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Mi mamá tiene tiempo insistiéndome que lleve a Pablo al pediatra que le recomendaron. Fue el médico de los hijos de su mejor amigo y, casualmente, atendió a mi mejor amigo cuando era niño, y aún después de grande. ¿Para qué lo voy a llevar? ¿Qué más va a decir? ¿Que tiene un problema muscular? ¿Que es culpa del lazo entre madre e hijo, como dijo el otro? Pablo se torció y ya.

Es mayo de 2009, mi hijo tiene un año y tres meses. En noviembre pasado, empezó a inclinar la cabeza hacia el lado izquierdo y un poco hacia adelante. Al principio era algo leve. Ahora su oreja pega de su hombro, y mirar hacia arriba se le hace casi imposible. Su ojo izquierdo siempre está lloroso y la comisura de ese mismo lado se le tuerce, especialmente cuando ríe. Su carácter también ha cambiado: llora en las noches y al amanecer, se irrita con facilidad y no soporta el ruido de la licuadora ni el de los platos cuando chocan entre sí. Darle de comer es el momento más difícil del día; por la posición de su cabeza la sopa siempre se derrama, y hablo de sopa porque los sólidos los rechaza, ni siquiera hace el intento de masticarlos. A veces, logro que muerda una galleta o coma algo de pastina, muy suavecita. Tampoco habla mucho, sólo dice “mamá” o “papá” y algunos balbuceos.

Pablo no siempre fue así. Era un bebé normal, se paraba agarradito, erguido, su cabeza iba en línea con su columna, siempre estaba de buen humor, dormía solo en su cuarto y despertaba cada mañana con una sonrisa.

El año pasado, en vísperas de Halloween, le compré su primer disfraz. Se veía hermoso: un esqueletito de ocho meses, de cabellos castaños, abundantes y suaves, ojos inmensos e histriónicos y carita redonda y pálida que contrastaba con el negro de la tela. Pero Pablo no disfrutó el disfraz ni el paseo de ese día, ni ese fin de semana. Estaba decaído.

Cuando empezó a ladear la cabeza, le decía a mi esposo y a mi hermana: «Está perdido de payaso, ahora pone la cabecita de lado para verse más tierno». Los días pasaban y yo seguía convencida de que eran tonterías del bebé. Una tarde pasamos un rato en la oficina de Adriana, una amiga que es editora de una revista. Cuando me preguntó, le dije que eran mañas de él. Pasamos el rato jugando y tomando fotos. Al día siguiente me llamó.

–Te mandé las fotos, revísalas. Pablo sale con la cabeza de lado en todas, revisa para que veas.

–Estoy viendo, tienes razón. Y ha estado lloroso en las noches desde hace unas semanas. ¿Será que tiene algo?

–Mejor llama al médico ya, a ver qué te dice.

El pediatra me dijo que fuese a ver a un neurólogo que determinó que todo estaba bien, que seguro era algo muscular, una tortícolis, quizás. Pablo no mejoró con fisioterapia, hasta parecía estar peor. El pediatra me dijo que fuese a ver a otro neurólogo, una amiga de él. La neuróloga no encontró nada y no me gustó el tratamiento que le mandó la fisiatra a quien nos remitió. Pablo no mejoraba. Fui a verlo otra vez.

El pediatra no usa bata. Siempre viste pantalón y zapatos deportivos y camisas manga corta o tipo chemise, en tonos claros o muy vivos. Al comenzar cada consulta, pone una presentación en Power Point sobre cómo debe ser el niño de esa edad: en el primer mes se despierta cada tres horas a comer, en el tercero levanta la cabeza, en el sexto se sienta, en el octavo intenta gatear… Ese día nos saltamos la presentación.

–Pablo no mejora. No sólo es lo del cuello, casi no quiere comer, sólo le gusta el tetero y los jugos, antes tenía muy buen apetito.

–Ajá…

–También he notado que no le gusta estar en lugares con mucha gente, es como si se torciera más en esos casos y no quiere separarse de mí por nada del mundo.

–¿Y la neuróloga te dijo que no había nada?

–Nada.

–Vamos a hacer algo –dice mientras anota en la libreta de los récipes–. Llámate aquí y pide una cita –me entrega el papel y leo el nombre de una mujer–. Es psicólogo, especialista en el vínculo madre-hijo, ya verás los planteamientos tan interesantes que tiene. Es más, la llamo apenas salgan para comentarle que van y hablarle del caso.

Nunca la llamó. Pedí la cita, empezamos a ver a la psicóloga. Me asoma que esto podía ser consecuencia de mi estrés post-parto y de que Pablo está muy apegado a mí: trabajo escribiendo desde casa y estamos juntos todo el día todos los días. ¿Será que el origen sí es nuestra relación?

2

Sillas con asientos en cuero verde botella y patas finas, de madera natural, delicadamente torneadas, a lo mid-century. Paredes forradas con gruesos listones, también de madera. Un afiche descolorido en el que sonríen animalitos de granja al lado de una puerta donde se lee en un papel bond escrito en computadora, “Favor pasar con un solo acompañante”. La modernidad se negó a entrar en la sala de espera, y en el resto del consultorio de Hernán Nieves Berti.

