Desde niño se aferró a su pasión por el baile hasta que encontró en el aprendizaje y dominio de la danza butoh, técnica artística japonesa, una forma de expresión a través del movimiento de su cuerpo que le llena el alma y una vocación que lo hace un bailarín venezolano de excepción. Este perfil de Juan Carlos Linares, narrado por el cronista Lizandro Samuel, es un homenaje a la perseverancia de todo aquel que siga el vuelo de las mariposas cuando susurran en el estómago
Foto de portada Francois Montalent | Tonos de sombras, año 2019
Nadie sabía dónde estaba Julieta. Ya había pasado lo habitual: los bailarines acostados sobre las tablas, con ropa cómoda, en silencio, meditativos. Los bailarines haciendo estiramientos por su cuenta o abstrayéndose en sus teléfonos. Los bailarines calentando bajo la orden de Juan Carlos Linares, con movimientos imposibles para cualquiera que no tenga la flexibilidad de ellos.
Faltaban menos de dos horas para que salieran a escena. Era domingo 25 de octubre. Juan Carlos perdió la concentración de Buda que lo suele acompañar, para empezar a llamar a su bailarina. Julieta no atendía, su teléfono estaba apagado. De la rabia por el imprevisto, Juan Carlos pasó al miedo.
Alto, afeitado al ras, delgado y con musculatura definida, a sus más de 60 años no solo dirigía sino que era protagonista de sus obras junto a su elenco. Todavía estaba vivo el recuerdo del pasado 11 de marzo, cuando escenificaron Cuentos de Hadas y Dragas. Era imposible que él no destacara: los movimientos precisos, fuertes, las facciones afectadas. La cara pintada. Todo tan raro para quien no estuviera familiarizado. Miedo era una palabra que usaba mucho el público para describirlo.
Pero él tenía miedo ahora, en pleno cierre de un festival financiado por la embajada francesa. Ya su bailarín más experimentado había abandonado la compañía, otros dos más migraron, otro decidió no participar esta vez por estar concentrado en su tesis. Él es el único maestro de butoh en Venezuela y no abundan los bailarines que dominen esta técnica dancística japonesa. Días atrás había empezado a preocuparle que el joven elenco no sintiera lo mismo que él, la pasión que, quizá, lo hacía parecer 20 años menos y moverse en consecuencia.
Llamó al hermano de Julieta. Este le respondió que no sabía nada. Y cuando Juan Carlos estaba por colgar, imaginando escenas de las posibilidades cotidianas de un país violento, vio entrar a su bailarina apurada, diciendo con un suspiro: “Llegué”.
Cualquiera que lo mirara desde afuera podría preguntarse qué necesidad tenía un hombre de su edad, con muchas cosas resueltas, de vivir esas jornadas de estrés por una profesión que ni siquiera le da mayores ingresos. ¿Para qué invertir horas, dinero, energía, en un baile que, de paso, es poco conocido no solo a nivel mundial sino en un país que pareciera despreciar la danza? ¿Cuál es el sentido?
Tenía menos de diez años cuando se encerraba en el cuarto y ensayaba movimientos frente al espejo. Se calzaba los armadores de su hermana mayor, imaginando que era un tutú como el que usaban las bailarinas que veía por televisión. Trataba de ponerse en punta, de arquear los brazos por encima de su cabeza. Giraba con la torpeza de un pingüino usando patines.
—¡Juan Carlos! –la puerta se abría de golpe y la voz de mamá lo dejaba congelado– ¿¡Qué estás haciendo!?
Así arrancaba el enésimo regaño, espolvoreado con comentarios de que los varones no hacen eso, por qué no prácticas deporte, eso es malo, y otras sugerencias similares. Fueron tantas las veces que mamá y papá lo descubrieron que al final triunfaron: le cortaron las alas a su hijo.
Juan Carlos Linares nació en 1956 en Caracas. En su primera infancia, lo más cerca que estuvo de ver un espectáculo de ballet en vivo fue una presentación de su hermana a la que tenía tantas ganas de asistir que el día del acto –organizado por la escuela en la que estudiaban ambos– estaba corriendo de punta a punta por el pasillo que antecedía al auditorio. Una maestra lo regañó y lo obligó a sentarse al lado de ella, mientras a lo lejos se escuchaba la música que marcaba el inicio de la función. Otra vez, le tocó completar con su mente lo que los adultos le prohibían.
Por esos días, ponía en el tocadiscos jazz y música clásica. Esa pasión sí la aprobaban sus padres. A los 11 años, le mostraron una escuela en la que le iban a enseñar piano. Todo estaba listo para que empezara pero, nunca supo el porqué jamás lo llevaron a la primera la clase.
