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En la península de Paria, al noreste del estado Sucre, unas montañas fueron la tierra a la vista de Cristóbal Colón en su tercer viaje hacia América a finales del siglo XV. Quinientos años después, en esas mismas laderas verdes de la costa caribeña, José Tabares sembró sus raíces y hoy todavía recoge  cosechas junto a su caballo Camatrón

 

—Vamo a cortá más malojo y luego yuca. Te va a pica plaga pero, güeno, te rasca —me dice el señor Tabares mientras caminamos juntos a través de su conuco, en una de las fértiles montañas de Macuro.

Son pasadas las seis y media de la mañana y la brisa hace temblar las hojas de los maizales de la hacienda de José Tabares. La montaña verde intenso se alza muy cerca del lugar donde estamos. En estas tierras fijó su mirada Cristóbal Colón durante su tercer viaje en el año 1498. 

El señor Tabares, al igual que Colón, supo que lo que había descubierto en los años ochenta cuando llegó a estas tierras era más que otro pueblo costero del estado Sucre, en Venezuela. 

—Llegué aquí un vierne, me vine en un botecito. Desde el sábado trabajé y todavía toy trabajando –recuerda. 

La agricultura ha sido lo suyo desde que era niño. Siempre ha mantenido a sus seis hijos y a su esposa Josefina con lo que siembra. Hoy, a sus 68 años, sigue alimentando a los suyos con lo que cosecha y muchos macureños lo han seguido. Aquí acceder a la comida implica hacer un viaje de tres horas a través del mar, bordeando la península de Paria hasta cubrir los 40 kilómetros necesarios para llegar al pueblo de Güiria y entonces, tal vez, comprar comida. 

Desde el descubrimiento de Macuro y hasta la actualidad sólo se puede llegar al pueblo atravesando el golfo de Paria. Las carreteras que se construyeron en los años de la llamada Cuarta República parecen no haber alcanzado hasta ese pueblo que Colón llamó “Tierra de Gracia”. 

Sólo un bote peñero puede sacar a los macureños de su pueblo. Y salir se ha vuelto una necesidad, pues lo único que hay en Macuro para sobrevivir es lo que la naturaleza y el mar les proveen. Nada más.  

Sin tiendas, ni farmacias, ni supermercados para hacerse de artículos de higiene personal, medicinas y carnes, los macureños se ven obligados a ir a Güiria, uno de los pueblos vecinos y capital de ese municipio, para adquirir esos productos. 

Pero la creciente devaluación del bolívar, una inflación que sobrepasa el 100.000% según el Banco Central de Venezuela, una escasez de medicinas y alimentos de más de 80% anunciada por la federación farmacéutica, una economía dolarizada, la disminución de la capacidad productiva, una carretera en condiciones paupérrimas, y los ataques y robos constantes que sufren los vehículos en las carreteras del estado Sucre, hacen que sea difícil que los artículos de primera necesidad lleguen a Güiria, una situación que asfixia y deja sin opciones a los macureños. 

Por eso, para abastecerse de lo más esencial, la comida, los menos de 2.000 habitantes de este pueblo, el de las montañas verdes y fértiles, han encontrado oxígeno en la siembra de verduras y hortalizas. 

***

El señor Tabares ha tenido su conuco desde que llegó a Macuro. Siembra sus alimentos y los de su familia. Una práctica a la que se ha sumado la mayoría de los macureños en los últimos años, más por sobrevivencia que por vocación.    

Él va al conuco usando un pantalón de mono verde, botas altas de trabajo, una camisa de mangas hasta la muñeca sin abotonar, un saco, un machete y su sombrero de cuero, que no puede faltar. Camina en silencio y acaricia cada uno de los árboles que tocan su hombro.   

Es un hombre de 1,77 metros, brazos y piernas fuertes, y una abultada y redonda barriga. Su piel es oscura y sus ojos son tan pequeños que parecen estar cerrados. No lleva barba y usa un bigote de pelo blanco poco poblado. Tiene una sonrisa con la que transmite ternura, calidez y la inocencia de un niño.  

En el conuco, como los macureños llaman a las haciendas, el señor Tabares corta malojos de maíz para alimentar a sus tres burros. Uno de ellos es quien lo lleva en un viaje de tres horas hasta su otra hacienda: La Corona, ubicada casi en la cima de la montaña. 

—Se llama Camatrón. Es el avión presidencial —dice y sonríe. 

Sus ocurrencias nos sacan sonrisas a ambos mientras atravesamos el conuco. Y su carisma va creciendo a medida que el sol sube desde el Este.  

A las 7:07 de la mañana el frío que azota estas tierras en enero se mantiene. Una fuerte ráfaga de viento llega con su ruido ensordecedor y estremece una a una las matas de maíz y de yuca, luego las de plátano y auyama, y sigue hacia la montaña moviendo todo a su paso hasta perderse en la cima. 

Mientras tanto, el señor Tabares sigue en su labor y habla de todo lo que puede hacerse en estas tierras. 

—Aquí crece de tó, mija. Lo que tú lance en la tierra te va da una güena cosecha, y con la farta de comía eso ayuda mucho. Aunque a mí, gracia a Dio, no me hace farta ná.

