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Foto Audiovisuales Niko

La puerta de la casa está entreabierta. Da la bienvenida con disimulo. Es un aviso de que solo los conocidos pueden entrar. Y así lo hacen. Tocan o llaman: “¡Señora Ana!” y pasan. Solo decir el nombre es suficiente.

Ella, Ana, se sienta en uno de los muebles. Camisa blanca de tela ligera, short de jean y unas cholas tipo crocs desde donde puede verse la pedicura del dedo gordo de su pie. Tiene las piernas cruzadas y el cabello suelto. Muestra todos sus dientes pero sus ojos no reflejan felicidad. Es menuda y fuerte. Una maestra de 40 años que aparenta menos. Otra güireña que quiere escapar del pueblo.

—Triste. Así me siento cuando veo a Güiria. Siempre siento tristeza, nostalgia.

Una sonrisa irónica se dibuja en su cara. Permanece en silencio a la espera de que en cada rincón de la sala de su casa resuene esa declaración. Hace calor y las plagas están al acecho.

—Y siento miedo. Me da miedo quedarme pero también me da miedo irme. Estoy presa en Güiria, pero me da miedo salir. Y tampoco tengo las posibilidades para salir. Lo poco que consigo es para medio comer.

Ese miedo se debe a la sensación de ansiedad que la invade a diario, explica el psicólogo Jhonny Moreno.

—El insilio es como una manifestación de la ansiedad, entendida como esos pensamientos negativos, y de ahí surge el miedo, porque se anticipan de manera negativa. Y eso hace que la persona tenga miedo de irse a cualquier lugar, porque ese miedo se apodera de ella y le hace creer que vaya donde vaya no le irá bien.

Ana con su salario de maestra –unos 25 dólares americanos al mes– debe costear la comida de su casa para su niña de diez años y el pequeño de tres. También para su esposo, que hace un año sufrió un accidente cerebrovascular del que aún se recupera. Todavía camina con dificultad. No puede trabajar. Acá hay pocos médicos especialistas y, en el año 2021, sólo el 10,5% de la población del municipio Valdez, al que pertenece Güiria, pudo pagar para tener acceso a asistencia médica, según la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida (Encovi). El esposo de Ana no formó parte de esa estadística.

Además, ella debe cuidar de su mamá, una señora de 83 años que irradia una mezcla entre dulzura y tristeza y que también tuvo un ACV recientemente. Ana estuvo enferma de coronavirus hace apenas una semana. Sintió cansancio, gripe y tos. Fiebre por encima de 39 grados y perdió el apetito. Se sentía deprimida, más de lo normal.

Otros miembros de su familia estaban igual. No fueron al hospital porque no hay especialistas ni recursos. Se curaron como la mayoría; a fuerza de guarapos, descanso y tiempo. En medio de uno de los picos de contagios por la Covid-19 más alto en Venezuela desde que inició la pandemia en marzo de 2020, ella lo llama “una virosis” que dura ocho días y que después deja un agotamiento o malestar.

—Yo me siento deprimida, con nostalgia, me siento estresada y abrumada con la situación. Pero, no le puedo decir nada a mi mamá ni a mi marido. Entonces me siento bajo la matica a liberar un poco.

Ese es su refugio, en sus palabras. Ese espacio que la aleja de las emociones que la consumen y la entristecen, que la hacen sentir culpable. Parece que se siente mal por sentirse mal en el lugar donde nació, en este pequeño pueblo costero del estado Sucre, en Venezuela, donde la pesca y la agricultura abundaban y ahora son escasos. Está cabizbaja porque quiere huir y no puede. Le deprime que Güiria ya no sea ese lugar al que ella pertenece porque no se parece al sitio donde creció. A Ana le duele sentirse “insiliada” en su tierra, que es como estar en un lugar que te es ajeno o del que ya no formas parte.

—Güiria no es nada de lo que era antes: un pueblo alegre, donde la gente salía a la calle a compartir entre vecinos, donde amanecías en una fiesta y venías a las tres o cuatro de la mañana y no te pasaba nada, donde si la puerta de tu casa quedaba abierta porque se te olvidaba cerrarla y alguien iba pasando te la cerraba o amanecía así y en tu casa no se te perdía nada. Así era Güiria antes. Me da tristeza ver en lo que se ha convertido.

