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Quetta, Pakistán.

1 de enero de 1989.

[Nabibullah quiere conocer a su esposa]

He pasado Navidad y la noche del Año Nuevo sin nadie, y hoy es el primer día de un año todavía pacífico, al menos para mí. Estoy en Quetta, una antigua guarnición militar colonial de los ingleses y ahora capital de la provincia pakistaní de Baluchistán, una zona agreste y de tribus xenófobas, fronteriza con Irán y el país adonde quiero llegar: Afganistán. Los baluchis son guerreros de nacimiento. De vez en cuando, casi como para no perder la costumbre, reencienden su eterna pelea por la independencia, y Quetta se ha convertido en un cuartel del ejército pakistaní desde donde ellos reprimen las revueltas locales. Nadie se atreve a hablarme aquí. Sólo Nabibullah, un maestro de escuela.

Nabibullah consigue sacarme de mi melancolía contándome su propio dilema existencial. Está soltero y ahorra para pagar la dote de su futura esposa. No la conoce y nunca la ha visto, pero existe: tiene nombre y apellido y su familia la ha elegido para él. El precio de su futura esposa, me cuenta, es de treinta mil rupias, el equivalente a dos mil dólares. Su padre lo ayudó a pagar las primeras doce mil rupias, que fue la obligatoria cuota inicial. El resto tiene que salir del bolsillo del maestro.

Nabibullah me devuelve al mundo con su historia, un melodrama musulmán. Por ratos me siento el hombre más solitario del mundo: tengo treinta y un años, y mi primera hija, a quien llamamos Bella, unas semanas de nacida. Después de estar durante su parto con ella y su madre en Inglaterra, he llegado hasta Quetta, donde espero mi turno para entrar a la guerra vecina, la afgana. Dentro de mi soledad, he empezado a darme cuenta de que ya tengo una familia. Es una noción que todavía trato de asimilar.

De manera más o menos encubierta, los militares pakistaníes ayudan a los muyahidín afganos, unos guerreros musulmanes que armados del Corán y de fusiles Kaláshnikov pelean al otro lado de la frontera contra los soviéticos en retirada de Afganistán. Allí, a unas horas de camino de Quetta, está la milenaria Kandahar, una ciudad rodeada de montañas peladas y sedientos desiertos y a la vez desolada por la guerra, una condición permanente desde que los soviéticos la invadieron diez años atrás. Hace días que estoy esperando la llamada telefónica de un muyahid para ser llevado, de modo clandestino, hasta la frontera. Pero en Quetta no hay nada que hacer. Es una ciudad seca: no hay restaurantes ni turismo y soy el único huésped en el hotel.

Doy vueltas solo por la ciudad. La gente —más bien los hombres, porque todas las mujeres están encerradas o bajo sus velos— me mira de reojo. En todas partes hay soldados acantonados que te restringen el paso. Todos los días hago a pie el mismo circuito por la antigua parte colonial: visito un museo con vitrinas polvorientas exhibiendo varios ejemplares del Corán comidos por las polillas y una librería donde he comprado un diario pakistaní en inglés llamado Dawn [Amanecer] y donde el dueño me invita a tomar el té. Después vuelvo a mi hotel que también es cuidado por guardias armados. El color del día es marrón y con el polvo de las montañas el aire se hace frío y espeso. Los habitantes de Quetta, hombres de cuerpos curtidos por el frío y el sol, andan por sus calles con una postura erguida de orgullo y tan sólo me miran.

El único que se me acerca, Nabibullah, vive una vida más solitaria que la mía. Tiene más o menos mi edad y nunca ha estado con una chica. Su vida consiste en trabajar para ir pagando las cuotas del resto de la dote. Calcula que demorará entre tres y cuatro años para conocer a su esposa. El maestro de escuela gana unos setenta y cinco dólares mensuales, y cada mes les manda un tercio de su salario a los padres de su futura mujer. No puede enviarles más porque tiene que comer y pagar el alquiler. Pensando en el futuro, Nabibullah me dice que piensa tratar bien a su esposa. No como otros hombres que las tratan como esclavas cuando las toman en matrimonio. Después de sufrir tanto para conseguirlas, ellos piensan que es su derecho.

Nueva Delhi, India.

17 de junio de 1989.