Tras recibir la etiqueta de hippie durante el bachillerato, se enamoró de la escuela de Arquitectura de la Universidad Central de Venezuela: vio gente que se vestía y peinaba al margen de los convencionalismos, sentada en el piso hablando de arte. Se graduó de arquitecto y empezó a trabajar en una oficina encargada de edificaciones escolares del Ministerio de Educación, en la que todo lo que hacía acababa engavetado.
Un compañero de la universidad estudiaba música en lo que hoy se conoce como El Sistema, por medio de su amigo Juan Carlos –que ya aprendía de teoría y solfeo por su cuenta– ingresó al Sistema Nacional de Orquestas y Coros Juveniles e Infantiles de Venezuela para practicar con el violonchelo.
Al mismo tiempo y tras ver una función de Contradanza en el Teatro Experimental de Bellas Artes, decidió preguntar si podía ver clases en su escuela. Lo recibieron. A sus 23 años, por primera vez estaba comenzando a ser lo que siempre soñó.
Renunció al trabajo: le dijo a sus padres que estaba abandonando la arquitectura en beneficio de la música. Ellos, que ignoraban que su hijo también practicaba danza contemporánea, decidieron apoyarlo. Y él, que alguna vez fue un niño que anhelaba independizarse para vivir a sus anchas, se resignó a ser un adulto mantenido mientras iniciaba su nueva vida.
De la música se olvidó al tercer año: juzgó que sus dedos no tenían la destreza para dedicarse a ella de forma profesional. Con la danza pasó lo contrario: le iba inesperadamente bien, en contra de todos los axiomas que decretan que es imposible convertirse en profesional tardíamente si no comenzó a bailar desde la niñez. El problema, claro, fue cuando sus padres se enteraron.
Por ese entonces, su nombre apareció en el periódico. La reseña hablaba de una gira que iba a hacer con Norah Parisi, su maestra de esa época, que era auspiciada por el Ministerio de la Presidencia de la República. La noticia estaba escrita con la solemnidad de todo lo que involucra la palabra presidencia en los países latinos. La gira cerraba en Caracas, por lo que Juan invitó a sus padres. Estos asistieron a la presentación, guardaron esa edición del periódico y nunca más faltaron a una de sus funciones.
A los 28 años, alquiló un apartamento tipo estudio. Ya cobraba como bailarín de Macrodanza, la primera compañía que lo contrató. Además, daba clases de expresión corporal a profesores de la Universidad Central de Venezuela. Gente que quería divertirse y hacer ejercicio. Consiguió otros empleos por el estilo –sobre todo en teatro– y las finanzas dejaron de ser un problema.
Tres años antes, no obstante, en 1992 o 1993, pasó algo en uno de los Festivales Internacionales de Danza que se hacían en Venezuela: vio, por primera vez, butoh.
En 1945, Estados Unidos lanzó la bomba nuclear en Hiroshima, en Japón. Después del impacto, algunos sobrevivientes avanzaban a través de los cadáveres cojeando, con girones de piel desprendiéndose de sus rostros y otras quemaduras que permitían ver el color oscurecido de sus huesos. Otros eran masas humanas que se arrastraban aullando, con rostros parecidos a las máscaras de tristeza del teatro antiguo, sin que fuese necesario exagerarlos: sus facciones se habían deformado. Algunas mujeres llevaban sobre la piel los dibujos de flores que estaban estampados sobre sus kimonos: por el calor, estos habían traspasado la tela para formar parte de su cuerpo.
Inspirados en el impacto que tuvo esa tragedia, y en otras imágenes imposibles de retratar para quien no las haya vivido, Kazuo Ono y Tatsumi Hijikata crearon –en 1950– la danza butoh. Esta era una búsqueda de reflexión en torno a la Segunda Guerra Mundial y a las consecuencias de la bomba en el sufrimiento de los seres humanos.
En un principio, el público recibió con escándalo los movimientos de los bailarines, que eran tan lentos –y desesperantes– como la muerte de una langosta en una cocina; con muecas consecuentes, grotescas: ejercicios faciales que hiperbolizaban las capacidades elásticas de bocas y ojos. Algunos la bautizaron como la danza de la muerte.
—Yo quiero eso –dijo Juan Carlos, con cara de niño frente a la vitrina de una juguetería.
