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Las ciudades son esos espacios que habitamos o transitamos en lo cotidiano y la cultura urbana también es el recuerdo que evoca y da testimonio de una historia colectiva a través de los lugares que se convierten en referentes. Ese es el propósito del libro Caracas 455: memorias de una ciudad perdida, un proyecto editorial que reconstruye la memoria de sitios icónicos de la ciudad que han desaparecido, pero siguen presentes en el imaginario compartido del caraqueño. 

El Café Atlantique es una de las 40 crónicas que conforman el libro, un relato de Jonathan Gutiérrez, quien deja registro de un lugar que fue parte de su vida y la de muchos, y de una Caracas que no se olvida, aunque transmute y palpita  

Ilustración de Eddymir Briceño

Caracas es una ciudad de contrastes. Tan solo dos semanas después de los sucesos de abril de 2002 en Venezuela que derivaron en un golpe de Estado, abriría sus puertas el Café Atlantique, en Los Palos Grandes. Este restaurante tipo bistró, de ambiente sofisticado, se convirtió en una referencia de la gastronomía y la rumba durante una década. 

Juan Carlos Pérez Febres, arquitecto, y Jonás Millán, matemático, fueron los jóvenes socios que emprendieron esta aventura en la planta baja de una joya arquitectónica: el edificio Atlantic. 

—Montar el restaurante en ese maravilloso lugar fue lo que lo hizo mágico y único —dijo Millán en una entrevista que le hice para la revista Clímax, en octubre de 2005. 

Se les sumó un tercer aliado que sería la llave idónea para sacar adelante el proyecto, Laurent Cantineaux, un chef francés formado en varios restaurantes con estrellas Michelín, quien había trabajado con Guy Savoy en París, y compartido fogones con el célebre Daniel Boulud en Nueva York.

Laurent, como lo llamaban los asiduos al Café Atlantique, inició una etapa indeleble en la restauración de Caracas por su innovadora propuesta culinaria de fusión franco-caribeña. 

Traspasar el umbral de las puertas de vidrio de la entrada, era un viaje a la modernidad caraqueña de finales de los años 50, a una época en la que Venezuela era el futuro. 

La cocina del Café Atlantique estaba abierta a la vista de los comensales, al fondo de ese excepcional lobby del edificio Atlantic, diseñado por el arquitecto italiano Angelo di Sapio y construido en 1957. Un ícono urbano declarado bien de interés cultural de Caracas por el Instituto del Patrimonio Cultural.

En esos espacios se adaptó un bar de vanguardia, un amplio lounge y un comedor que funcionaba bajo un techo a doble altura, en medio de columnas con relieves que parecían jeroglíficos. El diseño interior –de la autoría de Alejandro Barrios y Juan Carlos Pérez Febres– respetó la estética y el concepto original del edificio.

A la arquitectura se integraron un mobiliario de diseño en el que destacaban la mítica silla egg chair de color rojo de Arne Jacobsen, que se convirtió en un símbolo del lugar, o las sillas de madera de la serie 7 de Fritz Hansen que acompañaban a las mesas del comedor. 

El Atlantique se transfiguró no solo en uno de los mejores restaurantes de la ciudad, también en un espacio donde convivieron distintos públicos y personajes citadinos, y sucedían muchas cosas a la vez. 

En la mañana o en horario vespertino, se percibía como un café tranquilo y abierto, estudiantes universitarios, escritores o artistas eran asiduos. Al poeta Eugenio Montejo, vecino del barrio, se le podía ver ocasionalmente sentado en una de las mesas, con café en mano, en alguna buena conversa.

Al mediodía acudían embajadores y empresarios para almorzar algún plato del menú ejecutivo, que incluía entre otras opciones, crema de caraotas roja con vino tinto, lardons y espuma de ajo. Era muy solicitada la pasta pappardelle con estofado de conejo, tomate, aceitunas negras, salvia y parmesano reggiano. O el famoso tataki de pez aguja con risotto de cebada, hongos negros, mantequilla de soya y albahaca.

A partir de las 8:30 p.m. el local iniciaba una transición. El Café Atlantique dejaba de ser un bistró francés y se transformaba en un concurrido y animado bar en el que se despachaban tragos, unos tras otros, sobre una larga barra de tope azul luminoso, obra del escultor Marcos Salazar. 

Caipiroska, vodka tonic, cosmopolitan, martinis y mojitos de la casa hechos con ron venezolano eran los cócteles más demandados que servía –siempre con una generosa sonrisa– Clemente, el jefe de la barra oriundo del pueblo de Socopó, en Barinas. 

El Atlantique fue un recinto que hizo a Caracas una ciudad aún más cosmopolita. 

El actor Edgar Ramírez y el director Gustavo Dudamel eran habituales. Por ahí además pasó la modelo Naomi Campbell, el cantautor uruguayo ganador del Oscar, Jorge Drexler, el músico brasileño Caetano Veloso, y rumbeó hasta el amanecer el actor Wilmer Valderrama, quien interpretaba a Fez en la serie de televisión That ’70s Show.

Según avanzaba la noche, el Atlantique se convertía en el punto de encuentro de la movida nocturna, en el local indiscutible de la mejor música electrónica y en el lugar para celebrar y “levantar”. 

—Pasada la medianoche es donde ocurre la mejor rumba de la ciudad. Es un sitio de sincretismo, fiesta, ligue y goce. Allí convergen la bohemia, la élite sifrina caraqueña y la intelectualidad —comentó el arquitecto William Niño en “Las noches de Caracas”, un reportaje sobre la cultura urbana publicado en la revista Dmente, y escrito por su editor, el periodista Eric Colón. 

El Café Atlantique fue la sede oficial de las fiestas Voyage. El escenario donde surgieron estas rumbas privadas organizadas por DJ Trujillo, David Rondón y Titina Penzini, fiestas electrónicas que aún son de culto. 

En el Atlantique se hizo uno de los primeros desfiles de No Pise La Grama, en el debut de la marca de moda de la diseñadora venezolana Daniela Panaro. 

En su salón se llevó a cabo la cena de cierre del taller de periodismo y literatura con el maestro colombiano Héctor Abad Faciolince, un curso de la Fundación Gabo que se organizó en Caracas en 2007. Aquella noche coincidieron Jaime Abello, director de la Fundación, y varios cronistas y periodistas de América Latina que hoy son editores reconocidos.

En esa velada el maestro Abad leyó un fragmento del poema “Ítaca”, del escritor griego Constantino Kavafis, un texto sublime que nos habla sobre la importancia de disfrutar el camino, cualquier camino, y no solo añorar el objetivo. Para muchos de los que vivimos el Atlantique eso significó este recinto, una experiencia compartida de continuo disfrute que se gozó mientras duró.

El Café Atlantique cerró sus puertas en julio de 2011. 

Si vas a emprender tu viaje hacia Ítaca

pide que tu camino sea largo,

rico en aventuras, lleno de experiencias.

A Lestrigones y a Cíclopes

o al colérico Poseidón, no les temas,

no hallarás tales seres en tu ruta

si tu pensamiento es elevado y limpia

la emoción de tu espíritu y tu cuerpo.

Lleva siempre a Ítaca en tu pensamiento.

Llegar allí es tu destino.

Fragmentos de “Ítaca”, 

del poeta Constantino Kavafis

***

Caracas 455: memorias de una ciudad perdida es un libro editado por las periodistas Mirelis Morales y Mariana Cadenas con el apoyo de Banesco.

La crónica El Café Atlantique es una versión ampliada e inédita cedida especialmente para ser publicada en Historias que laten.