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Si uno no es fan de alguien o de algo,

para qué seguir

Alberto Fuguet

¿Sabrá ella que el segundo apellido de Gustavo Cerati termina donde empieza la identidad secreta de Superman? Claro. Gustavo Adrián Cerati Clark. No es hijo de Jor-El ni viene del lejano planeta Krypton; de hecho, nena, no es un superhombre, pero ella, de treinta y tres años, le ha hecho un altar desde hace veinte. Ya a los doce se escapaba para asistir a los primeros conciertos que daba Soda Stereo en Caracas. El grupo argentino paladeaba entonces los primerísimos frutos regionales de su éxito, cuando logró poner en boca de miles de latinoamericanos las exquisitas líricas de un Cerati que estuvo en la guitarra al mismo tiempo que en la voz, con unas dotes musicales que en su niñez le alcanzaron hasta para dirigir el coro de una iglesia.

Hoy, de alguna forma, dirige su propio templo, aunque sin pretensiones de endiosarlo más allá de su argentina condición. Incluso más allá de Soda Stereo. Entre sus fieles se encuentra esta mujer venezolana, que se prepara para el concierto de esta noche de noviembre de 2006 con la ceremonia propia de la seguidora añeja, esa a la que ya no le interesa lanzársele encima a su ídolo y besuquearlo o rasgarle la camisa con el único objetivo de quedarse con un trozo. Ella más bien tratará hoy de conectar una vez más con esas letras que la resucitan –“vamos despacio/ para encontrarnos/ el tiempo es arena en mis manoooos”, tararea todo el día ese extracto de “Un lago en el cielo”– y, si tiene suerte, quizá, dejará una modesta impronta en su diario personal: quiere respirar un poco de su propio aire, de pronto entregarle un regalo, mirar cómo es, de nuevo, el ser de carne y hueso. Pero no con la precisión del observador científico: no le interesa comprobar que el tiempo pasa sobre todos y sobre todo, porque sabe que Gustavo Cerati es, a ratos, un hombre. Uno de cuarenta y seis años.

Y ese hombre hoy demostrará que su habilidad para explorar la música, en cualquiera de sus formas, jamás le robó la esencia. Ha sido electrónico, sinfónico, lo que quieran, pero es y será rockero. Punto. Esta noche lo dirá de nuevo. A pesar de sus caras de cansancio, Gustavo Cerati nunca ha expresado abierto fastidio ante las tantas veces que le preguntan por Soda Stereo: sabe que nadie en su sano juicio muerde la mano que, además de haberle dado de comer por quince años, lo hizo pasar a la historia. Fueron catorce discos –siete de estudio, el resto remezclas y grabaciones en vivo– y decenas de conciertos, millones de personas aplaudiendo ese sonido rocoso y acariciante que dejaba las burbujas de soda en la cabeza.

Ella se toma su tiempo. El ritual comienza con su salida del trabajo, varias horas antes del concierto. Ya ha fastidiado lo suficiente a los colegas durante todo el día (“¡Cállate, coño!”, le respondía el amigo fotógrafo). Unos jeans pescadores y zapatillas, coronados con el toque maestro de una camisilla negra que deja los hombros al descubierto, comprada para la ocasión; eso es lo que se pondrá. La cartera que mandó a hacer con la cara de su ídolo no estuvo lista: los forros de plástico para proteger la imagen no llegaron a tiempo, pero es el único detalle que quedó fuera del plan. Tiene tickets para el concierto de hoy y para el de mañana también. Un par de tragos en un bar cercano, con unos amigos, sirven para calentar. No hace filas largas de más, no se estresa, está cerca de la apoteosis dos horas antes de que ésta ocurra. Así calcula su locura.

Con Ahí vamos (2006), su último disco, Cerati recuerda que es un guitarrista de excepción. A unos cuantos se les había olvidado. El último concierto de Soda Stereo –1997– no fue, ni mucho menos, el fin de su carrera. Ya había tomado el camino de solista, no sólo con su disco Amor amarillo, editado en 1993, sino con otras cadencias, más electrónicas, que ensayó en conjunciones musicales con la tríada chilena Plan V, en 1996. La experiencia se extendió luego al disco Plan V Black Dog (1999), para el que el grupo chileno y la banda británica Black Dog se unieron y produjeron con el argentino sonidos más secos pero siempre sugerentes. Aunque nuestra fan cree que el poder creativo de Cerati jamás contará con un sonido como el que le proporcionaba su sociedad con “Zeta” Bosio y Charly Alberti (bajo y batería de Soda, respectivamente), admite que la asunción sin complejos de otros caminos musicales, fuera de ellos, produjeron en él la chispa suficiente para crear un disco como Bocanada (1999), su mejor creación pop-electrónica hasta la fecha. No es poca cosa que en los agradecimientos del disco mencione la influencia de Jorge Luis Borges, Horacio Quiroga y Alejandra Pizarnik; se notan los hilos poéticos de esos monstruos. “Si nada mío habla por mi boca… entonces no hagas caso”.