O lo que es igual: con la cara que ponía cuando, con menos de diez años, veía ballet por televisión. En una gira que tuvo por México, se enteró de que se iba a dictar un taller de butoh, su nueva pasión. No lo dejaron participar, sino entrar de oyente. Observó fascinado la lentitud de los movimientos, era como bailar en cámara lenta. La prolijidad del detalle, la falta de piruetas que maquillaran los defectos de la técnica.
Para Juan Carlos, era todo puro: o el movimiento era perfecto o no era. Asumió que quería dedicarse a este arte el resto de su vida.
De vuelta en Venezuela, varios años después, decidió dejar Acción Colectiva, la segunda compañía que lo había contratado, tras dejar Macrodanza, y consideró que era el momento de que su anhelo se transformara en meta.
Fue a la embajada de Japón a pedir ayuda. La agregada cultural no sabía de qué le estaba hablando. Además, le especificó que solo daban becas para carreras técnicas, no para artistas. En el Consejo Nacional de la Cultura (CONAC), que ofrecía becas a distintos tipos de artistas, todos los apoyos estaban congelados. Así que se olvidó de ir a estudiar a Japón. Pero igual no desistió en su idea de aprender butoh.
Vendió todos los electrodomésticos, su carro y el mobiliario. Aprovechó también una herencia familiar. Con lo recaudado se inscribió en una escuela de danza contemporánea en Nueva York, cuya técnica detestaba, solo con el propósito que le dieran la visa de estudiante y el posterior número de seguro social con el cual pudiese buscar trabajo. Viajó a La Gran Manzana sin saber dónde iba a estudiar butoh.
A las dos semanas, vio en el Village Voice (un periódico cultural comunitario) que estaban convocando a una audición para un espectáculo de butoh. Por primera vez audicionó a cualquier cosa. Poppo Shiriashi, el encargado de la selección, le ordenó que improvisara.
—¿Qué fue lo que tú hiciste?, ¿hiciste breakdance? –le preguntó el japonés, al final.
—No, no. Yo improvisé, me moví –titubeó Juan Carlos.
—Aaaah, okey. Quédate por allí, que ya te vamos a decir algo.
Juan salió del salón. Al rato, se le acercó la esposa del hombre:
—A Poppo le gustaste –le dijo–. Te acepta en el espectáculo.
Relacionado al butoh, Juan Carlos veía clases regulares con quien acabó siendo su maestra, Maureen Fleming. Se presentó en el espectáculo al que lo habían seleccionado y también bailó con otras compañías. Cada vez que un japonés pisaba la ciudad para dar un taller, él se inscribía. Pronto, su maestra lo puso a dar clases cuando ella se iba de gira.
“Por algo decías que esto era lo que tenías que hacer”, pensaba Juan. “Guao, algo tengo”, insistía ante cada nuevo logro. “Yo no sabía que era capaz de esto”, se repetía. Pero tras cada palmadita que lo llenaba, una nueva oruga nacía en su estómago: Japón seguía estando lejos.
Cuando las orugas se hicieron crisálidas, ya estaba trabajando en engorrosas burocracias para viajar a estudiar con Min Tanaka, en contra de la sugerencia de su maestra, quien años antes había hecho lo propio y había repudiado la experiencia.
Min Tanaka nació el 10 de marzo de 1945. Se formó como bailarín de ballet y de danzas modernas, hasta que rompió con ambas escuelas y abrazó desde finales de los 70 el butoh. Logró asociarse, por un tiempo, con Tatsumi Hijikata, uno de los padres del movimiento, volviéndose reconocido muy rápido por sus aportes al mismo. En el siglo XXI, por cierto, se convertiría en un respetado actor con más de 15 películas.
Juan Carlos antes había explorado otras opciones –incluyendo la posibilidad de aprender directamente de Kazuo Ōno, el otro padre del movimiento–, pero por motivos financieros ninguna se concretó.
Min Tanaka recibía alumnos a los que enseñaba a cambio de que trabajaran el campo en la finca en la que vivía. A Juan Carlos lo aceptaron, reunió dinero, su pareja –que viajaba mucho por trabajo– le regaló el pasaje con sus millas extras; y así terminó en un pueblito japonés, trabajando desde las seis de la mañana hasta las ocho de la noche.
Uno de los momentos icónicos de la película Karate Kid es cuando el protagonista, un joven que quiere aprender artes marciales, empieza a ser entrenado por un gurú oriental, quien lo pone a realizar labores domésticas. En dichas labores, descubrirá muy pronto el joven que se encuentra el núcleo de la técnica de combate. Esto es un lugar común de la narrativa japonesa. En el anime Dragon Ball, por ejemplo, los personajes de Gokú y Krilin son obligados por el Maestro Roshi a hacer mandados, repartir leche y arar el campo con las manos, como parte de su preparación para el combate.
