Es un miriápodo con cientos, miles de patas. Primero son cuatro. De pronto son diez. Dos segundos después, son veinte personas. Y se multiplican vertiginosamente. Todas vestidas con franelas rojas y tomadas por la cintura, como si fueran a hacer el trencito de la Hora Loca. No sonaba «Vamos Negro pa’ la Conga», sino «Yankee, go home!», una y otra vez. Las manos en el cuerpo del otro evitaban la trampa: el coleo repentino.
Desde Maitana, un sector montañoso en las afueras de Caracas, partió caminando muy temprano un grupo y llega hacia las dos de la tarde del viernes muy cerca del patio interno de la Academia Militar, donde se realiza el velorio del presidente Hugo Chávez desde el miércoles 6 de marzo. Los estudiantes de la Universidad de la Seguridad bloquean el paso. En las esquinas de esa línea interminable de gente se dividen las dos multitudes: la tercera edad junto a los discapacitados y los guerreros. Esos que todo el día corearon «queremos ver a Chávez» con la esperanza sentida de que, desde donde el líder estuviera, los viera «rodilla en tierra» por él.
Es el segundo día de velorio y ya los ánimos no son solemnes, ni de duelo. Nostalgias, emociones encontradas. Justo cuando la fila comienza a organizarse para poder pasar a La Academia, más cerca de la urna, otra multitud homogénea y anárquica se avalancha sobre la otra que tiene ocho, diez, hasta veinte horas en cola. La masa roja se hace cada vez más compacta y cada vez más «pueblo» frente a la cadena de soldados en formación. Al que se le ocurra rendirse, salir de allí corriendo, más le vale arrepentirse. Como si hubieran gritado «¡Partida!» en una carrera de caballos, esa masa, conformada por más de cien personas en el límite más cercano a la meta, se abre paso por encima de los guardias y la barrera de metal. Las personas caen al suelo y empiezan a sentir cómo le pisan la carne, las sienes, los bolsos. Una de las guardias nacionales se acerca. Abre su uniforme y comienza a introducir en él todos los objetos de valor que caen en el piso: relojes, pulseras, anillos, celulares. Nadie se da cuenta. Cierra de nuevo los botones antes de que el último de la fila pueda recuperarse y se dirige con cautela a la esquina contraria. A la señora de cabello oxigenado le siguen pisoteando la cara. Los guardias nacionales no reaccionan. Y enseguida, como por un llamado divino, todo se calma y vuelve a su cauce.
«Esos son los escuálidos infiltrados que vienen a desestabilizar esta vaina, pero nosotros no le vamos a fallar a nuestro comandante y aquí estaremos en orden hasta que podamos verlo», grita una mujer por un altavoz. Viste una franela blanca del Ministerio del Poder Popular para la Comunicación y la Información, el MINCI. Apunta la mirada hacia las únicas dos personas de ese miriápodo que no están vestidas de rojo y que utilizan lentes, protector solar y hablan en caraqueño típico.
Como si alguien hubiera dado una orden en voz baja, todos los coleados se fusionan entre los que tienen no menos de veinte horas haciendo la fila para despedir a su comandante presidente. El pulso tiembla. Se oyen risas nerviosas. Los más dramáticos se quejan de algún golpe recibido. Pero nada importa entonces. Lo importante es estar cada vez más cerca del féretro.
Una pantalla gigante proyecta la imagen sin sonido del entonces vicepresidente Nicolás Maduro (ahora presidente encargado y próximo candidato a las elecciones convocadas para el 14 de abril). «Con Chávez y Maduro, el pueblo está seguro», corean al unísono los de esta fila, de los de la fila de al lado, los de enfrente. Los fotógrafos de agencias internacionales hacen su trabajo, mientras los fanáticos les gritan mientras alzan la Constitución con una sonrisa: «Vente españoleto, para que después cuelgues esta foto en Internet y digas que vine porque me pagaron».