La comida ha sido siempre un ausente en Macuro por la falta de un supermercado que la distribuya. En otras épocas, los macureños que contaban con peñeros y motores iban hasta Güiria a comprar comida y luego las vendían aquí. Esta práctica ayudaba a los menos afortunados. Sin embargo, la falta de bancos en Macuro hizo, desde siempre, muy difícil para sus habitantes la adquisición de efectivo. Y, por ende, les era complicado cancelar los productos que sus paisanos les acercaban hasta el pueblo. 

Como la principal fuente de ingreso siempre fue la pesca, eran los pescadores quienes tenían el papel moneda a su disposición y funcionaban como banca que ingresaba dinero a las calles de tierra y yeso de Macuro. 

Hoy, el difícil acceso a los repuestos para los motores, la gasolina, el aceite y el aumento del narcotráfico en las aguas de la península de Paria por su cercanía con Trinidad y Tobago, ha hecho que la actividad pesquera sea nula en Macuro, igual que el efectivo.  

*** 

El señor Tabares y yo avanzamos unos metros en busca de más malojo. Con su charapo, como él llama al machete, corta con facilidad cada uno. 

—Yo busco mi yuca, mi maí y mi plátano. Me como una arepa de maí trillao en el desayuno y cambio plátano por pescao pa comémelo en el almuerzo con yuca –cuenta. 

Esa es una práctica habitual por la falta de efectivo, cambiar un producto por otro, los agricultores ofrecen sus verduras a los pescadores y piden pescado a cambio. 

Una falta de efectivo que no sólo afecta a un Macuro sin instituciones financieras, sino que golpea cada rincón de Venezuela. La puesta en circulación de más billetes per cápita, el aumento del tipo de cambio y la imposibilidad de adquirir un producto con el billete de más alta denominación del cono monetario hacen que la realidad que siempre han vivido los macureños hoy toquen los bolsillos de cada venezolano.   

Tabares se detiene unos segundos y suspira, luego esboza una sonrisa cómplice y suelta:

—Cómo me gusta el pescao, chica. Lo único que no me gusta del pescao es buscalo, pero, ¡qué vaina tan buena! —y suelta una carcajada. 

A él no le gusta la playa y no sabe nadar. Desde que llegó nunca se interesó en la pesca. 

—¡No, mija, qué va! Demasiada agua pa mí solo —exclama sonriente. 

Los malojos de maíz caen una vez que la hoja del machete los atraviesa. Un hombre aparece entre los árboles y lo saluda. La hacienda sólo está delimitada por un hilo de alambre de púas. No hay puertas, portón o algún muro de seguridad.  

—A mí casi no me roban. Si me roban y lo encuentro, lo jodo –advierte.   

La falta de comida ha hecho que en las haciendas de los macureños se intensifiquen los robos que, según el señor Tabares, siempre han existido. Algunos han creado sus propias haciendas para no depender de los agricultores y otros buscan la forma más “sencilla” de obtener alimentos. 

—Antier le robaron a un muchacho de allá abajo 30 kilo e cacao y a otro, 50 kilo –susurra. 

*** 

Desde que estamos aquí, ya a las 7:47 de la mañana, han pasado montaña arriba cuatro grupos de personas. Todos saludan al señor Tabares. Es en la mañana cuando los agricultores expertos y principiantes de Macuro salen a sus conucos, como las personas de la ciudad al supermercado, a buscar ñame, ocumo, yuca, maíz o plátano para sus tres comidas. 

Luego de un rato de chistes, el agricultor más conocido entre los macureños amontona todo el malojo y los amarra con una cuerda. 

—Esto le dura a los burro un rato e comía. Yo les corto en la mañana pa que cuando venga de La Corona lo tengan ahí —explica.   

Cuando le pregunto sobre Macuro él sonríe cual hombre enamorado. Dice que no se arrepiente de estar aquí y que vive muy bien. 

—Yo no me mortifico. Cuando hay de comé la comía completa la como y cuando es fallo, también.  

Las personas que viven en Macuro no son suficientes para llenar el Aula Magna de la UCV. Cuando bajan de sus haciendas se dirigen directamente al muelle a esperar los pocos botes pesqueros y completar su comida. 

Podría pensarse que como Macuro fue el lugar donde Cristóbal Colón pisó tierra firme en América por primera vez, las carencias son ínfimas. Pero no. El pequeño pueblo se asemeja a un lugar en ruinas y sus coloridas calles están desdibujadas por el olvido. Una casa de estilo antillano con los colores opacos y las paredes agrietadas donde una familia hace panes para vender es lo más similar a una tienda que tienen los macureños. 

Lo demás deben buscarlo en Güiria, en un recorrido por el Océano Atlántico que está envuelto en el golfo de Paria. Pero Güiria está también azotada por la inflación y llegar allá es cada vez más difícil por la falta de botes. Así que los macureños deben sembrar lo que quieran comer, y rezar para no verse en la necesidad de buscar algún medicamento o medicarse con alguna hierba curativa, de esas que sobran en estas tierras. 