Al pasar la puerta del cartelito está Raiza, su secretaria, sentada frente a una gran máquina de escribir. En el pasillo, sigue su oficina, con escritorio de madera maciza, biblioteca atestada de libros viejos cuyos títulos hablan de pediatría y endocrinología, en español e inglés, y computadora, de esas de monitor enorme, que sólo usa para hacer e imprimir cartas o informes. Aquí las historias se escriben a mano y se archivan en carpetas de cartón.

Más allá está el cuartico donde examina, pesa y mide a los niños, con ayuda de Aída, su asistente, y es allí donde la secretaria nos invita a pasar. Entro con Pablo y con la certeza de que nos va a decir lo de siempre, lo de la contractura muscular, lo de la fisioterapia, el estrés, cualquier cosa… Espero al doctor sentada en una silla de metal con el pequeño en las piernas; hoy está particularmente decaído.

Dos minutos después, entra Hernán Nieves Berti, delgado, no muy alto, con una bata corta y entallada –más bien una camisa-bata–, pantalones clásicos que caen hasta los tobillos, justo encima del zapato, dejando a la vista algo de sus medias de tela fina. Debe tener más de setenta años. Me saluda y pregunta que quién me refirió. En su voz hay cierto dejo de Los Andes, quizás.

Comienza entonces un interrogatorio que va registrando en una hoja con el bolígrafo que acaba de sacar de su bolsillo: nombre, edad y profesión de los padres, nombre y fecha de nacimiento del niño, peso y talla, que desde cuándo tuerce el cuello, que si ha convulsionado, que si duerme bien, que quiénes lo vieron, qué especialidad tenían, cómo se llamaban… Yo voy recitando de memoria la seguidilla.

–Empezó a torcerse en noviembre del año pasado, llora de noche. No, nunca ha convulsionado. Lo han visto dos neurólogos pediatras, dijeron que en la resonancia de fosa posterior que le hicieron en diciembre no había nada, cada uno nos remitió a un fisiatra. El primero dijo que era contractura muscular y recomendó fisioterapia, pero en la tercera sesión la terapista quemó a Pablo con la lámpara infrarrojo, esa que se usa para calentar la zona a masajear, y suspendimos el tratamiento; la quemadura fue de segundo grado. Pablo seguía torcido. Entonces en febrero lo vio la otra neuróloga y nos envió a donde la otra fisiatra. Ella le mandó a hacer un collarín que usó por dos semanas y, como no hubo cambios, dijo que había que aplicarle botox. No volví por allí, no me pareció… Al final, su pediatra nos mandó a ver a un psicólogo porque…

–Señora, todo lo que le han dicho es mentira. Eso es algo que viene de acá –responde tocándose la cabeza–. ¿A este niño no lo ha visto un genetista? ¿No lo han evaluado en IDEA? Vamos a hacerle ya una resonancia cerebral, un electroencefalograma y, luego, lo mandamos a IDEA. ¿Cómo es que nadie se ha dado cuenta de qué tiene este niño? ¡Hay que tratar eso ya!

–¿Y qué es IDEA? –atino a preguntar, mientras miro a Pablo, que en ese momento está explorando los rincones de la habitación, siempre con su cabecita a medio lado.

–Un sitio donde hacen exámenes para detectar problemas metabólicos, es muy bueno –agarra los papeles y me hace señas para que lo siga.

Tomo a Pablo de la mano y nos vamos detrás del pediatra al cuarto de al lado, el de su oficina.

–Le voy a dar una orden para que vaya a IDEA –deja de hablar y concentra su atención en Pablo. Lo mira de frente, reconoce su cabeza con sus manos, mira sus ojos, su boca, las palmas de sus manos–. ¿Tiene ojos oblicuos?

–Bueno… Son más redondos, pero cuando está decaído, como hoy, se le ponen así. ¿Problemas metabólicos?

–Sí, podría ser que no esté procesando bien alguna sustancia, o algo genético, algo que esté causando algún tipo de retraso, un síndrome. Usted es comunicadora social, usted sabe de qué le estoy hablando.

–Sí, más o menos…

–Vamos a hacer esos exámenes. Estoy seguro de que eso viene de aquí –vuelve a tocarse la cabeza–, pero yo soy pediatra, tenemos que buscar a un neurólogo, un buen neurólogo.

Genético. Eso sí que eran palabras mayores. Aunque no sé exactamente qué tanto puede implicar, sí sé que las condiciones genéticas son irreversibles. Retraso mental, síndrome, sustancias… Piernas, por favor, sosténganme.

Me da un montón de papeles –informes y órdenes–, dice que lo llame apenas vaya saliendo cada resultado, hablamos de un neurólogo infantil que me recomendaron, él lo conoce, al parecer es bueno. Le digo que pediré la cita, me dice que primero lo va a llamar él para hablarle del caso. Me da la mano, nos despedimos.

Ya en el pasillo, con Pablo dormido, plácido, en el coche, saco el teléfono para contarle todo a mi esposo. Atiende. La voz no me sale.