…y algo perverso aún

Pero ella no va al concierto de esta noche por Bocanada, ni siquiera por Siempre es hoy (2002), su siguiente disco en solitario, del cual sus seguidores –incluso nuestra dedicada fan– rescatan tres canciones, ni una más. Ella va por lo que algunos, con razón, han llamado “su regreso”. ¿A qué? A Soda Stereo, más o menos (todos tienen derecho a perderse en alguna laguna creativa mientras buscan su propia voz). Por eso este concierto promete; Cerati nos gusta un poco más desenfadado, enfadado quizá.

Cuando se apagan las luces y baja la enorme tela blanquinegra que semeja el calidoscopio del nuevo CD, la gente ya pierde la cabeza. Nuestra chica, más que todos. A él no se le ocurre otra idea que iniciar el concierto con “Juegos de seducción” (“Voy a ser tu mayordomo/ Y gozarás el rol de tu señora piel/ O puedo ser tu violador/ De imaginación/ Esta noche todo lo puede/ Te llevaré hasta el extremo…), una de las mejores canciones grabadas en vivo en el disco favorito de su fanática, Ruido blanco. En segundos el paroxismo es mutuo. Se pierden ídolo y fan: él en su guitarra, ella en él.

En esta última gira, se le ve casi tanto o más cómodo que cuando Soda. Después de todo, toca con sus viejos compañeros de la banda Fricción, Fernando Samalea y Richard Coleman: con ellos grabó Ahí vamos y con ellos toca en vivo. Es el grupo que Cerati tuvo que abandonar cuando Soda Stereo se convirtió en el fenómeno que todos conocemos. Decir entonces que con esta gira el argentino rescata su médula rockero-guitarrera no es una frase hecha. Es real, y se siente en escena. El esperado retorno es incluso estético, conceptual. Cerati es un verdadero apasionado de la imagen; cuida al filo lo que quiere proyectar, y esta vez se parece más a sí mismo: jeans oscuros semigastados, camiseta negra con discretas e irregulares aplicaciones en rojo y blanco que muestran que ese “descuido” es también un cálculo. Sí, sigo siendo algo perverso, parece querer decir tras haberse vestido de principito en el álbum sinfónico y después de las frescas camisetas de colores brillantes en Siempre es hoy. El escenario de esta noche es también más íntimo y vibrante, oscuro, con esos toques “glam” que al Cerati publicista le encanta conjugar (al fin y al cabo, eso fue lo que estudió en la universidad). Algunas luces fluorescentes trazan en la tarima una estrategia espacial.  

Aunque nuestra fan siempre ha dicho que Soda supera a Cerati, la emoción del concierto la hace dudarlo por segundos. Cada canción es para ella un viaje. “Estuvo demasiado, demasiado arrecho”, es lo único que atina a decir, entre brincos, al final del espectáculo. Pero sabemos que una verdadera fan no se va a dormir con esa euforia.

A Gustavo Cerati le encanta, al terminar su show, salir a los locales nocturnos de las ciudades que visita. Y, por supuesto, ella lo sabe. Las empresas que organizan las giras del rockero también: esta vez le preparan el after party en un local de moda de Caracas. La primera pista que tiene la fan no es del todo acertada; Cerati sí está en un bar de los mismos dueños en el que ella entra ahora a buscarlo, pero no es éste, le comenta un amigo que encuentra en la puerta. Sólo tiene que caminar un poco; nada para ella, si se trata de verlo.

Y por eso son los dioses lejanos

Se acerca así a la entrada del local correcto. En la puerta ocurre lo que ella ya tiene de sobra anotado en su bitácora sobre Cerati: un primer no como respuesta, su insistencia, los contactos, su sonrisa angelical y el portero que la deja pasar.

Es la primera vez que ve llegar a su ídolo con semejante cortejo. En el pasado reciente, en esta misma ciudad, el argentino había sido prácticamente un invitado anónimo en los sitios nocturnos, como esa noche del año 2000 en el bar “Santa La Diabla”, hoy extinto, cuando casi pasó desapercibido.