La silueta de Maduro continúa en la pantalla, pero nadie escucha sus anuncios. Un título en el cintillo indica la noticia a esa hora: el cuerpo de Chávez estará en capilla ardiente por siete días más. ¡Siete días más! En ese instante, inmóviles ante la decepción de quien llega a la meta sin obtener un reconocimiento, algunos asistentes comentan esta sentencia definitiva: el presidente que murió de cáncer en ejercicio del poder estará expuesto, para siempre, en el Museo Militar de La Planicie en una caja de cristal, como exhibieron en su momento al mandatario chino Mao Zedong y a otros tantos presidentes que pasaron a la historia por ser embalsamados. «Chávez para el Panteón, al lado de Simón», gritan frenéticamente los de todas las filas. «Pero es que mi comandante dijo que él quería reposar en su llano, debajo de una mata de mamón allá en Sabaneta de Barinas. Tan bello, tan sencillo como era él…», responde alguien. “¿Y quién dijo eso? Yo quiero que Chávez vaya para el Panteón. Como debe ser. Y yo soy pueblo. Y el pueblo somos mayoría”, lanzan desde otro lado.
Los de varias filas se dispersan y comienzan a correr. Suben en las escaleras del Fuerte Tiuna, corren hacia adelante, otros se mantienen aferrados de la cintura contorneándose como un ciempiés escarlata, ese miriápodo de cuerpo estrecho y prolongado con muchas patas que según describen los científicos, posee una mandíbula que suelta un veneno cuando muerde a su presa.
Los cuerpos de seguridad dejan de hacer fuerza, los guardias nacionales se hacen a un lado y la barrera se vuelve invisible. Cientos de personas corren frenéticamente desde el estacionamiento de sus autobuses, en Los Jardines de El Valle, quizás con la esperanza de que así, rápido como un ciempiés desorientado, resulte más sencillo irrumpir en la Academia Militar. En ese momento las dos colas de los extremos se convierten en una masa decepcionada. Los que vienen de regreso, los que ya habían rodeado al féretro, tratan de calmar la furia y recuerdan que el comandante presidente permanecerá siete días más en esa morada. Siete días más.
Un ejercicio simple de matemática calculado en el aire en medio de tantas horas de espera dibuja lo siguiente: si un máximo de sesenta personas por minuto puede pasar a ver al difunto, desde las dos filas simultáneas que se mueven con una lentitud exasperante, entonces el total daría más de un millón de personas, desde el primer día del velorio hasta los siete días adicionales que acaban de anunciar. Pero esa cuenta se queda corta, por supuesto. Ocho millones de chavistas votaron para reelegir por cuarta vez al presidente hace cinco meses y seguro que todos quieren venir a este lugar del oeste caraqueño a rendirle tributo a su líder. ¿Cuántos vendrán?
Y si a esos se le suman los nuevos interesados -no chavistas, claro está- en asistir a los actos fúnebres, la cifra se multiplica a la ene potencia. Son muchos los que necesitan ver el cuerpo de Chávez sin vida como una respuesta al hermetismo con el que se trató la enfermedad y en definitiva, como venezolanos. Por eso la cuenta no da. Lo que sí es seguro es que por aquí están pasando, y seguirán pasando, muchos millones de personas hasta que culmine la capilla ardiente.
Porque quien se acerca a Los Próceres y se queda un buen rato en la cola, aunque se rinda sin ver la urna, lo logra. Logra ver a Chávez. Logra verlo en su gente. Logra verlo en esa suerte de fe cristiana convertida ahora en chavismo que pregona, a través de sus fieles, que el comandante presidente vive porque su lucha sigue. Logra verlo en esas consignas, canciones, oraciones, que entre ritmos y versos distintos dicen la misma cosa: de ahora en adelante sólo importa cumplir la voluntad de Chávez. Lo juran por sus vidas. Por los medios que sean.
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