3

Amanece. Me da igual, para mí aún es de noche. Mi cerebro se niega a trabajar en otro asunto que no sea Pablo. Google me tienta, escribo en su ventanita: síndrome genético, cabeza inclinada, ojos oblicuos, carácter irritable… Mil resultados coinciden, ninguno me gusta, qué problema con Google. Me alejo de la portátil, sólo mirarla me molesta. Vuelvo a mi cama, allí paso el resto del día haciéndome una y otra vez las mismas preguntas: ¿Qué es lo que tiene Pablo? ¿Se curará? ¿Y cómo vamos a hacer cuando crezca, cuando sea un adulto? ¿Se podrá desenvolver solo? ¿Llegará a ser un adulto? Menos mal que mi mamá no fue a trabajar y se llevó a Pablo.

Luego de las veinticuatro horas de parálisis, hago una lista de asuntos pendientes y empiezo a hacer llamadas y cuadrar citas para todo lo que mandó a hacer el pediatra. El sábado es el encefalograma: “Que se duerma tarde la noche antes”, me indican. El martes es la resonancia: “A esa edad no colabora, hay que sedarlo, el precio incluye el pago del anestesiólogo”. Comunicarme con IDEA me cuesta más, son varios los intentos antes de que me atiendan el teléfono, tengo que ir para que tomen las muestras “el jueves a primera hora, por orden de llegada”.

Me llama Nieves Berti, me dice que ya conversó con el neurólogo, que si puedo ir esa misma tarde porque el asunto lo amerita. Claro, yo voy, a qué hora, dónde, voy saliendo. Llamo a José Juan, mi esposo, le cuento. “Nos vemos allá”, me responde. Me echo un baño, visto a Pablo, pido un taxi por teléfono y nos vamos a la clínica. Luego de unas cuatro horas de espera en un pasillo estrecho lleno de niños y familiares, nos atiende el especialista. Es un caso complejo, dice. Para comenzar ordena una evaluación de potenciales evocados, un examen que te dice si el cerebro se está comunicando bien con ojos y oídos. Nos propone que las consultas siguientes sean en el Hospital Pérez Carreño (un centro del Seguro Social especializado en neurocirugía, situado al oeste de Caracas). Allí lo puede evaluar todo el equipo de neurología infantil y, además, ahorramos. También nos remiten para otros exámenes específicos en el Hospital Universitario.

Al día siguiente, luego de cuadrar los nuevos pendientes, llamo al pediatra, al otro, el que nos mandó a mí y a Pablo a revisar nuestra relación. Me atiende, seguro está sentado en su mesa de vidrio súper moderna, frente a su computadora haciendo láminas en Power Point o paseando en Internet. Le cuento lo que me dijo Nieves Berti, que nada de lo que me han dicho es, que cómo es posible que nadie se haya dado cuenta de que puede ser algo genético o neurológico. Me responde que es muy fácil criticar a los demás, que si es neurológico es posible que se cure, pero si es genético, no. Que ojalá todo salga bien y este nuevo doctor sí dé con lo que tiene Pablo.

Termino la llamada y mi relación con el doctor Power Point. Nunca me llamó para saber qué había sido de Pablo, pero sí me envió una invitación para ser “amigos” en Facebook que, por cierto, rechacé.

4

La estructura del Hospital Universitario de Caracas es imponente y hermosa, pese a los tarantines improvisados en el patio central, a los vendedores de café en los pasillos, los carteles mal puestos y la pintura de cualquier color y la fila de más de veinte personas con caras de hastío que esperan el único ascensor que funciona.

En el piso cuatro se encuentra Neurología Infantil. Allí la estética es irrelevante, lo importante es resolver: el papel periódico es excelente para que quienes transitan por el pasillo no miren a través de las ventanillas de las puertas, y las sábanas son los mejores divisores de ambientes. Pregunto por la doctora Débora… Nadie recuerda su apellido, ni siquiera yo. “Espérela por allá, donde está la reja ‘beis’. Toda esa gente la está esperando”, me dice una enfermera. Nos unimos al grupo.

Sentados en nueve incómodas sillas y en el suelo y de pie, hay diez madres, diez niños y algunos padres. Muchas de las madres llevan a sus bebés en el regazo, y hablan entre sí. Dos de ellos, los más pequeños, son prematuros. Hay otros dos que apenas pueden moverse, nadie dice qué tienen. También hay pequeños que caminan y, con pasitos inestables, recorren el piso rojo tostado lleno de imperfecciones de la mano de mamá o papá. Todos los niños están allí para el examen de potenciales evocados, es decir, para que revisen si su cerebro está mandando bien las órdenes a sus ojos y sus oídos. Todos están en etapa neonatal. A todos los van a sedar. Por eso no pueden dormir ni comer durante la espera, de hecho, su última comida fue la noche anterior.

A las diez de la mañana, el llanto desesperado de los bebés y los susurros de las madres en un intento de calmarlos es la banda sonora del pasillo. Débora llega dos horas después de lo programado. Camina lo más rápido que le permiten sus diminutas piernas. Su ropa deportiva luce ajada, así como su cabello. Saca un manojo de llaves, le cuesta encontrar la que encaja en la cerradura, abre la reja beige.

–¡Justicia! –dice en voz alta la mamá de uno de los bebés que casi no pueden moverse.