Es definitivamente más bajo de estatura de lo que cualquiera pueda creer. Conserva la ropa que lució en el concierto, pero se cambió la camisa: ahora lleva una gris que parece haber usado dos mil veces, y abajo una sudadera que quizás se ha puesto otras dos mil. Los cordones de sus infaltables converse negros siguen atados. Está cansado y no está de buen humor. Tiene corrido el maquillaje de los ojos, ese toque con lápiz negro muy de moda entre los artistas masculinos que quieren acentuar su mirada (al mejor estilo del capitán Jack Sparrow, ergo, Johnny Deep). Sostiene un vaso de algún líquido indescifrable. ¿Será whisky? Pasa a la zona VIP del local y sólo después de que el DJ de su banda, Leandro Fresco, “pincha” un buen rato, baja a mezclarse entre la multitud, que está ahí justamente para eso, para bailar con el autor de “Persiana americana”.

Ella pasa de eufórica a extática; lo tiene a centímetros.  Pero ya lo había visto antes a esa distancia, claro, foto, besito y apretón de manos. Y en aquella ocasión, después del concierto Cerati Sinfónico del 13 de junio de 2002, había notado la dimensión humana del ídolo, y sus patas de gallo. Francamente, no le había gustado. Esta vez tampoco. Pero –valga finalmente aclararlo– es que no estamos hablando de enamoramiento. “Yo te voy a decir una cosa –me cuenta un par de días antes del concierto–, a mí me gusta el músico, no el hombre. Aunque, claro, como toda fan, he soñado que nos casamos”.

En la pista de baile de este local de moda, Cerati parece hastiado de ser quien es. “Pará, pará, ya es suficiente”, le dice con cara de pocos amigos a un muchacho que pega el dedo en el obturador de una cámara. “¡He sido tu fan toda mi vida!”, riposta el joven. “Sí, bueno, pero ya”, lo frena Cerati, y con la palma de la mano frente a la cámara detiene los siguientes disparos de flash. El cantante sólo quiere bailar con una chica muy linda, delgada,  parecida a su novia, la joven argentina Sofía Medrano.

A estas alturas de su vida, este Gustavo Cerati que baila desalineado delante de nuestra fan, y con siete arrugas fácilmente divisables en el flanco derecho de su cara, puede perfectamente, además de darse el lujo de alguna trastada con un seguidor, hacer lo que quiera en el plano musical. Tres Grammy, dos MTV y cuatro Rock & Pop son algunos de los trofeos conquistados. Su último CD fue disco de platino antes de salir formalmente a la venta (las disqueras compraron previamente cuarenta mil unidades). Semejante historial le permitió incluso colaborar con Shakira en su más reciente álbum, y sin hacer el clásico pataleo de quienes habrían considerado ese trabajo una “degradación”. De hecho, la canción que produjo, arregló y cantó sutilmente de fondo con la colombiana –“Un día especial”, de Fijación oral Vol.1– demuestra la artesanía Cerati de principio a fin: tres o cuatro niveles musicales distintos, colocados de tal forma que apenas lamen esta pieza sencilla.

Sutil, roja, perfecta

Nuestra fan ya ha visto suficiente y le duelen los pies. Sólo le falta dar el último paso, entregarle un recuerdo a su ídolo. A pesar de la antipatía dosificada, las patas de gallo y el poco pelo en la cabeza que ya son suficiente desencanto para ella, ese hombre sigue siendo quien es. Se arma de valor, pues es bastante posible que la respuesta sea otra mala cara. La repetida doble cadencia del techno que el DJ hace sonar ahora le permite adivinar por dónde se moverá el cuerpo de Cerati en el próximo segundo. Entonces le toca el hombro y logra hacerlo voltear. Estira la mano y sin decir palabra le regala un prendedor, una libélula roja, pequeña, sutil y perfecta para un rockero obstinado. La cara de Cerati se ilumina, recibe el presente y sonríe: “Oye, muchas gracias”. Ella se marcha en silencio, con una felicidad tan extrema como tranquila, complacida.

El éxtasis comparte créditos con cierta desilusión. El ídolo no cae ante sus ojos, pero su comprensible mal humor y el inocultable paso del tiempo dejan huella en la imagen que hasta ahora ella conservaba. Digan lo que digan, el fan siempre espera ver al objeto de su admiración sonriente y dispuesto, porcelanizado, magnánimo.

Volvió a enloquecer en el show del día siguiente –del que minutos después Cerati salió volando a Punta del Este para llegar a tiempo al cumpleaños de su hijo, Benito, que con doce años ya lo ayuda a escribir canciones–, pero por el impacto de esa noche en la pista de baile, la noche de la libélula roja, nuestra fanática estuvo semanas sin escuchar los discos, sin querer saber de él. Porque Cerati fue lo que ella esperaba y lo que a la vez no quería ver: un hombre.

Hasta el día en que confirmó, en una fotografía que le tomaron al argentino cuando estaba desprevenido –instantes después de la salida de la fan de aquel local–, que su ídolo usó el regalo que ella le dio: lo llevaba prendido en el costado izquierdo de su gastada camisa gris.