—Mija, allá en Güiria no se puede hacé ná. Yo pasé cuatro mese sin cobrá la pensión porque no había sistema en er banco y cuando fui pal mercao los puntos no tenían línea y la comía taba carísima. Tuve que pasá to el día de hambre. 

Ese relato hace que desaparezca su sonrisa. Suspira y agrega:

—Yo poco voy a Güiria. A vece que voy a comprá pollo o pan, pero de resto tengo lo demá aquí.

Las constantes fallas en el sistema eléctrico que desde hace más de 20 años afectan a Güiria, y con más fuerza a Macuro, convierten el pago electrónico en tarea imposible para los habitantes del municipio Valdez, que comprende todo el territorio entre Güiria y Macuro. 

Y, cuando logran solventar los problemas eléctricos, el frecuente robo de los cables de las redes que dotan de señal a los puntos de venta y al sistema de los bancos hace que güireños y macureños casi siempre regresen a casa con las manos vacías. En el caso de éstos últimos, a través de un recorrido de tres horas en peñero y sin la posibilidad de encontrar lo que buscan en su pueblo.  

***

Terminamos con el malojo y vamos por las yucas. El sembradío es abundante y las matas son de casi dos metros. Las plagas me pican a través del pantalón y en los brazos, pero no digo nada. 

Él sujeta con ambas manos los tallos de la mata de yuca, flexiona las rodillas para tomar impulso y levanta lentamente la raíz. Una vez que los pelos radiculares se asoman, se inclina un poco más y hala con fuerza. De la tierra brotan seis enormes yucas como hormigas de su nido.  

En un Macuro que se encuentra a 247 kilómetros de Cumaná los habitantes usan lo que tienen a su alcance para alimentarse, que no es poca cosa; la pesca siempre ha sido la principal fuente de ingreso en el lugar, a pesar de las limitaciones, la agricultura es fácil de trabajar y la caza de venados y lapas es también una manera de mantener lleno el estómago. Con esto los macureños se sustentan sin tener que salir del pueblo.  

Más de diez kilos de yuca extrajo el señor Tabares de cuatro de las matas que tiene sembrada. 

—Te voy a regalá un poco e maí cariaco —me dice y ambos caminamos de nuevo hacia los maizales.

***

El autosustento ha sido necesario para los macureños. De lo contrario su acceso a la comida sería una batalla contra el inmenso mar, la inflación, el desabastecimiento y la falta de transporte que los golpean cada vez con más fuerza en la cara y representan enormes contrincantes en la lucha para hacerse de ella y para conectarse con el resto del mundo.  

Hay una lancha que cubre la ruta de Macuro hacia Güiria. Está afiliada a la empresa petrolera Petróleos de Venezuela y hace el recorrido de manera gratuita, pero sufre constantes fallas y los macureños quedan atrapados entre sus propias montañas, su gente y sus cálidas aguas por días. En diciembre fueron sólo diez.  

La falta de transporte no sólo afecta la movilidad de los macureños, sino su acceso a la electricidad. Pues lo único que alimenta de corriente los hogares de este emblemático pueblo es una planta eléctrica, pero para que pueda trabajar necesita combustible (gasoil) y los barcos con la capacidad para llevar la cantidad suficiente pertenecen a PDVSA y están fondeados, hundidos o no funcionan. 

Esa planta eléctrica también sufre fallas constantes y los macureños no cuentan con los equipos ni el personal para ponerla rápidamente en funcionamiento. Es entonces cuando se encienden las velas y la agonía en las casas, ésta última por no poder congelar la poca comida que tienen. 

Por ahora la luz está presente en los postes que siguen encendidos durante el día. Ya son las 8:22 de la mañana y el señor Tabares corta seis mazorcas. 

—Esas te las lleva, las pone a sancochá y te acuesta a cométela mientra piensa pendejá –cuenta antes de soltar una carcajada que deja ver sus pocos dientes. 

Él recoge los malojos para los animales, yo tomo mis mazorcas y un señor que nos acompaña levanta el saco lleno de yuca. Los tres andamos en fila hasta su casa, que queda a pocos minutos. 

En la casa, Josefina riega las matas que tiene en el patio.

—Este es tomate cherry. Aquello es cebollín, ajo y aquí atrá está la mata de naranja —detalla. 

Cada segundo veo más fértiles las tierras de este histórico pueblo sucrense. Tabares me señala el patio de su casa. Ahí, en un corral casero con un bombillo incandescente sobre su fornida cabeza está su burro Camatrón, con su pelaje marrón brillante. Más atrás están los otros dos. 

—Aquello son los carro de los hijos míos morochos —dice sonriente refiriéndose a los burros—, el camión y el camioncito. 

Él ensilla a su burro y lo monta. Se dirige ahora a su otra hacienda. Josefina le pregunta si tomó la arepa y él afirma deprisa. 

—Mija, llévate esas yuca pa tu casa –dice el señor Tabares. 

—Y los plátano que tan ahí, también son pa ti –agrega Josefina. 

Entonces vuelvo a casa con más de diez kilos de yuca, cinco kilos de plátano, dos auyamas y seis mazorcas. También me llevo de tarea unas pendejadas en las que pensar.