–¿Justicia? Injusticia es que vengo de ver a mi papá que está grave en una clínica y que aquí no haya más nadie que pueda hacer los exámenes. Antes había dos más, pero se fueron del país. Ahora yo atiendo todos los turnos.

5

Hoy a las ocho de la mañana es la cuarta consulta en el departamento de Neurología Infantil del Hospital Pérez Carreño. A las dos primeras fuimos los tres, Pablo, José Juan y yo. Luego nos acompañó mi mamá –no es bueno que José Juan abuse de los permisos en la oficina–. Esta vez vamos sólo nosotros dos. Cada semana madrugamos, hay dieciocho estaciones del metro entre mi casa y La Yaguara, pero no me gusta viajar en el subterráneo, no con Pablo, por eso los taxis se han convertido en la mejor forma de desplazarme –y en una renta mensual–. Caracas es complicada.

En la primera consulta cuatro médicos auscultaron a Pablo. Nos hicieron el respectivo interrogatorio sobre síntomas y antecedentes familiares y se quedaron con todos los exámenes para revisarlos con calma, especialmente las imágenes de la resonancia, en las que, según el informe, había una observación de algo híper intenso –que casi no se ve en la imagen– y “se sugiere repetir el estudio con contraste”. Para la segunda visita, se incorporó al grupo una doctora que, me dijeron, había resuelto casos muy complicados. Cuando llegó no dio los buenos días ni me miró.

Tras un par de horas de espera, me indicaron que lo de la región híper intensa podía ser un ACV. ¡Un accidente cerebro-vascular! ¿Y cómo no nos dimos cuenta? Claro, era muy pequeño, ni siquiera se paraba en esa época, tampoco podía decir nada. Un ACV, mi pobre Pablo.

A la tercera consulta fui muy ansiosa. Buena noticia: no es un ACV, dos expertos en imágenes revisaron las placas y concluyeron que era un detalle normal en la formación del cerebro. La doctora que no da los buenos días se acercó a hablarme, empezó explicándome que hay cosas en Pablo que no son frecuentes en otros niños de su edad, por ejemplo, eso de que sea tan independiente –si yo no quiero acompañarlo a inspeccionar el lugar, se va solo–, su mal humor, el rechazo a los alimentos sólidos… Dijo que había que hacerle una evaluación neuro-conductual y, con una sonrisa condescendiente, se fue.

La cuarta visita es la de la evaluación neuro-conductual. A estas alturas no me molesta hacer la cola de treinta personas con Pablo en brazos para tomar el ascensor que funciona en la planta baja del hospital, ni tener que pararme firme para que no se me adelanten los más vivos. Tampoco me impacta cruzarme con camillas que llevan hombres con vendas llenas de sangre ni con cuerpos en sillas de rueda que parecen no tener alma.

Estuve averiguando y el asunto neuro-conductual tiene que ver con autismo y otros trastornos que, pese a los avances de la medicina, no tienen tratamientos muy precisos. Mientras espero a las especialistas, el jefe del grupo me llama y me da una receta para Pablo, unas pastillas que “lo van a ayudar”. Le pregunto qué son, qué hacen. Es algo que ayuda a niños “como él”, me responde. Volvemos a la sala de espera y, tres horas después, llegan las especialistas.

Una, la más alta, es neuróloga infantil; la otra, la que tiene cara de buena, psicopedagoga. Pasamos a un consultorio. “Bueno, vamos a ver esto rápido, me tengo que ir ya, estoy retrasadísima”, dice la alta; la buena sonríe. Me preguntan sobre mi preeclampsia en el embarazo, les digo que no tuve preeclampsia, que el líquido amniótico empezó a disminuir y por eso me hicieron cesárea, para evitar un daño mayor. “Bueno, eso es lo que dice en la historia”. Revisan a Pablo, hablan entre ellas, las oigo murmurar que parece que las fontanelas se cerraron antes de tiempo. “Y la resonancia dónde está, ah, por aquí –dice la neuróloga, tomándola de la mesa de al lado–. Ni la he visto. Vamos a hacer algo, mejor vénganse la semana que viene bien temprano y, con calma, hacemos el test”.

Esa otra mañana de julio, la de la evaluación neuro-conductual, le digo a mi esposo que nos acompañe, pero no le digo el por qué, no quiero sugestionarlo. Al llegar al hospital, nos hacen pasar a lo que parece ser un salón de clases. Nos acompañan las tres especialistas: la alta, la buena y la de la sonrisa condescendiente. Llevan una cámara y cajas llenas de jugueticos, tacos, letras de foami, muñecas, carritos y animales. Nos dan una hoja.

Es el test para diagnosticar el autismo. Se trata de una serie de preguntas que sólo pueden tener como respuesta Sí o No: Interés por otros niños, interacción con adultos, juegos imaginativos, reacciones afectivas y emocionales… Hay pruebas diferentes para cada etapa; la que nos dieron era para niños de dieciocho a sesenta meses. Sentados en pupitres, respondemos el cuestionario con dudas, es difícil resumir algunas situaciones con un Sí o un No. Tras entregar el papel, vienen más preguntas. La alta es quien interroga, la buena empieza a jugar con Pablo y el montón de jugueticos buscando interacción, José Juan se levanta para acompañarlos. La de la sonrisa condescendiente se sienta en un pupitre más allá, como a dos metros de donde estamos.

