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El centro de operaciones del emporio que por constancia y palabra cumplida pertenece a Sebastián Liendo, el mayor de doce hijos criados en la isla de Cepe, el único que tuvo un sueño y lo cumplió, está en el segundo piso de la arepera La Morocha. Es un pedazo robado de la ciudad y traído a la fuerza a un pueblo costeño: de no ser por el sol que se desparrama por la ventana y el calor de un sábado por la mañana, nadie creería estar a metros de los lancheros de Puerto Colombia, la entrada por mar hacia Choroní.
Es un cuadrado perfecto de paredes verdes y amarillas con un escritorio al centro. Sobre él reposan, en clásico orden corporativo, carpetas, agendas con anotaciones apuradas, una máquina contadora de dinero, una foto de Sebastián abrazado a Eulogia, su esposa hace cuarenta y un años, en un crucero por el Caribe.
A un lado de la ventana, en la pared verde, cinco cuadros dispuestos en forma de cruz como la de Jesucristo. En la cabeza del hijo de Dios, el cuadro más grande: un gallo altivo que mira de medio lado, con el pecho erguido y cresta roja. Afuera, la prolongación de su dominio.
Frente al monitor plano de la computadora, está la silla de cuero negro de Sebastián “El Gallo” Liendo, el mismo que fue llevado a La Guaira a los doce años por unos españoles para trabajar en la compra y venta de pescado y que a los diecisiete tenía a su cargo tres barcos. Era, ya, el responsable, el patrón, el capitán. Hoy sigue siendo el capitán –o el cacique, dirían- pero no de tres barcos, sino del grupo empresarial concentrado en la Santísima Trinidad de Choroní: pescado, hielo y licor.
“El Gallo”: moreno, cabellos y bigotes canos, chemise de rayas blancas y negras, en shorts y chancletas de plástico gris. La columna pegada al respaldo de cuero negro. Juntas las manos.
A los nueve años sabía que iba a ser alguien. Cincuenta y un años después lo es.

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Sebastián “El Gallo” Liendo, el hermano mayor de “El Burro”, “El Cuinqui”, “El Mocho”, “Oreja” y de siete más sin apodos, casi siempre está sonriendo, incluso cuando habla de infidelidad y de su capacidad para perdonarla si le tocara, o de quienes lo tildan como el gran monopolista del pueblo. “¿Cómo es posible que digan que tengo el monopolio, si le abro los brazos a todo el mundo?”.
No siempre estuvo al frente de Inversiones “El Gallo”, al que pertenecen un centro comercial del mismo nombre con catorce locales para alquilar, dos pescaderías (en Choroní y Ocumare), cuatro licorerías (dos en Chuao y otras dos en Ocumare y Choroní), una fábrica de hielo con su marca “San Sebastián”, un par de negocios de venta de insumos para la pesca (Surtipesca) y una posada de seis habitaciones. También son suyos un camión, cinco cavas y una camioneta Explorer. Todos generan miles de millones de bolívares y la certeza de un futuro tranquilo.
Pero antes de ser “el chivo que más mea”, “el papá de los helados”, antes de tener la posición de dominio en el mercado del hielo y licor y fijar los precios de venta al mayor del pescado cuando hay en abundancia, porque cuando hay poco los pescadores ponen el precio según dice, “El Gallo” soñaba con ser alguien.
Fue una revelación que le vino de Dios o de un ángel en los días en que salía corriendo del colegio en Cepe, se montaba en el cayuco –una embarcación artesanal hecha por su padre- y se alejaba cien metros de la orilla a remo para llevar el jurel y el cataco a su mamá. Cuenta que le pegaba el anzuelo al cataco por la nariz, lo peleaba, lo montaba, le daba palo para matarlo y lo llevaba a casa para el sancocho.
La habilidad pesquera de “El Gallo” niño sorprendió a los españoles que pasaban por las costas aragüeñas. Le asignaron la tarea de vigilar la mancha que dejaban los peces capturados bajo las redes en el mar, mientras ellos negociaban la venta en otros lugares. Un buen día le propusieron irse a La Guaira, un día de tristeza para su madre “La Morocha”, que lo dejó salir del pueblo a buscar futuro.
Con ellos perfeccionó sus técnicas artesanales en barcos de catorce metros, que eran su casa cuando salía a pescar hasta por dos meses en La Orchila y Los Roques para vender la mercancía en Martinica, en Curazao, en Trinidad. Y al llegar a puerto, venía la rumba.
A las seis de la mañana y con el primer café en el estómago, arrancaba la faena buceando a pulmón con máscaras y chapaletas. Quince brazadas y alcanzaba los veinticinco metros para ver el pescado, calarlo y meterlo en la malla. Bajaba, con otros pescadores, para sacar las redes atascadas en las piedras y cosía con nylon los huecos hechos por tiburones hambrientos a la caza de los peces cautivos. Con la corriente embravecida de Los Roques, recuerda que una vez le tocó abrazarse a un plomo de cincuenta kilos para acelerar el descenso.
Pero él sentía que había algo más. Esa revelación de niño se confirmó a los veintidós años. “El Gallo”, ya casado y con hijos, había regresado a Choroní y acumulaba dos intentos de emprender un negocio. Uno, con amigos para arrancar la Empresa Pesquera Choroní, pero en cuanto aparecieron la rumba y el aguardiente, “El Gallo” se alejó. “No me gusta lidiar con borracho” dice. En el otro intento, con un conocido, no se logró cubrir los costos. Todo, antes de comprar el radio. “Ahí comenzó mi vida en Choroní”.