[Nyakko quiere recuperar a su hija]

Después de Afganistán y Pakistán, he viajado a Nueva Delhi. Aquí vive un gran amigo mío, Bob Nickelsberg, fotógrafo para la revista Time en la India, quien está en el extranjero pero me ha dejado las llaves de su apartamento. Nyakko, una mujer tibetana, es su empleada doméstica. Mi plan original era llegar desde Delhi hasta la lejana región de Assam, donde me encontraría con emisarios de los guerrilleros bangladesíes Shanti Bahini, y de allí cruzar la frontera hasta su frente de batalla. Pero fue en vano. Entonces resolví traer desde Inglaterra a mi mujer y nuestro bebé, Bella, quien ya tenía siete meses y medio, y tener una reunión familiar antes de seguir hacia Birmania. El día anterior a que llegaran, he vuelto al apartamento de mi amigo y he encontrado a Nyakko sollozando en las escaleras. Está quebrada. Después de un rato logro que se ponga de pie y vamos adentro del apartamento.

Nyakko me explica por qué llora y de paso me cuenta la historia de su vida. A fines de la década de 1950, cuando tenía doce años, escapó a pie a través de los Himalayas siguiendo el séquito del Dalai Lama ante la invasión militar china. Miles de refugiados tibetanos terminaron en una colonia precaria, un tugurio de una ciudad al sur de la India donde ella crecería con penurias. Nyakko se casó con un chico del Tíbet y tuvieron una hija. Todo parecía feliz. Algunos años después llegó un señor americano que siempre pasaba parte de cada año al sur de India, y que empezó a frecuentar la colonia tibetana. Un día invitó al marido de Nyakko a Estados Unidos. Fue como una oferta milagrosa. Nyakko, una mujer sencilla, no supo bien qué le ofrecía. Sólo que era una oferta que no podía rehusar, la única posibilidad de cambiar su condición de vida. Así que decidieron que él aceptara. Antes de marcharse, su marido prometió mandarle dinero y llevarlas a ella y su hija a Estados Unidos. Y se fue.

No lo volvieron a ver ni a saber de él hasta que la niña había cumplido ocho años y él apareció en su casa. Nyakko lo sintió muy distante y entendió que no la quería más. Su marido no le explicó por qué no les había escrito ni por qué las había abandonado. Pero ahora estaba de vuelta y le dijo a Nyakko que quería llevar a su hija a Estados Unidos. Tenía un billete de avión. Así como había hecho con él, Nyakko entendió que ésta era una oportunidad de un futuro para su hija. Ella no podía ofrecerle nada más que su amor maternal. Tenía treinta y tantos años, era refugiada, trabajaba como doméstica, y dentro de su cultura después de haber estado casada ya no servía para otro hombre. Estaba acabada como mujer. Nyakko sintió que no tenía otra opción que dejar que su hija se fuera. Su ex marido dijo que tan pronto pudiera pagaría otro billete de avión para que la hija volviera a visitarla a la India. Después de todo lo pasado, Nyakko supo que tampoco cumpliría esta promesa. La niña no quería irse con su padre errante, pero Nyakko insistió en que la esperaría. Le dijo que su corazón no volvería a estar entero hasta que ambas volvieran a juntarse. Y también se fue.

Diez años después de aquella despedida, y, coincidiendo con mi llegada, la chica volvió a la India para visitar a su madre. Nyakko se dio cuenta de que ya era toda una mujer. Es su hija pero también otra persona: a pesar de ser tibetana de raza, es gringa en todo lo demás: sale con chicos, fuma, no habla tibetano. Nyakko, conmocionada, la recriminó. Y la chica estalla. Le dice que la odia. Le dice que quiere volver a Estados Unidos. No le dice nada más, pero se va a la calle. Es cuando encuentro a Nyakko desplomada en las escaleras fuera de la casa. Tiene la certeza de haber perdido a su hija.

Le prometo interceder. Pero cuando la chica regresa, me doy cuenta de que Nyakko no exagera: de un modo confidencial, como de un americano a otro, su hija me cuenta que viene de la calle de buscar drogas. Le aconsejo que intente comprender a su madre y respetarla mientras siga de visita. Le recuerdo que ya no está en Nueva York y que podría evitar las drogas en Nueva Delhi. Cuando vuelve a estar frente a su madre, la chica se calma. Pero a partir de ese día se va de la casa cuando quiere y busca encontrarse con otros chicos occidentales en los clubes nocturnos de hoteles internacionales. Pasa la mayor parte del tiempo afuera para evitar a su mamá.