–¿Pablo camina de punta?

–Sí, desde que aprendió a caminar solo lo hace, es jugando, le divierte.

–¿Hace contacto visual?

–Sí, claro.

–Pero, ¿la mira a los ojos?

–A veces que está muy decaído y anda como distraído, pero sí, sí me mira directamente.

–¿Responde cuando lo llama?

–A veces no hace caso, pero es por rebeldía.

–Pero, ¿responde cuando lo llama? ¿Alguna vez ha pensado que es sordo?

–Nunca he pensado que Pablo es sordo –volteo a ver a mi hijo, la de la cara de buena le ha dado una muñeca para que haga como si le está dando tetero; él se le queda mirando.

–¿Responde cuando lo llama por su nombre?

–Él sabe que se llama Pablo desde que tenía días de nacido. Reacciona cuando escucha su nombre.

–¿Hace movimientos estereotipados con las manos, aleteos, sacudidas?

–Cuando se emociona, acerca las manos a su cara y le tiemblan, sólo lo hace con emociones positivas, nunca cuando está molesto. Lo hace desde que tenía meses.

–¿Le gustan los objetos circulares? ¿Las ruedas de los carritos, las pelotas, por ejemplo?

–Le gustan los carritos, juega mucho con ellos. Las pelotas, normal.

–Mira cómo se queda viendo las ruedas –le dice a la especialista con cara de buena al ver a Pablo jugando con un carrito. En efecto, Pablo le ha mirado las ruedas.

–A los varones le gustan los carros, ¿no? –pregunto.

–Sí… pero mira cómo ve las ruedas –dice la alta a la cara de buena–. ¿Hace contacto visual?

–Sí, ya le dije que sí. Pablo siempre ha estado conectado con su entorno y con nosotros, Pablo siempre ha estado aquí.

Dos semanas después de la evaluación neuro-conductual, fui por segunda vez a la Fundación de Estudios Avanzados IDEA, una institución pública que, en el área de salud, realiza pesquisas neonatales para detectar retraso mental y estudios específicos para diagnosticar enfermedades de origen genético o metabólico, entre muchos otros. Pese a lo avanzado de sus técnicas y equipos, los precios de sus exámenes son más un pago simbólico que una tarifa. Me lleva Katy, mi hermana, madrina y mejor amiga de Pablo. IDEA está en las afueras de Caracas.

La primera vez le hicieron exámenes de aminoácidos, biotinidasa cualitativa, T4 Libre y TSH. Ahora toca ácidos orgánicos y cistina-homocistina. No tengo idea de qué significan todas esas palabras y siglas, lo único que sé es que si alguna sale alterada puede ser una mala noticia.

Ese día también tenemos cita con la doctora de allí. Es neuróloga pediatra y se ha encariñado con Pablo: le habla con dulzura y suspira por “esa cara de muñequito y ese cabello, qué cabello más hermoso”. Le cuento que recién le hicieron el test del autismo y que, según las especialistas, él está en el espectro autista, pero que a mí no me gustó esa evaluación, me pareció direccionada. Lo examina, lo observa, revisa las placas –las llevo a cada consulta.

–Es cierto que hay detalles, pero no son para dar un diagnóstico aún. Te voy a dar los datos de un sitio que me han recomendado varias mamás. Allí hacen evaluaciones neuro-conductuales, tal vez sería bueno que la repitieran y, así, tienen una segunda opinión.

–Buena idea –le digo. Agarro el papel naranja en el que acaba de escribir y lo meto en mi bolso.

Al llegar a casa empiezo a buscar información sobre ese sitio, quiero más referencias antes de llamar. Gracias al todopoderoso Google me entero de que una de las expertas en asuntos neuro-conductuales que evaluó a Pablo es asesora de ese lugar y de unos cuantos centros más dedicados a tratar ese tipo de trastornos. Arrugo el papel naranja y lo echo a la basura.

6

Actualizo a Nieves Berti: el neurólogo nos remitió al fisiatría, allí mismo en el hospital, y recomendaron fisioterapia y terapia ocupacional. Ya tengo dos meses yendo cuatro mañanas a la semana y no veo cambios. Igual pasó con la medicina que le mandaron, la que es para niños con problemas neuro-conductuales, no vi cambios y no se la di más. En fisiatría también me dijeron que lo de Pablo podía ser un problema del oído, algo que le afecta el equilibrio, pero un otorrino lo evaluó y nada, todo está normal. Pedí cita con el neurólogo para saber qué más íbamos a hacer para dar con el diagnóstico y nos dijo que ya había diagnóstico: autismo. Nos remitieron a un centro de desarrollo integral, al que no hemos ido. No estoy de acuerdo. Le digo que quiero ir a ver a la genetista de la que me habló hace tiempo, ¿se acuerda?

–Claro, ésa es Aída Falcón, es internista y es la mujer que más sabe de genética en este país. Es que no sé por qué han perdido tanto tiempo con lo del autismo. Yo estoy seguro de que ese problema viene de la cabeza. Le voy a hacer un informe detallado del caso, para que se lo lleve a Aída.

