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Un centro educativo en el populoso barrio de Petare, en Caracas, se transforma en la temporada vacacional en un lugar recreativo para niños con discapacidades y necesidades especiales. Un ejemplo de inclusión en el que la diversidad es el nexo esencial para la convivencia y el respeto a lo singular, la norma para exaltar lo extraordinario.

Algunos niños hablan entre ellos. Los que no, están mirando quién sabe qué mientras el recreador cuenta una historia que apenas puede oírse. Son 56. Ninguno corre, ni salta, ni grita. Están sentados en el piso de la cancha del Instituto Universitario Jesús Obrero (IUJO), de la comunidad de Mesuca, en Petare, el barrio más grande de Caracas ubicado al este de la ciudad. 

Cinco profesores-líderes, cinco estudiantes-acompañantes, otro recreador, un papá presto para lo que salga y parte del equipo de la institución están atentos por si ocurre algún imprevisto entre la muchachera. Aquí, un salto, más que un reflejo de entusiasmo, es una alerta que se atiende de inmediato en este tercer plan vacacional para niños con condiciones y necesidades especiales.

Este espacio, la universidad Fe y Alegría de Petare —como también se le conoce al centro educativo— se convierte por estos días en lugar para la recreación de niños entre cinco y doce años, de los que al menos la mitad tiene alguna condición como el autismo de alto nivel de funcionamiento, asperger (una variación del autismo), déficit de atención, hiperactividad y discapacidad intelectual leve. 

Los pequeños comparten, se adaptan y se relacionen entre sí. Este año hay una novedad: la inclusión de niños sin discapacidad. Aunque todos los participantes poseen alguna dificultad de aprendizaje, o se encuentran en estado de vulnerabilidad social y cada uno de ellos son especiales por el hecho de ser niños.

En la mañana se aprenden frases y canciones que los ayudan a seguir normas e instrucciones básicas. Una actividad que en otro plan vacacional tomaría pocos minutos, en esta cancha dura todo el tiempo que sea necesario. Lo usual aquí es que la respuesta al recreador que dice “¡Oído!” sea escuchar el zumbido de la mosca u organizar a los niños en forma de círculo demore varios minutos. Ellos suelen permanecen inmóviles porque no saben agarrarse de las manos. O caminan a donde quieren porque muchos no entienden qué está sucediendo. La normalidad en este ámbito es que toda directriz sea repetida por líderes y acompañantes una y otra, y otra vez. Y una vez más, grupito por grupito, niño por niño, siempre con el mismo ánimo. Y cuando se logra el semicírculo, la otra mitad ya es un semihexágono.

El conteo de los niños para armar las cinco patrullas es otro reto: son pocos los que saben contar y entienden que deben agruparse según el número que les corresponde. Son los líderes y acompañantes quienes los clasifican del uno al cinco como repasando los primeros cinco números que se aprenden para la vida y que en cada conteo, los niños vuelven a olvidar. Basta con que hagan una fila recta o en zigzag. Es suficiente que juntos emprendan la caminata hasta el salón de usos múltiples donde los espera la proyección de la película Coco —la animación de Pixar y Disney inspirada en la festividad mexicana del Día de Muertos— porque justo en ese momento, ocurre el milagro. Con eso basta para seguir adelante: todos van caminando uno detrás del otro, la aventura más divertida de todas las vacaciones.

Comienzan entonces a cantar:

La lechuza, la lechuza 

hace shh, hace shh. 

Todos calladitos 

como la lechuza 

que hace shh, que hace shh. 

Como es de suponer, la canción se repite muchas veces hasta lograr el silencio y la atención de la mayoría.

No es tan fácil. Sabemos que hay niños que se van a ir saliendo de la fila, pero necesitamos que los que presentan alguna condición o necesidad especial no sean tratados diferente, sino que puedan tener las oportunidades que otros niños tienen. Debemos atenderlos en esa diversidad. El trabajo de educación especial es ir evaluando las estrategias que vamos utilizando y ver qué puede funcionar explica Jenny Jiménez, directora del IUJO de Petare.

Empieza la película y Yuleidy —de ocho años, con hipoacusia, un retraso cognitivo e hiperactividad— se pasea entre los demás niños, se tira encima de ellos, grita, ríe, gatea, se arrastra. Los niños no lloran, no dicen nada, no ríen ni se ríen de ella, no la empujan, no la golpean. Aunque muchas caras contienen desconcierto e incomodidad. Una de las acompañantes del plan vacacional sabe qué hacer, muestra  a Yuleidy un pintadedos y un pincel:

Vamos para la casita dice con calma y dulzura mientras la toma de la mano para salir del salón.

La casita es el Centro de Atención Especializada del IUJO Petare que funciona desde hace un año para atender los casos de cada niño, realizar terapias familiares y jornadas de atención médica. Estar en la casita no es un castigo: Angélica —también de ocho años, con autismo leve, retardo del lenguaje e hiperactividad— mira cada uno de los juguetes con fascinación, apenas los toca. Juander —de once años y con autismo leve— arma un rompecabezas con detenimiento y concentración. Jesús —de cuatro años, con autismo leve— mueve un tren sobre la mesa mirando el funcionamiento de sus ruedas. Y Yuleidy se suma al grupo para pintar y mezclar colores junto con una de las líderes más pacientes.

Para ellos es una actividad recreativa. Para nosotros, un espacio de aprendizaje. Es poder manejar esas contingencias sin necesidad de angustia. Es poner el cuidado, pero cuidando que ellos (los niños) no se sientan limitados por el exceso de atención. Tenemos que estar abiertos a esos cambios. Todo está muy planificado, sin embargo, cualquier situación imprevista con un niño, nos da el vuelco completo a un proceso explica Ingrid Sanz, coordinadora del Centro de Atención Especializada.

Han detenido la película en el salón. Una de las acompañantes —ataviada con sombrero de esposa de Santa Claus, chal desgastado y bastón chueco— se ha convertido en una pariente lejana de Coco para reforzar los primeros valores: 

¿Qué nos enseña la película? 

Anderly —de ocho años— tiene la respuesta:

¡El amor por la familia!

Aplauden todos. Hasta quienes no sabían hacerlo. Al unísono parece que hay consenso que el amor y la familia son esos vínculos que se asocian para siempre y se aprenden desde niños, aunque no se tengan palabras para explicar. 

¿Por qué hay que amar a la familia? —pregunta la mujer con disfraz.

Steven —de nueve años— lo sabe: 

Porque hay que amarla, y respetarla, y cuidarla.

Han prestado atención no solo a lo que va de la película, sino a lo que han ido viviendo en sus propias escenas. Entonces, ¿para qué seguir buscando palabras cuando el lenguaje de las emociones habla con claridad? La proyección de Coco continúa tras una repartición de cotufas, mientras parte del equipo prepara los perros calientes del almuerzo.

Se acerca el final del primer día. Aún faltan seis y los mayores desafíos: tres paseos y el aumento paulatino de niños en cada una de las jornadas. El equipo del plan vacacional está más que listo con la incorporación de más profesores, estudiantes y las mamás voluntarias del programa Madres Promotoras de Paz, quienes se irán sumando. Aquí lo normal es que cuando se oyen los problemas y el desánimo, se repite, repite y repite: “el coraje de la esperanza”, lema que hace más de medio siglo el fundador del proyecto, el jesuita José María Vélaz, instauró.