El motivo de ese cambio lo explica la socióloga Claudia Vargas:

—El insilio modela sociedades porque hay una nueva forma de relacionamiento. La persona ya no vuelve a ser la misma porque lo que está ahí ya no lo conoce, no le es cercano.

Esta maestra siempre imaginó su vida en estas calles. Quería envejecer aquí. Ahora, sólo se pregunta qué hacer para estar mejor.

Lo que más anhela son los carnavales, que desde los años sesenta se convirtieron en tradición en el pueblo. Pero también añora la época en que la empatía sobraba, al igual que la comida. Aquellos días en que los más grandes delitos eran el robo de una maraca de cacao en algún conuco. Esas mañanas en que no estudiar era una elección y no una obligación.

A diario Ana se siente desdichada y aturdida. No sabe en qué momento todo cambió. Solo siente que algo pasó porque, aunque son las mismas calles y las mismas personas con las que creció, este lugar es diferente. Ya no es un pueblo al que todos quieren ir, como en aquella época en que era estudiante universitaria en Maturín.

Ahora todos buscan desesperados la manera de salir del pueblo. Ella no puede. Por ahora debe buscar incansablemente algo para comer. Después se preocupa por lo demás. Como muchos de sus paisanos, son pocos los días de la semana en los que Ana y su familia pueden consumir proteínas debido a su precio. El 82,2% de los que viven en el municipio Valdez, que tienen a Güiria como su capital, sufre inseguridad alimentaria moderada o severa.

Con frecuencia retiene las lágrimas. La tristeza es la emoción que permanece con ella a diario. Habla despacio cuando le tocan el tema. Mira con ojos nostálgicos cuando conversa sobre su pueblo. Llora para drenar y luego sigue. Se sienta debajo de la sombra de un árbol en la acera que está justo al frente de su casa. Ahí habla con unas vecinas de la vida y de cómo se siente.

Ana responde sin dejar espacio a la duda:

—Sí, me quiero ir de aquí pero no puedo. Tengo a mis dos hijos pequeños, a mi esposo con un ACV y estoy al pendiente de mi mamá que también tuvo un ACV y sufre de corazón grande. ¿Para dónde voy?

De nuevo se queda en silencio, como analizando cada palabra que usó en esa respuesta. Se acomoda en el mueble y agrega:

—De repente es cobardía, porque mucha gente se ha ido y ha dejado todo atrás. Pero en mí no entra dejar a mi familia.

El arraigo que Ana siente ya no es hacia su pueblo ni su casa. Es por sus hijos, su esposo y su mamá. Le resulta imposible sacarlos a todos y no quiere irse sola. Mientras tanto, anda por las calles a pie, aquí y allá, buscando algo de comer que pueda pagar con su salario, apoyándose en sus hermanos, llorando en silencio, escondida en uno de los cuartos de su casa para que nadie la escuche. Para su fortuna, casi nunca regresa a casa con las manos vacías.

Ella mira por la ventana a quienes pasan por la calle. Como la puerta está ligeramente abierta, sus músculos se tensan cuando escucha que alguien se acerca. Eso le recuerda que antes las calles del pueblo eran seguras.

—¿Ahora? A mí me da un miedo salir y que mis hijos salgan. Ni a la plaza los puedo llevar porque es peligroso.

***

Debajo del árbol que es su refugio, Ana saca un álbum de fotos. Quiere mostrar a esa Güiria de la que hablaba: con ofertas de empleo, celebraciones constantes, vecinos alegres, comida por doquier, cines y teatros, fiestas en la playa, escuelas en buenas condiciones. Todo lo que hoy se ha deteriorado o desaparecido.

Los empleos se reducen al comercio informal. Las celebraciones se han limitado porque siempre terminan en disparos y enfrentamientos. Los vecinos a veces no responden a los saludos. La comida es impagable. Los cines y teatros están cerrados, agrietados, destruidos. Hace más de 20 años que no funcionan. Son hogares de mendigos. Las fiestas en la playa se extinguieron. Lo que no se han robado de las escuelas se tambalea.