Como siempre, Hernán Nieves Berti cumplió su palabra.

Aida Falcón no había comenzado a examinar a Pablo, cuando nos dijo: “Nada de centros o colegios especiales, este niño no es autista”. Luego, la mujer que más sabe de genética en Venezuela le hizo un detenido reconocimiento y nos indicó los pasos a seguir: dos exámenes que no sabía de qué se trataban y una resonancia cerebral, con contraste. Si todo salía normal, haríamos exámenes genéticos para descartar síndromes.

En diciembre de 2009 salen los resultados de la resonancia cerebral con contraste: LOE en el tallo cerebral, es decir, lesión que ocupa espacio en el tallo cerebral, es decir, Pablo tiene un tumor en el tallo cerebral.

7

Pablo, José Juan y yo estamos en el piso cinco del Hospital de Niños. Esperamos a Victoria Lozada, la neurocirujana que nos dirá qué vamos a hacer. Hace cinco minutos nos dijo que pronto nos atendería, está terminando de hacer la ronda por las habitaciones. Es el área de hospitalización.

Como en cualquier comunidad, quienes viven en el pasillo de neurocirugía infantil tienen sus reglas: los niños sólo pueden estar con sus madres, los padres y demás familiares deben respetar la hora de visita –literalmente–, el tono de voz debe ser adecuado, así como la ropa –nada de shorts, escotes o batas cortas–, y cada comida se sirve con puntualidad. Los niños de esta comunidad vienen de orígenes diversos –de Caracas, del interior y hasta de fuera del país–, pero tienen algo que en común: el gran tamaño y particular forma de sus cabezas, producto de hidrocefalias, tumores y cirugías. A las madres las une la esperanza en la mirada.

En neurocirugía infantil tienen capacidad para hospitalizar a catorce niños y, a veces, recluyen a otros tantos en áreas vecinas. Cuando uno de estos pacientes es dado de alta, suele haber entre veinte y treinta niños esperando por esa cama. Victoria habla con la mamá de Ángelo, uno de los niños que ocupan las catorce camas. Tiene trece meses, viene de Barinas (región a quinientos kilómetros de Caracas) y su mamá lleva dos semanas viviendo en el pasillo. Tenía hidrocefalia y le colocaron una válvula. Al parecer, también tiene hipotonía. No sabían la causa hasta que dieron con una formación alargada que va por su cervical. Victoria le explica a la mamá que hay que operar. “Pero, ¿se va a salvar, doctora?”.

Termina la ronda, todos pasamos al consultorio, allí están otros dos neurocirujanos que forman parte del equipo, un hombre y una mujer. “Este es Pablo, el niño del que les hablé, y estos son sus papás”. Tras los saludos de rigor, la doctora mira las placas a contraluz, los otros se acercan. Se voltea, se aproxima a nosotros y sentencia: “En estos casos, el pronóstico no es bueno. El tumor está en el tallo cerebral y miren cómo la parte inferior se va hacia la médula. No es una ubicación común”.

De su boca siguió saliendo algo como que a Pablo le van a abrir su cuello por la parte de atrás, van a moverle una vértebra, la primera, y quitarle un pedacito de la parte posterior del cráneo, van a cortar músculos y tejidos hasta llegar a la base de su cerebro, pero sin tocar mucho porque el tallo controla todas las funciones del cuerpo y pueden causar daños permanentes. Todo esto es sólo para tomar una muestra de la pelotica, es imposible sacarla quirúrgicamente. Además del riesgo de dejar secuelas, también hay riesgo de paro respiratorio y de paro cardíaco. Al salir del quirófano va a terapia intensiva, allí le pondrán un respirador y estará, al menos, cuarenta y ocho horas, de acuerdo a su evolución. Si todo sale bien, luego vendrá un lento proceso de recuperación en el que deberá estar inmóvil y usar un collarín rígido.

–Nosotros tenemos la obligación de decirle todo a los padres, lo único que no decimos directamente es que puede que no salgan vivos del quirófano –dirá Victoria Lozada, un mes después.

En el carro, de vuelta a casa, José Juan y yo nos miramos, vemos a Pablo en el asiento de atrás jugando en su silla con un carrito. Volvemos a mirarnos, sonreímos. José Juan enciende la radio, Gustavo Cerati nos consuela cantando “Un lago en el cielo”.

8

Es hora. Entra Victoria Lozada y una enfermera la sigue. Nos dice que ya todo está listo, que podemos acompañarlos hasta la entrada del quirófano y que a Pablo le van a cortar el cabello. Entonces es cuando detallo a la mujer a quien le estoy confiando la vida de mi hijo: es pálida, de cabellos claros, no muy alta, menuda, muy menuda. A primera vista es frágil, pero esa sensación desaparece cuando recuerdo que tiene cerca de quince años abriendo cabecitas todas las semanas.

Con Pablo en brazos, camino junto a José Juan, la doctora Victoria y la enfermera. Atrás se quedan nuestras familias. “Hasta aquí”, dice la enfermera, se acerca, me quita a Pablo y se lo lleva al otro lado de la puerta de cristal. José Juan y yo nos abrazamos, lloramos en silencio.

