que sí, pero me dice que debo probar un jumbo para que entienda la diferencia entre una buena salchicha y una mala, “aunque las de Alemania son mucho mejores”.

—¿Tienes para picar? —le pregunta a uno de los muchachos de bata blanca mostrándole el perro.

El chico agarra el perro, lo envuelve en papel y se lo lleva al mesón, saca un cuchillo de las repisas de arriba y corta justo a la mitad. Le entrega los dos pedazos y el alemán me extiende uno a mí. “Por favor, prueba”.

Lo veo y me doy cuenta que dentro del pan hay dos salchichas que están doraditas por haber sido pasadas por la plancha. Muerdo y sí, el sabor ahumado invade mi boca y la salsa de curry y el picante me hacen cosquillas en la garganta. El alemán me observa mientras mastico y sonríe. “Yo te dije, soy un experto en salchichas”.

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