Al llegar mi mujer y mi hija de Inglaterra, Nyakko se obsesiona con mi bebé. Le prepara la comida y la tiene muy cerca de su pecho. Días después encuentro hilos sagrados color azafrán entretejidos en toda la ropa de Bella. En las siguientes semanas, Nyakko se desmaya dos veces más. Una de ellas se queda encerrada en la casa y nosotros nos quedamos en la calle. Debo entonces trepar por las tuberías de agua afuera del edificio para llegar al balcón del segundo piso y encontrar otra vez a Nyakko en el piso. Está en un estado casi catatónico y con las llaves del apartamento en su mano. La llevo a un centro tibetano donde un monje dedica una ceremonia religiosa para sanarla. Nyakko está tranquila durante unos días, pero después recae. La debo internar en una clínica. Su hija ya se ha ido. Bob Nickelsberg vuelve a su casa y yo me marcho. Después me contará que el comportamiento de Nyakko se deterioraría aún más, y que, al volverse violenta, tendría que despedirla. Nyakko se marcharía al sur de la India, al pueblo donde se crió y donde aún existía una comunidad tibetana. No volveríamos a saber más de ella.

25 y 26 de septiembre de 1989.

[Zan quiere que su hijo sea guerrillero]

Mi hija Bella va a cumplir once meses y no la he visto desde cuando ella y mi esposa me fueron a ver a la India. Desde entonces me he movido entre los campamentos guerrilleros de los karen, una etnia en pie de guerra contra el régimen militar que ya lleva unos cuarenta años en el poder en Birmania. El mundo en que estoy inmerso es de agua y siempre verde, un panorama de ríos y de lluvia. Parece como si todos tuvieran malaria. Los hombres se hacen tatuajes para ahuyentar a los bichos, los malos espíritus y los animales salvajes. Las mujeres cubren sus rostros con pasta de arroz y parecen actrices kabuki. Me he encontrado con Robert Zan, un rudo y carismático líder guerrillero que entrena a un grupo terrorista en la selva. Vive con esa mística de los hombres que tienen fe y están dispuestos siempre a matar y morir. Lo veo vendado y un poco tieso: acaba de sobrevivir a un tiro de bala que le atravesó uno de sus hombros, pero cuando le pregunto por su estado, se ríe y actúa como si le hubiera picado un zancudo. Quiere llevar su guerra a las ciudades, lejos de la selva de la frontera con Tailandia donde los karen han peleado por tradición y que ahora están perdiendo. Zan planea misiones de sabotaje, bombas, asesinatos. Me lleva hasta el campamento donde entrenan sus guerrilleros adolescentes. Los llama Supremos Especiales. El líder camina por una trocha junto a su mujer, quien lleva un paraguas color lavanda. Cuando llegamos, me presenta a su hijo Dudu, un chiquillo de doce años que entrena entre semana y vuelve a casa los fines de semana.

Robert Zan también creció en la guerrilla. Había nacido en una Birmania invadida por los japoneses durante la Segunda Guerra Mundial. De niño, cuando el país ganó su independencia de los ingleses al acabar la guerra, Zan se fue al monte con sus padres que, como muchas de las otras etnias del país, se alzaron en contra de los que habían tomado el poder: los Birman. Zan ha vivido en guerra desde entonces. Ahora su hijo, como es natural, le va a seguir los pasos en la empresa familiar. En el campamento, Dudu y los chicos de los Supremos Especiales marchan y demuestran sus habilidades en los rifles y en la resistencia. Nos demuestran cómo fabrican bombas con nitroglicerina y una solución de amoniaco. Producen varias explosiones para impresionarme. Zan, que se siente mi amigo, me propone colaborar con él secuestrando un avión comercial de la aerolínea estatal de Birmania, o bien tomar de rehenes a diplomáticos de la embajada birmana en Londres. Sólo algo así haría que el resto del mundo supiera de la ignorada guerra de los karen. Le trato de explicar que, como amigo de él y de su comunidad, mis funciones se limitan a escribir sobre su realidad. Zan reacciona con ecuanimidad. Pero igual insiste, con una sonrisa, en que lo piense.

Cuando el sol baja de intensidad, Zan se despide de los Supremos Especiales. Los dejamos en su campamento con sus explosiones y planes de expandir la guerra. Dudu se regresa con nosotros. Vamos en fila india por la trocha que usamos para llegar hasta aquí. La señora Zan va primero, femenina y protegiéndose del sol con su paraguas color lavanda. Detrás anda Dudu con su uniforme verde y una cesta en la cabeza llevando unos tallos de bambú para su mamá. En último lugar vamos Zan y yo, volviendo con parsimonia hacia la frontera tailandesa. Los Zan están sonrientes. Para ellos ha sido un día especial. Después de la demostración de sus chicos guerrilleros, comparten una sensación de futuro.