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–Atención Don Tomás Don Tomás. Choroní -del otro lado del hilo radial saben que el que llama es “El Gallo”. Segundos después responden:
–Ana María Ana María. Choroní.
Ahí anuncia a los compradores mayoristas, conocidos en sus viajes con los españoles, que son treinta mil kilos de jurel represados en el mar. Ya él había avistado la mancha de peces en el fondo que crecía con el tiempo: mil kilos de peces el primer día, luego diez mil kilos, treinta mil kilos a las dos semanas.
La negociación está casi lista: si le compraba al pescador el kilo a Bs 1,25, lo vendía al mayor con un margen de Bs 0,50. A las tres de la madrugada zarpa un barco con toneladas de hielo desde La Guaira que en tres horas llega a la playa para cargar la mercancía fresca en el mar.
El radio termina siendo la pieza angular de los sueños que le vinieron en tripleta: establecerse con una buena mujer, construirle una casa a su madre y tener sus propios negocios. Ahí arrancó lo que él mismo llama “la maquinita de hacer real”: la Pescadería Choroní, en la cual compra al mayor el producto de más de cien pescadores. Los demás negocios vinieron por la inercia del capital acumulado y prestado por los bancos.
Y si con la pescadería comenzó a hacer plata, con la fábrica de hielo –la única en el pueblo- se convirtió en la autoridad de las bolsas frías. Esa planta, que es el más nuevo de sus negocios, hace pedazos de hielo suficientes para llenar dieciocho mil bolsas marca San Sebastián, una cantidad que sólo se alcanza en Carnavales y Semana Santa. Para el resto de los días, la mitad abastece las neveras de sus propios negocios y las de otros comerciantes.
Con la fábrica instalada al final del centro comercial, “El Gallo” se ahorra al mes veinte mil bolívares fuertes en transporte, cauchos y choferes y puso a la competencia a bailar al precio que él fija al mayor y al detal. Además se evita las pérdidas de pescado cuando se quiebran las frágiles curvas de la carretera del Parque Henri Pittier, pues se almacena a treinta grados bajo cero hasta cincuenta mil toneladas de jurel, cataco, pargo y lo demás.
“El Gallo” vio la oportunidad de negocio que otros no vieron. “Hay mucha gente que ha dicho que va a montar unas cavas para quebrar a “El Gallo”. Pero aquí sigo y ellos se van”.

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Antes de las nueve de la mañana Eulogia ya está vestida y peinada, lista para servir café a todo que el pase por su casa, en el segundo piso de la Pescadería Choroní. Con ella “El Gallo” tuvo seis hijos, cinco varones y una hembra, Yarmila, su mano derecha, la contadora, administradora, la que le avisa que llegó la luz al pueblo y le prende el aire acondicionado en la oficina. Es quien podría encargarse del emporio en un futuro.
Con otras dos mujeres, “El Gallo” tuvo otro par de hijos que le besan la mano a Eulogia. “Él no es el dueño de medio pueblo, sino un hombre trabajador”, dice Eulogia, mientas sirve el café en una pequeña taza.
“Es humilde, muy buena”, dice “El Gallo” sobre su esposa. La primera mujer buena en su vida fue su madre, “La Morocha”. Además de hacerle casa en Cepe hace más de dos décadas, “El Gallo” le celebra el cumpleaños todos los años con una fiesta en la que el ron, la cerveza, el güiski y la música en vivo sobran y a la que van amigos de otros pueblos cercanos: Chuao, Choroní, Ocumare y Puerto Maya, donde ella vino al mundo hace setenta y nueve años y donde murió, al nacer, su hermana gemela.
“El Gallo” cuenta que días después de nacer, se levantaba a las cuatro de la madrugada buscando la teta de su madre y su padre, obstinado, empezó a decir que ese niño parecía un gallo. En el pueblo otros murmuran que el apodo se debe a que es -o fue- muy enamorado. Con risas, él lo niega: “Hay un dicho muy cierto: todo marinero tiene un amor en cada puerto. Yo no, siempre he sido muy equilibrado”.
De sus hijos, tres no viven de su emporio: la otra hembra, que trabaja en una agencia bancaria en Maracay, uno que es taxista y el mayor de los ocho que se dedicó a la política, un oficio que no es del agrado del empresario más grande de Choroní. Y no sólo eso, sino que es de tendencia ideológica opuesta. “Sé que él no tiene vida en eso, porque ¿si no pudiste sacar adelante una licorería, vas a sacar adelante a un pueblo?”.
Se refiere a Julio Liendo Bolívar, comisionado del alcalde, que al llegar a los veinticinco años recibió de su padre la responsabilidad de administrar la licorería San Sebastián. A los cinco años las cuentas estaban claras: “La quebró. Él no oye a nadie; cuando la gente no oye, fracasa. Como político, la gente no cree en él”. Y, “El Gallo”, su padre, tampoco.
A los sesenta años está orgulloso de ser quién es, de ser el responsable de su “grandeza”, capaz de mover bolívares y dólares casi en la misma proporción, de caminar entre sus locales, de viajar por placer y para cerrar contratos de anzuelos y redes. Una grandeza que le vino por pagar a tiempo y que le ha dado el éxito, para él antónimo de mediocridad y conformismo, eso que sufren otros en Choroní. No él.
Como muestra expone la nueva pieza que formará parte de Inversiones “El Gallo” desde diciembre: un supermercado que montará en alianza con socios y entes gubernamentales, para la venta de alimentos a precios regulados. A un lado, venderá artículos que no tienen controles estatales. Ahí estará su negocio. Dice: “Ellos manejarán los productos; nosotros, los reales”.