En las siete horas que Pablo estuvo en ese quirófano del Instituto Diagnóstico, pasaron varias cosas: los vecinos de la cuadra se reunieron a rezar; Freddy, el vigilante de nuestra calle, se convirtió en vocero oficial y atendió a cada una de las personas que le preguntaban si ya se sabía algo; la mamá de una amiga hizo una especie de ritual energético desde México para enviar buenas energías. Pasaron amigos sólo a decirnos que allí estaban. Y llegó Hernán Nieves Berti, quien no se movería de su silla hasta que terminara la operación.

Son cerca de las nueve de la noche cuando una enfermera nos dice que vayamos al piso de arriba. Pablo está en terapia intensiva y la doctora quiere hablar con nosotros. No hay tiempo para esperar el ascensor, José Juan y yo corremos como niños escaleras arriba y llegamos sin aliento a la puerta de la sala. Victoria nos recibe vestida de azul.

Sólo pudieron tomar una muestra muy pequeña, como un pellizco, la lesión estaba muy profunda, incrustada en varios pares cerebrales: el cervical, que es el que lo tuerce; uno facial, que hace que el ojo llore y tuerza la comisura; y otro que tiene que ver con respiración, deglución y habla.

–Ahora tiene el respirador, y hay que esperar unas horas para ver cómo evoluciona –explica la doctora con inconfundible acento andino–. Todo salió bien… y no le cortamos el pelo.

Al pronunciar esa última frase, vi sonreír a Victoria Lozada, por primera vez.

9

José Juan y yo estamos sentados frente al doctor Augusto Pereira. Sobre el escritorio que nos separa, el médico va trazando una suerte de estrategia –con sus tácticas correspondientes– que vamos a poner en marcha para ganar esta guerra. Se vale de cuadros, flechas y esquemas para que comprendamos su idioma. Habla poco a poco, como un profesor paciente, y yo le creo todo lo que nos dice.

En Venezuela hay unos cuarenta oncólogos pediatras, el doctor Pereira es uno de ellos. En 1998 comenzó a trabajar en el servicio de Oncología del Hospital de Niños, el lugar que recibe más niños con cáncer en el país –entre ciento treinta y ciento cincuenta casos nuevos al año– y hoy es jefe del área.

El doctor Pereira también atiende pacientes en su consultorio del anexo del Hospital de Clínicas Caracas. Es allí donde conversamos.

–El tumor de Pablo es un astrocitoma pilocítico, quiere decir que es de tipo 1, benigno, pero los estudios patológicos que mandamos a hacer después en San Román, los más avanzados, dicen que tiene un leve componente maligno.

–¿Y eso qué quiere decir?

–Lo primero que elimina la quimioterapia es la parte buena, por eso tenemos que tratar de eliminarlo todo: la parte mala es la que va quedando.

–Entiendo.

–Vamos a comenzar los ciclos de quimioterapia. Primero será todos los jueves, sin descanso, por diez semanas. Luego será tres jueves sí, uno no, y así iremos espaciándolo hasta que sea un jueves al mes.

–¿Y se va a sentir mal? ¿Qué efectos secundarios tiene?

–Vamos a colocarle vincristina y carboplatino. No son de las más fuertes, pero hay que tener cuidados especiales: todas las semanas hay que colocarle Recormón, una inyección para subir la hemoglobina, no puede estar con animales ni ir a la playa ni al campo ni llevar sol. La casa debe estar muy limpia, no debe jugar en el suelo. Es normal que bajen las defensas, las plaquetas también. Hay que hacer exámenes de sangre cada semana, días antes de la quimioterapia y hay que estar prevenidos con alguien que pueda donar sangre, si hace falta, alguien de su propia familia, preferiblemente.

–Yo soy O negativo, igual que él, puedo donar, mi hermana también.

–Bien. También es probable que vomite, tenga quebranto y la cabeza caliente después de cada sesión, que se canse más de lo normal y que se le caiga el cabello, quizás no todo, pero si algo, que se le ponga débil.

–Su pelo…

–Cada tres meses le haremos resonancias cerebrales con contraste y, cada seis, espectroscopía, un examen que detecta la actividad tumoral. Tienen que buscar las medicinas en el Seguro Social de Los Cortijos, ya les doy las fichas para que las retiren y, si no hay, deben comprarlas en BADAN.

–¿BADAN?

–Banco de Drogas Antineoplásicas, allí se consigue casi todo, eso sí, son medicinas caras. Muy importante: hay que colocarle un catéter interno, vamos a meterle sustancias tóxicas y eso desgasta sus venas y, con una vía normal, corres el riesgo de que se derrame y lo queme.

–¿Cuánto durará el tratamiento, doctor? –pregunta José Juan.

–La proyección es que dure doce meses, si todo sale bien. Si con la quimioterapia no hemos podido eliminar el tumor, tendremos que pasar a radioterapia que, en este caso, sería radiocirugía, porque es la más precisa y, por la ubicación, no podemos arriesgarnos. Pero la radio sí puede dejar secuelas: neurológicas, en el crecimiento, intelectuales… Espero que no tengamos que llegar allí.