Lo que no sabía Juan Carlos, y su maestra en Estados Unidos había tratado de advertirle, era que Min Tanaka era tan exagerado como esos míticos maestros japoneses de la cultura pop.
La premisa era que los alumnos se sacaran de la cabeza la idea de que eran artistas y de que por eso necesitaban un trato especial. Todos los días, durante dos meses, Juan Carlos y sus compañeros trabajaban en el campo de seis de la mañana hasta el mediodía. Desde las dos y hasta las seis de la tarde, hacían danza. Luego, les daban de comer a los animales. Y a las ocho de la noche, se iban a dormir. Juan Carlos cosechó papas, zanahorias, arroz, pimentones, y alimentó a los patos.
Volvió a Occidente con hambre: había tocado el cielo formativo. Su cuerpo, ahora más que nunca, tenía la fortaleza para moverse con máxima lentitud y elegancia, logrando vaciar la mente consciente para conectar con lo más profundo del ser. Sí era, en efecto, un baile de la muerte, en el sentido junguiano de la expresión.
Pero más allá de ese logro en cuanto al aprendizaje y dominio del arte del butoh, su vida laboral como bailarín no varió mucho. Y sus necesidades económicas toleraban cada vez menos la incertidumbre.
Empezó a estudiar yoga y se certificó en Estados Unidos. Trabajó en un hospital ofreciendo clases a pacientes con VIH y recibió un agradecimiento que nunca le habían dado por la danza. El yoga iba ganando espacio en su agenda, a la par que no encontraba escenarios llenos ni grandes sueldos por el baile.
Su beca de estudiante en Estados Unidos venció, así que alternaba semestres entre Nueva York y Caracas. En Venezuela, Hugo Chávez había llegado al poder y comenzaba un deterioro en las condiciones de vida: sus amigos le decían que se quedara lejos.
Juan Carlos nunca se sintió identificado con varias costumbres venezolanas. Tampoco con las estadounidenses, pero Nueva York le encantaba. Su patria era el arte: donde pudiera moverse hacia lo que él consideraba libertad. Pero ya habían pasado los 40 años y no tenía casa, ni estabilidad laboral ni financiera.
Una mañana de invierno, fue a Central Park para realizar parte de los ejercicios de entrenamiento que había aprendido con Min Tanaka: saltos que demandaban mucha fuerza y resistencia. Fue la última vez que pudo ejecutarlos. De regreso a casa, practicó yoga. Realizó una postura nueva para él y escuchó un crujido en su rodilla. Continuó con su sesión, después se puso a limpiar. Fue entonces cuando notó que su rodilla estaba del tamaño de un balón de futbolito.
En un hospital le hicieron una placa y recibió sesiones de fisioterapia. Cuando le hicieron una resonancia, el médico le dijo que todo estaba en orden. Juan Carlos notaba que en la placa se veía una lesión.
—Nosotros solo nos guiamos por la resonancia –sentenció el doctor.
Era peligroso que continuara con el baile y el yoga sintiendo ese dolor, y no tenía dinero para ser atendido en una clínica. Juzgó que lo mejor era volar hacia Venezuela, pero ya estaba harto de ser una balsa que pernocta entre dos orillas. Si regresaba, se dijo, sería para quedarse.
En Caracas le confirmaron –por placa y resonancia– que tenía un menisco roto. Debía operarse, era la única solución. Juan Carlos no conocía un solo colega que hubiera pasado por el bisturí sin secuelas. Así que se negó. Una prima suya trabajaba en México le dio una bebida de la marca que supuestamente había ayudado a regenerar tejidos en personas lesionadas.
Usó el producto durante semanas, hasta que se hizo una nueva placa por su cuenta y se la llevó al médico, quien, sorprendido, le dijo que al parecer ya no había que operarlo. Juan se conformó con el diagnóstico. Nunca más se volvió a revisar esa rodilla; de ahí en adelante, siempre la trató con especial cuidado.
El caso es que estaba de regreso en Venezuela, sin muchas opciones para bailar y con las mariposas de su estómago envejecidas. Era hora, se dijo, de hacer dinero. A sus más de 40 años, estaba viviendo en el hogar de sus padres. Se dedicó tiempo completo al yoga, mientras la moda por esa disciplina escalaba en el país. Al ser uno de los primeros profesores certificados internacionalmente en Caracas, se convirtió en una referencia. Entre el 2000 y el 2008 no bailó ni una sola vez.