En este punto de Güiria, debajo del árbol de Ana, el aire es más fresco. El sol pega con fuerza pero aquí casi no se nota. Ella está sentada en su mecedor. Observa a ambos lados pero tiene la mirada perdida. Siente culpa por no tener el valor de escapar de este encierro que la consume desde adentro. Se sienta bajo “la matica”, como le dice, porque está convencida de que eso le ayuda.

—Incluso si quisiera no puedo salir. Yo soy ama de casa y soy el sustento de mi casa. Y siempre estamos arañando. Yo siempre digo que nosotros comemos por la obra de Dios.

La casa de Ana está ubicada en La Colombina, una de las zonas más peligrosas del pueblo. El techo es de láminas de zinc notablemente oxidadas. A la pared de la fachada le faltan algunos pedazos y las otras también se están rompiendo. La pintura ha perdido color y se cae en algunas partes. El piso tiene grietas por las décadas que lleva soportando los temblores que son frecuentes en esta zona oriental de Venezuela.

—Yo me siento aquí a liberar un poco del estrés, la carga y la responsabilidad que tengo dentro de la casa.

Es mi respiro. Tuvo que serlo –las lágrimas acumuladas en sus ojos comienzan a caer y ya no puede contener el llanto. Hace una pausa–. La carga que tengo dentro de la casa y lo que veo en la calle me pone muy triste.

Cada vez que camina por este pueblo sucrense su ánimo empeora. En este municipio, el 62% de los habitantes no tiene empleo. Las calles están cada vez menos concurridas. Los que han podido se han ido a otras zonas de Venezuela o migrado. Trinidad y Tobago, que se encuentra a escasos 138 kilómetros, parece el destino más atractivo. No hay una cifra exacta, pero se sabe que la mayoría de los güireños que se han ido están allá. Muchos forman parte de los 28.478 migrantes y refugiados venezolanos en el país caribeño, según la plataforma R4V. Sin embargo, hasta la fecha, más de 100 de ellos han muerto en naufragios en altamar intentando llegar ahí.

***

Ya nadie se sienta frente a sus casas hasta la noche. Es otra tradición del pueblo que se ha perdido.
El liceo piloto de Güiria, donde Ana se formó y da clases, está desolado e invadido por la maleza y los delincuentes. La estructura ha sufrido daños a lo largo de los años y tras un estudio determinaron que no está en condiciones para ser utilizada. Ahora los jóvenes estudian en una sede prestada. Y Ana lamenta cada una de sus jornadas laborales en ese lugar.

—No, y si vas al hospital. Ese lugar da dolor. Antes tenía de todo. Pero en estos días yo fui con mi hermano que tenía cálculo en los riñones y le dolía. Lo primero que me dijeron fue que no había nada para el dolor.

Para ponerse un tratamiento en el único hospital del pueblo las personas deben salir y comprar los medicamentos y las jeringas.

—Yo siento que nada de esto me pertenece porque no era lo que yo tenía antes. Ya uno no tiene un sentido de pertenencia. Esto ya no es mío. Ni la calle donde crecí me pertenece. Y yo quería que mis hijos vivieran lo que yo viví, de ir al río sin problemas. Ellos tienen el río ahí enfrente y son contadas las veces que los he llevado, por la inseguridad.

El río Guatapanare que atraviesa gran parte del pueblo tiene su cauce muy cerca de la casa de Ana.

Cuando falta el agua en la zona –cinco días a la semana– la buscan allí, sin importar que casi siempre está turbia y huele mal.

Ante todo esto Ana espera paciente que algo suceda. Dice que no puede hacer más. Hasta ahora ha encontrado la manera de conseguir comida para ella y su familia, aunque poca.

Todas las mañanas se levanta y con sus pasos rápidos va al mercado y regresa antes de las diez. Saca su mecedor y se sienta bajo su matica a respirar para tener oxígeno suficiente para el resto del día.