–Entiendo. Doctor, tengo una duda, si es benigno, no es cáncer, ¿no?

–Sí lo es. Hace unos años la Organización Mundial de la Salud declaró que todos los tumores cerebrales son cáncer porque todos, benignos o malignos, pueden matar al paciente, si crecen.

–Entonces sí es cáncer…

10

El 18 de febrero de 2010 Pablo comienza a recibir quimioterapia. Todos los jueves a mediodía, religiosamente, tomamos un taxi de La California a San Bernardino, con el morral preparado para la ocasión: pañales, ropa de repuesto, carros varios, un tetero, un envase con Pediasure, otro con leche y otro con cereal, cuentos, un DVD player y, muy importante, videos (Backyardigans, Pocoyó, Como perros y gatos, Cars, La era del hielo 3, Toy Story). Allí pasamos la tarde, tranquilamente: yo leo, él pinta, juega, mira sus películas, habla con sus compañeros de consulta… Casi siempre terminamos cerca de las cinco de la tarde. A esa hora ningún taxista quiere llevarnos a casa, hay mucho tráfico y vamos al otro extremo de la ciudad. A veces nos vamos a la oficina de mi mamá, otras, a la de mi esposo, para poder regresar.

Todas las semanas vamos al laboratorio, él sabe que lo van a pinchar, pero nunca se niega a entrar ni a saludar a los amigos que ha hecho allí: el bioanalista, la secretaria y la enfermera que le toma la muestra. Todos los meses nos acompaña, personal o virtualmente, Rosario, la enfermera que atiende cualquier consulta, duda o inquietud a cualquier hora, siempre con una sonrisa. Todos los meses, sin falta, un amigo de la familia nos hace el favor de retirar las medicinas de Pablo en el Seguro Social; él también tiene cáncer. Todos los meses tenemos que comprar las medicinas que el Seguro no tenía y pagar el tratamiento oncológico. El monto es alto pero, el tiempo que estuvimos sin seguro –la póliza se agotó con la operación–, la empresa donde trabaja mi mamá, primero, y la agencia donde trabaja mi esposo, después, pagaron todos los gastos.

El 20 de marzo de 2010 tomé la primera foto de Pablo con la cabeza erguida y una gran sonrisa. En mayo de ese año, la resonancia nos dijo que sólo quedaba un pequeño rastro del tumor, pero había que seguir hasta que no quedara nada o, si quedaba algo, que no estuviese activo, como dijo el doctor Pereira. Para llegar a nuestra meta, en diciembre de 2010 aumentaron las dosis de carboplatino y vincristina. El miércoles 9 de marzo de 2011 asistió a su última sesión de quimioterapia. Nunca recibió una transfusión, ni se le cayó el cabello.

Pablo mastica y traga, sus comidas favoritas son la “carnita”, la pasta y el risotto. Va al preescolar a diario, su mejor amigo se llama David y les encanta jugar con carritos y superhéroes. Su otro mejor amigo es el Rayo McQueen, el protagonista de Cars, duerme con él y siempre lo ve en las películas o en YouTube. Hace rato que se aprendió el abecedario, los números, los colores y los nombres y sonidos de todos los animales y jamás falta a una clase de inglés. Le encanta vestir como su papá, ir al cine, la música, los libros y que recemos el ángel de la guarda cada noche antes de dormir.

En los meses siguientes al tratamiento oncológico hemos obtenido buenos resultados en todas las evaluaciones que le han hecho para descartar posibles secuelas de la quimioterapia y de la lesión en diferentes áreas -neurocirugía, endocrinología, oftalmología, fisiatría, otorrinolaringología-, y los estudios de imágenes dicen que todo está bien en la zona de peligro.

También en estos meses, por una u otra razón, me he cruzado con algunos médicos que preguntan sobre el caso y, cuando les respondo, entre alarmados y aleccionadores, me espetan que cómo tardamos tanto en dar con el diagnóstico, si era algo tan obvio, “con hacer una resonancia bastaba”. Podría hablarles de toda esta odisea, explicarles que no siempre es tan fácil, discutirles, pero prefiero decirles cualquier cosa y guardar mis energías para asuntos importantes, como que mañana salimos de viaje. Pablo irá a la playa luego de más de dos años, quiere llevar unos lentes de sol y yo no he terminado de hacer su maleta.

 

Epílogo

El 10 de enero de 2013 realizaron a Pablo la evaluación semestral de costumbre, un examen llamado espectroscopía que mide la actividad tumoral en la zona afectada –así ya no exista la lesión, aún queda un registro leve-. Demoraron más de la cuenta en la evaluación, una hora. Empezaba a preocuparme cuando el médico encargado se acercó sonreído y nos explicó que, pese a que hace casi dos años que finalizó la quimioterapia, Pablo está mejor que el semestre anterior. Al ver los resultados, su oncólogo dijo que su recuperación está por encima del promedio en casos como el suyo. Su pediatra siempre repite que el niño es un milagro.

 

Texto publicado en el libro «Desvelos y devociones. El pulso y alma de la crónica en Venezuela 2011». Bigott, 2012.