En el año 2008, estando en un festival de Bogotá al que lo invitaron a dar clases de yoga, conoció un músico que se interesó por el butoh. Ahí volvió a sumergirse en los movimientos que le había llevado varios lustros perfeccionar. Sintió un cosquilleo. Poco a poco, de forma esporádica, aceptó hacer alguna presentación individual. Más por esa caricia interna que por el estímulo externo: “No me paraban bolas”, recordaría años más tarde. Bailó más en honor al niño que se encerraba en su cuarto que al hombre que hizo lo imposible para estudiar en Nueva York y en Japón.
Esa cosquilla interna aliviaba otras tensiones: familiares, románticas, laborales, de identificación con el país. Le costaba sentir la paz de la mariposa en el bosque. Por eso se unió a Oneness University, una organización que buscaba impulsar el desarrollo personal y espiritual. En 2012 fue por segunda vez a la India a una de las formaciones. Una de las asignaciones era una meditación para buscar el propósito de vida.
Juan Carlos entró con los hombros ligeros, pensando que eso era algo que ya había resuelto: primero había dejado la arquitectura en beneficio de la danza, solo para descubrir que su verdadero camino era el yoga. Se sentó, cerró los ojos. Las luces se apagaron. En su mente se encendió una pantalla. Un escenario ocupaba el centro de la imagen. Apareció un cuerpo, pintado de blanco, casi desnudo. Un árbol seco que se yergue en medio de la oscuridad y comienza a moverse: en cámara lenta, agonizante, como si sus extremidades fuesen plástico deformándose bajo el calor. Era él en una de sus tantas presentaciones de butoh: agachándose, raptando, parándose de manos, chocando contra el suelo.
Y se siguió viendo allí, cambiando de género, dando vueltas, saltando y moviéndose al ritmo de una música que sonaba de fondo. Bailando como había soñado hacerlo de niño, como sentía que debía hacerlo cuando dejó su empleo convencional, como se imaginó que podía cuando viajó a Nueva York y como nunca creyó cuando estudió en Japón. Bailando. Antes de que la pantalla se apagara, Juan Carlos, en la vida real –sentado y con los ojos cerrados–, devino en llanto.
Buscó, al salir, orientación en una amiga.
—Ahí no hay ninguna confusión –respondió ella–, a ti te dijeron bien claro que tu misión es bailar. Así que, cuando llegues a Venezuela, tú verás si retomas tu pasión o te sigues reprimiendo.
Tras abandonar el aeropuerto, no tuvo mucho tiempo para pensarlo. Varias personas comenzaron a buscarlo deseosas de que les diera clases de butoh. Gente que conocía desde hace años, que sabían cuál era su formación, pero a la que veía poco por estar alejado de la escena. Gente que le encontró un espacio gratuito para que empezara a enseñar.
La Unearte (Universidad Nacional Experimental de las Artes) lo invitó a dictar un taller. Luego, se presentó, en un unipersonal, en varios festivales. Y así hasta que, en 2022 y en plena pandemia, con todo el ambiente de danza venido a menos en Venezuela, lidera su propia compañía de butoh, la única en el país, y hace presentaciones en las que se agotan los alrededor de 50 puestos que se suelen vender.
El domingo 25 de octubre de 2022, su compañía, Thot Danza, cerró el Festival de Artes Escénicas Franco Venezolano, en el Teatro TET de Caracas. Allí escenificaron Les fleurs d’Eden, con Juan Carlos compartiendo escenario junto a sus bailarines. Aunque es difícil pensar en butoh y no sentir algo de dolor o incomodidad, esta fue una de sus presentaciones más suaves, si cabe el adjetivo. Casi desnudos, con flores amarillas por todos lados, los protagonistas se movieron de lo más grotesco a lo más pacífico.
Como si fuesen espíritus que sufren en el campo, y algunos pocos, entre lamento y lamento, tras retorcijones lentos, logran erguirse sobre un tallo que corona pétalos en forma de sol, con la mueca de quien se ha transformado en el inframundo.
Juan Carlos se quedó en Venezuela, aún vive con su padre, da clases de yoga por la mañana, y por las tardes (así como los fines de semana de presentación), vuelve a ser el niño que se ponía a moverse frente a un espejo. Por primera vez en décadas, siente paz con su presente. La balsa ya no pernocta entre orillas, ahora vuela sostenida por las mariposas de su estómago.
Solo una palabra…excelente
Muy buena la crónica
Bellísima esta crónica! Juan Carlos, su vida e historias inspirando.